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Fuera se oía en la distancia un coro de borrachos. Lloraba un niño. Aquí, el samovar humeaba, pero a mí no me había ofrecido una taza de té. Miechen echó a los perros que tenía en el regazo e ignorando sus protestas, se encaró conmigo.

– Eres una puta -dijo.

Una puta. Me llamó puta. Pero no mentirosa.

¿Estaba orgullosa yo de mi actuación? Cuando el mundo acaba, el orgullo es lo primero que desaparece.

La guardia real cantaba: Dios salve al zar

Levamos anclas el 3 de marzo por la noche, preparados para abrirnos paso por entre las aguas de la bahía, llenas de minas y atestadas con todo tipo de barcos, cegándonos con sus luces descarnadas. Cuando la emperatriz viuda partió de Rusia en el Marlborough oí que un barco ruso pasó junto al suyo en el puerto de Yalta, y que la guardia real que iba en el otro barco, viendo la característica figura negra de su emperatriz, empezó a interpretar con voz retumbante el himno nacional, Dios salve al zar. No hubo semejante serenata para nosotros, aunque, como Minnie, también nos quedamos en cubierta para mirar por última vez la costa rusa. Tres semanas más tarde la guerra civil acabaría, y en aquel mismo puerto, miles de rusos blancos se embutirían en todo artefacto que pudiese flotar. Un escuadrón británico embarcó a varios miles de tropas del Ejército Blanco. Entre los que quedaron atrás, los cosacos mataron a sus caballos a tiros antes de entregárselos a los bolcheviques, y los oficiales del Ejército Blanco se suicidaron pegándose un tiro en la cabeza con sus revólveres militares antes de permitir ese placer a los bolcheviques, y sus hombres arrojaron sus abrigos y se echaron al agua en un intento de nadar hasta Turquía, prefiriendo ahogarse a vivir. Pero aquella noche nosotros solo mirábamos hacia el campamento de los desesperados, todavía no de los histéricos. Andrés permanecía erguido, en posición de firmes, en la barandilla de latón, junto a su madre, vestido con su uniforme de comandante de la Artillería Montada de la Guardia, un uniforme que no volvería a ponerse nunca más hasta que yaciese en su ataúd. Vova y yo permanecíamos de pie a escasa distancia, y Miechen nos dirigía ocasionales vistazos de reojo, analizando a mi hijo. Y luego, a lo largo del muelle, vi a un hombre con sobretodo que corría y corría por el muelle y saltaba al malecón hacia nuestro barco, agitando los brazos y gritando un nombre que la distancia convirtió en un hilillo muy fino, pero me pareció que captaba el final entre dos dedos: una M, y me agarré con fuerza a la barandilla del barco y atisbé entre la oscuridad. Si Andrés de alguna manera había conseguido una lata o dos de cacao o de galletas de la cantina británica para nuestros tes, seguro que Sergio, que era mucho más listo, entre toda aquella agitación sería capaz de encontrar una forma de engañar a sus guardias bolcheviques, robar las ropas de un campesino, saltar a un tren y atravesar la estepa blanca y luego hasta Moscú, hacer todo el camino desde allí en carro y a pie hasta aquel muelle a tiempo de correr por el embarcadero y saltar por encima de la barandilla hasta llegar a nosotros. Y justo cuando abría la boca dispuesta a montar un espectáculo llamándole en voz alta, Vova se inclinó hacia mí y dijo: «No es él».

No. No era Sergio. No se unió a nosotros en Novorossiysk. Ni en Tuapse, Pati, Batum, Constantínopla, el Pireo, Venecia, Milán, Cannes o Cap d'Ail.

