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Aquella noche yo soñé que volvía a Petersburgo, a la Escuela Imperial de Ballet, y que andaba por el largo pasillo hacia el pequeño teatro de los estudiantes donde bailé en tiempos, el día de mi graduación, y alguien que estaba detrás de mí y a quien yo no podía ver gritaba: «¡La familia imperial, se acerca la familia imperial!». Y yo preguntaba: «Pero ¿cómo pueden venir? Están todos muertos». Y la voz respondía: «Son sus almas las que vienen». Y a mi alrededor unas voces empezaban a cantar:

Cristo ha resucitado de entre los muertos,

venciendo a la muerte con su muerte

y otorgando la vida a los que yacen en los sepulcros

Y yo corría por el pasillo para abrir la puerta del teatro, pero no había habitación alguna tras la puerta, no estaba la sala con su pequeño escenario y sus sillas de madera alineadas en filas. La puerta se abría, por el contrario, a la nada, a un abismo negro donde caían grandes cortinas de lluvia y un gran viento gemía y enviaba la lluvia en todas direcciones, y yo permanecía allí de pie en el umbral, con la falda hinchada por el viento, llamando en la oscuridad: «Cristo ha resucitado de entre los muertos». Y aunque me quedaba allí largo rato, hasta quedar bastante empapada, nadie me contestaba.

La princesa Romanovski-Krassinski

Una vez hecho público el informe Sokólov, Kyril se declaró emperador en el exilio y alejó por tanto para siempre a la emperatriz viuda y a los Nikoláievich. ¿Qué le importaba a él? Ella estaba en Dinamarca, él en el corazón del París ruso, donde lo que uno valía entre los

émigrés seguía midiéndose por el antiguo rango, y donde ser recibido por un gran duque todavía era considerado un triunfo social. En Pascua, Navidad y Año Nuevo, los émigrés se amontonaban en las grandes casas ducales para firmar en los libros de visitas, beber un poquito de vodka, estar en presencia de los hombres que habían gobernado Rusia en tiempos. ¿Y yo? Yo lo hice un poco mejor. Me casé con Andrés en cuanto Miechen quedó encerrada en su cripta, en el mausoleo que se había hecho construir en Contrexville. ¿Les sorprende acaso? Entonces es que no han prestado atención. No tuve que esperar mucho. Ella murió al cabo de seis meses de su llegada a Francia, habiendo decidido ahorrarse la mengua de estatura ofrecida como un pastel rancio a cualquier refugiado. Antes de que Andrés y yo pronunciásemos nuestros votos en la iglesia de St. George, en Cannes, Andrés, siempre obediente, escribió para advertir a la emperatriz viuda de lo que pensaba hacer, y pidió permiso a su hermano Kyril, como cabeza de familia, y esa deferencia con el antiguo protocolo tuvo sus recompensas. La gran duquesa Olga nos envió los mejores deseos de su madre y Kyril emitió un ucase mediante el cual yo, Mathilde-Marie Felíxnova Kschessinska, me convertía en Su Alteza Serenísima la Princesa Romanovski-Krassinski. Mi hijo también adquirió la nobleza después de mi matrimonio, cuando presioné n Andrés para que lo adoptase, y se convirtió en nieto de Miechen, en lugar de hijo suyo, aunque en realidad a ella ya le daba igual. Después de nuestra boda, Andrés me llevó a presentarme formalmente al emperador Kyril y a su esposa, la reina Alejandrina de Dinamarca, a la reina María de Rumania, a la reina Olga de Grecia. Y a su debido tiempo fui recibida por el rey Gustavo V de Suecia, el rey Alejandro de Yugoslavia, el sha de Persia, el viejo rey Fernando de Bulgaria y el nuevo rey Borís, su hijo, y no solo por todos los grandes duques rusos, sino también por la gran duquesa Xenia, el príncipe Demetrio Pávlovich y su hermana la princesa María Pavlovna, por las princesas Radziwell y Golitzin, el príncipe Volkonski, mi antiguo enemigo, como recordarán, como director de los Teatros Imperiales, los duques de Coburgo, Mecklenburg-Schwerin y Leuchtenberg. Sí, toda esa gente nos recibía ahora a mi hijo y a mí. Mi nombre está en todos los árboles genealógicos, ¿saben?, los que trazan las líneas de la realeza europea y rusa. Yo me encuentro en la misma página, bajo la reina Victoria de Inglaterra, el rey Christian IX de Dinamarca y el zar Alejandro II de Rusia, aunque para ser sincera, no estoy situada donde esperaba, al lado de Niki y debajo de Alix de Hesse-Darmstadt, que como primera esposa suya quedaría por encima, o incluso junto a Sergio, a un lado, en la rama de los Mijaílovich de la familia. No, yo soy una Vladimírovich, y quizá, después de todo, aquí es donde pertenezco, a los astutos y los ingeniosos, a los conspiradores, los intrigantes, los maquiavélicos. Pero mi hijo, el príncipe Románov, no está en ningún árbol genealógico, porque la línea que conduce al trono pasa por Kyril, como ven, de modo que todo se traza en relación a Kyril. Verán en el árbol el nombre de «su» hijo Vladímir, y no el mío. No importa.