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—Me llamo Helen Pratt —dijo—. Algo de su conversación ha llegado hasta mí y querría preguntarle una cosa. Soy muy amiga de Clare Bishop. Hay algo que ella desearía saber. ¿Podríamos hablar uno de estos días?

Dije que sí, naturalmente, y fijamos la cita.

—Conocí muy bien al señor Knight —agregó, mirándome con brillantes ojos redondos.

—¿De veras?

—Sí... Era una personalidad sorprendente —continuó—, y no tengo reparos en decirle que abomino del libro de Goodman sobre él.

—¿Qué dice usted? ¿Qué libro?

—Oh, uno que acaba de escribir. Revisé las pruebas la semana pasada. Bueno, tengo que volver al trabajo. Muchas gracias.

Volvió corriendo a su tarea y bajé muy despacio la escalera. La cara ancha, blanda, rosada de Goodman se parecía —y se parece— notablemente a una ubre de vaca.

7

El libro de Goodman, La tragedia de Sebastian Knight,tuvo mucho éxito. Los principales periódicos y semanarios lo reseñaron con gran deferencia. Se dijo que era un libro «importante y convincente». Se alabó en el autor la «honda penetración» en un temperamento «esencialmente moderno». Se citaron pasajes para demostrar su diestro manejo de la brevedad. Un crítico llegó a quitarse el sombrero ante Goodman —que, permítaseme la acotación, se había valido del suyo sólo para hablar a través de él—. En una palabra, palmearon la espalda de Goodman cuando en realidad hubiesen debido golpearle los nudillos.

Por mi parte, habría ignorado totalmente el libro si sólo se hubiera tratado de otro mal libro, condenado con los demás de su especie a ser olvidado en la estación siguiente. La Biblioteca del Olvido, con todos sus incalculables volúmenes, está incompleta sin el conato de Goodman. Pero, además de malo, el libro es otra cosa. Su tema mismo lo convierte mecánicamente en el satélite de la perdurable fama de otro hombre. Mientras se recuerde el nombre de Sebastian Knight habrá un erudito investigador que trepará una escalerilla hasta el estante donde La tragedia de Sebastian Knightdormite entre La caída del hombrede Godfrey Goodman y Recuerdos de una vidade Samuel Goodrich. Si insisto en ello, pues, lo hago por Sebastian Knight.

El método de Goodman es tan simple como su filosofía. Su único objeto es mostrar al «pobre Knight» como producto y víctima de lo que él llama «nuestro tiempo» —aunque siempre ha sido un misterio para mí el que algunas personas sean tan dadas a hacer partícipes a los demás de sus conceptos cronométricos—. «Angustia de posguerra», «generación de posguerra» son para Goodman como rótulos mágicos que abren cualquier puerta. En cualquier caso hay una especie de «ábrete sésamo» que parece menos un encantamiento que una llave maestra, y me temo que éste sea el caso de Goodman. Pero se equivoca por completo al pensar que una vez forzada la puerta, encuentra algo. No sugiero que Goodman piense. No podría hacerlo aunque se empeñara. Su libro sólo se relaciona con las ideas que (comercialmente) han probado su atracción sobre los espíritus mediocres.

Para Goodman, el joven Sebastian Knight «recién salido de la cincelada crisálida de Cambridge» es un muchacho de aguda sensibilidad en un mundo cruel y frío. En este mundo, las «realidades exteriores se introducen con tal brutalidad en los sueños individuales más íntimos» que el espíritu de un joven se siente como asediado antes de encontrarse definitivamente frustrado. «La guerra —dice Goodman sin sombra de rubor— ha cambiado el rostro del universo.» Y sigue describiendo con brío los aspectos peculiares de la vida de posguerra que encuentra un joven «en el atormentado amanecer de su carrera»: sentimiento de gran decepción, agotamiento del alma, febril excitación física (como la «insulsa disolución del foxtrot»), sensación de futilidad. Y su resultado: inmundo libertinaje. También crueldad: el vaho de la sangre todavía en el aire; cines deslumbrantes; borrosas parejas en Hyde Park; las glorias de la estandarización; el culto a la máquina; la degradación de la Belleza, el Amor, el Honor, el Arte..., etcétera. Es realmente asombroso que Goodman, contemporáneo de Sebastian si no me equivoco, se las arreglara para vivir en años tan terribles.

Pero Sebastian no podía soportar lo mismo que Goodman. Se nos ofrece así una imagen de Sebastian que va y viene inquieto por las habitaciones de su apartamento de Londres, en 1923, después de un corto viaje al continente, el continente que «lo había rechazado de manera indescriptible con el brillo vulgar de sus infiernos de juego». Sí, «yendo y viniendo... cogiéndose la cabeza... en un arranque de conformismo... enfurecido con el mundo... solo... dispuesto a hacer cualquier cosa, pero débil, débil...». Los puntos suspensivos no indican trémolos de Goodman, sino partes de frases que he tenido la amabilidad de suprimir. «No —sigue Goodman—, no era ése un mundo para que un artista viviera en él. Estaba bien alardear de una altiva impasibilidad y dar muestras de ese cinismo que tanto nos irrita en las primeras obras de Knight y tanto nos duele en sus últimas creaciones..., estaba muy bien mostrarse desdeñoso y ultra sofisticado, pero la espina estaba allí: la espina afilada y ponzoñosa.» No sé por qué, pero la presencia de esa espina, perfectamente mítica, parece dar a Goodman una oscura satisfacción.

Sería injusto por mi parte insinuar que el primer capítulo de La tragedia de Sebastian Knightconsiste exclusivamente en un espeso flujo de melaza filosófica. Reconstrucciones ambientales y anécdotas que forman el cuerpo de la obra (o sea el momento en que Goodman llega a la etapa de la vida de Sebastian en que lo conoce personalmente) también aparecen aquí como rocas de torta emergiendo del jarabe. Goodman no era Boswell; sin embargo, llevó sin duda un cuaderno de notas donde anotaba algunas observaciones de su jefe... y aparentemente algunas de ellas relativas al pasado de su jefe. En otros términos, debemos imaginar que Sebastian solía decir en medio de su trabajo: Sabe usted, mi querido Goodman, esto me recuerda cierto día, hace varios años, en que... Y así empezaba la historia. Media docena de esas anécdotas le parecen bastante a Goodman para llenar lo que es para él un vacío: la juventud de Sebastian en Inglaterra.

El primero de esos relatos, que Goodman considera muy típico de la «vida del estudiante de posguerra», pinta a Sebastian mostrando a una joven amiga de Londres los aspectos de Cambridge. «Y ésta es la ventana del decano», dice Sebastian. Y agrega, arrojando una piedra a la ventana: «Y ése es el decano.» Es innecesario decir que Sebastian le tomaba el pelo a Goodman: la historia es tan vieja como la universidad misma.

Pasemos a la segunda. Durante un corto viaje de vacaciones a Alemania (¿1921?, ¿1922?), molesto una noche Sebastian por el estrépito callejero, empezó a arrojar a los perturbadores toda clase de objetos, hasta un huevo. Al fin llamó a su puerta un polizonte que le devolvió todos los objetos, salvo el huevo.

La historia proviene de un viejo (o, como diría Goodman «de preguerra») libro de Jerome K. Jerome. Una nueva tomadura de pelo.

Tercer relato: Sebastian habla de su primera novela (no publicada y destruida) y explica que se refiere a un joven y gordo estudiante que viaja de regreso a su hogar para encontrar a su madre casada con su tío; este tío, especialista en enfermedades del oído, ha asesinado al padre del estudiante.