Una nada espantosa

Poco a poco, en París y en la Riviera, aquella primavera y verano aparecieron los rostros de los que sobrevivieron: diversos artistas de teatro, entre ellos Chaliapin, Pavlova, Karsávina, Fokine, Preobrazhénskaya, Diághilev, y como aquel ballet ruso renació en París, Londres y Nueva York, nuestros bailarines o estudiantes formados por nuestros bailarines fundaron algunas de la compañías de ballet más importantes del mundo. Y allí aparecieron también muchas variantes de grandes duques, príncipes y condes. Nos encontramos unos a otros en nuestras villas, en el Hôtel de Paris, en el Château de Madrid, en el Pavillon d'Armenonville, en el teatro Sarah Bernhardt… pero otras caras no aparecieron, aunque parecían permanecer a nuestro lado o justo delante de nosotros, sus formas desvaídas por una pintura gris muy clara. ¿En qué se ocupan los muertos cuando no nos están rondando, qué opinan ustedes? ¿Encuentran en la tumba algún resto del pasado? Sé que algunas almas descansan en paz, pero yo no creo que las almas de los emigrados lo consigan, ni tampoco las almas de los asesinados. Las almas de los Románov probablemente caminen hacia el oeste por el suelo maltratado de Rusia, a través de Omik, Ekaterinburgo, Life, Kazan, Tambov, Tula, Moscú, todo el camino hasta lo que ahora se llama Leningrado, buscando lo que han perdido. Y nosotros buscábamos a los que habíamos perdido también, preguntándonos: ¿Dónde están? ¿Qué les ha ocurrido? Las respuestas terribles a esas preguntas llegaron a París en la persona de Nikolái Sokólov, un investigador legal que había sido asignado al misterio de los Románov desaparecidos después de que el Ejército Blanco tomase Ekaterinburgo brevemente a los bolcheviques. Unos cuantos oficiales corrieron a la casa Ipátiev, donde se mantenía al zar y su familia hasta ocho días antes, y la encontraron limpia de arriba abajo y vacía. Quizá la historia hubiese cambiado por completo si hubiesen encontrado allí a Niki y a su familia, porque hacia 1920 Rusia estaba en las garras de una hambruna tan espantosa que la gente de las provincias orientales había empezado a comerse a sus muertos, congelados en la nieve, para sobrevivir. Sí, el hambriento pueblo ruso habría arrojado flores a lo largo de las carreteras de Peter si el zar hubiese estado todavía vivo y les hubiese prometido pan. Pero los oficiales blancos no encontraron a Niki, ni a Alix, ni a Alexéi, ni a las chicas, ni a nadie del séquito imperial; encontraron solo el spaniel de Alexéi, Joy, vagando por la casa, hambriento. Encontraron horquillas, cepillos de dientes, libros, una silla de ruedas, la tabla que usaba el frágil Alexéi como pupitre cuando estaba en cama. Una nada espantosa. Sokólov sabía cómo llevar a cabo una búsqueda eficiente. Sabía interrogar, sabía requerir la ayuda de las partes interesadas, examinar las paredes del sótano, llenas de agujeros, las huellas de neumáticos y rodadas y de cascos de caballo que conducían desde la casa hasta el bosque en torno a la Mina de los Cuatro Hermanos, a veinte kilómetros de Ekaterinburgo. Sabía tamizar la tierra en busca de pruebas. Se le daba muy bien catalogar: fragmentos de huesos carbonizados, hebillas de cinturón, un pendiente con una perla, unos centímetros del dedo de una mujer, tres iconos, hebillas de zapatos, fragmentos de una gorra militar, el contenido del bolsillo del zarevich (papel de estaño, uñas, monedas de cobre, un rizo). Y de todo esto conjeturó que la familia imperial había sido tiroteada, sus cuerpos llevados en camión y luego en carro a través del bosque, donde los desnudaron, los cortaron a trozos y los quemaron, y sus cenizas arrojadas a la mina. Ese también habría sido el destino de mi hijo si hubiera hecho el viaje con ellos a Siberia aquella noche de agosto de 1917.

Sokólov puso lo que quedaba de las pertenencias de la familia imperial en una maleta que nadie quiso hasta que finalmente la aceptó la Iglesia ortodoxa de Bruselas. Todo esto lo consiguió reunir Sokólov antes de que el Ejército Rojo volviese a tomar Siberia en 1919, y la misma oleada que nos hizo huir del país, lo hizo huir a él también, con su maleta, sus notas, sus teorías y sus fotos, hasta la Riviera francesa, donde visitó al tío de Niki, Nikolasha; luego a Londres, donde visitó a la hermana de Niki, Xenia; a Dinamarca, donde intentó visitar a la madre de Niki, la emperatriz viuda, que se negó a verle, que se negó incluso a creer que su hijo y su familia hubiesen sido asesinados o a permitir que se rezase por su alma; y finalmente a París, donde Andrés y yo nos reunimos con él y vimos sus informes y sus fotos. Estábamos sentados en el Hotel Lotti, en un apartado del comedor, con nuestros platos intactos, el cielo de un gris plomizo presionando la ventana que yo tenía a la espalda. Miré los informes y los documentos de Sokólov, las fotos del papel pintado arrancado de la bodega de Ipátiev, la truculenta lista de los centenares de objetos recuperados, y ya no pude seguir leyendo más, me temblaban las manos hasta el codo, y solo pude mirar a la cara de Sokólov, sus ojos muy hundidos, su largo bigote engominado, mientras él hablaba muy serio de la familia reducida a cenizas. Habían enviado a una docena de hombres a la puerta a matar a tiros y cortar a trozos a Niki y a Alix y a sus hijos también puestos en fila, con la excusa de que les iban a hacer una foto. Por los propios relatos posteriores de los bolcheviques, cada uno de los asesinos quería matar al zar y luego contarlo. Cuando le leyeron sus órdenes, «en vista del hecho de que tus parientes siguen atacando la Rusia Soviética, el Comité ejecutivo de los Urales ha decidido ejecutarte», Niki solo les preguntó: «¿Cómo? ¿Cómo?». Fue el primero en morir en aquel pequeño sótano, en la distante Ekaterinburgo. Alix, sentada en su silla, la segunda. Olga la tercera, pero las otras chicas echaron a correr, y llevaban tantas joyas cosidas en el corsé que las balas no penetraban. Corrían en círculos en aquel espacio tan pequeño, pisoteando los cuerpos de sus padres que habían caído de sus sillas, agachándose contra las paredes. ¿Dónde encuentra uno hombres que disparen a unas niñas que gritan, que las machaquen con las bayonetas, que asesinen a un niño de quince años que se arrastra hacia su padre? Los bolcheviques encontraron a tales hombres… y muchos más como ellos. Y entonces Sokólov nos contó que eso no fue todo. Supo que los hermanos de Sergio, Jorge y Nicolás, habían sido fusilados en el patio de la prisión de Shpaterraia, y que sus cadáveres fueron arrojados a una fosa común. El hermano de Niki, Miguel, fue fusilado también en los bosques junto a Perm, mientras se fumaba un cigarrillo. Sokólov había ido también a Alapaievsk, y entonces hizo una pausa en su relato y carraspeó. En Alapaievsk había descubierto que a Sergio, la hermana de Alix y tres de los príncipes Konstantín los sacaron de su cautiverio en la escuela el 17 de julio de 1918, el día de su santo, no mucho después de que Sergio hubiese enviado su felicitación de cumpleaños a Vova, los metieron en unos carros de campesinos, los llevaron al pozo de una mina abandonada, y entonces supe que aquella historia no acabaría bien. Sergio, Ella y los tres príncipes fueron arrojados al pozo, Sergio con una bala en la cabeza. Sokólov suponía que Sergio había sido el único en resistirse a sus captores (y yo pensé: «Por supuesto, tenías que resistirte, mi orgulloso georgiano») y por tanto le habían disparado antes de la larga caída, mientras que los demás aterrizaron en el fondo todavía vivos y acabaron por morir lentamente, con los huesos rotos y de hambre, y después de tirarlos a ellos, sus asesinos echaron trozos de madera encima para ocultar su crimen. Y al oír esto me llevé una servilleta a la boca. Sokólov tenía unas fotos de los cuerpos, que sacaron mediante unos cabrestantes, echaron en unas sábanas y fotografiaron, y Andrés, sacando sus gafas de leer, las examinó él solo, ya que yo no fui capaz de mirarlas. Mientras Andrés hacía esto, Sokólov me tendió por encima de la mesa otra prueba: un sobre pequeño que contenía dos artículos, el dije con la patata de oro de Sergio y el medallón con un kopek que yo le había regalado hacía treinta años. Ambas piezas, dijo, la gran duquesa Xenia le había pedido que me las entregase a mí. Al final se las di a Vova, porque, ¿no planeaba acaso Sergio dejarle todo lo que poseía a mi hijo? En 1914 eso significaba un appanage anual de doscientos ochenta mil rublos, junto con los ingresos procedentes de las vastas propiedades de la familia en la Rusia del norte, centro y sur, y casas en todas las ciudades y centros turísticos a los que viajaba la corte. En 1920, aquello era todo lo que quedaba.