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Goodman no captó el chiste.

Cuarta historia: en el verano de 1922 Sebastian había trabajado en exceso y padecía alucinaciones: solía ver una especie de espectro óptico, un monje de hábito negro que descendía rápidamente hacia él desde el cielo.

Esto es un poco más difíciclass="underline" es un relato breve de Chéjov.

Quinto:

Pero creo que será mejor detenerse aquí, pues Goodman amenaza con volverse un centípedo. Que no pase de cuadrúpedo. Lo siento por él, pero no podemos remediarlo. ¡Si por lo menos no hubiese recordado y comentado esos «curiosos incidentes y fantasías» con tanto interés, con tal abundancia de deducciones! Descortés, arbitrario, enloquecido, Sebastian se debate en un perverso mundo de demonios, aeronautas, nulidades... Bueno, quizá hubiera algo de cierto en todo ello.

Quiero ser matemáticamente preciso. No me perdonaría perder el fragmento más pequeño de verdad sólo porque en cierto punto de mi indagación un montón de desechos me cegó de rabia. ¿Quién habla de Sebastian Knight? Su antiguo secretario. ¿Fueron amigos? No..., como hemos de verlo más adelante. ¿Hay algo real o posible en el contraste entre un Sebastian frágil y anheloso y un mundo perverso y fatigado? En modo alguno. ¿Había acaso otra especie de abismo, de falla, de ruptura? Sí, la había.

Basta apenas volver las primeras treinta páginas de El bien perdidopara comprobar hasta qué punto equivoca Goodman (que, entre paréntesis, nunca ofrece citas que puedan oponerse a la idea central de su falaz libro) la actitud interior de Sebastian frente al mundo exterior. Para Sebastian nunca existió el año 1914 ni el año 1920 ni el año 1936..., siempre se movió en el año 1. Titulares de periódicos, teorías políticas, ideas en boga no significaban para él más que la gárrula literatura (en tres idiomas, con errores en dos de ellos por lo menos) en el envase de algún jabón o alguna pasta dentífrica. La espuma podía ser abundante y el anuncio convincente, pero todo acababa allí. Sebastian podía comprender muy bien que pensadores sensibles e inteligentes no pudieran dormir a causa de un terremoto en la China, pero su naturaleza le impedía comprender por qué esas mismas personas no sentían el mismo espasmo de dolor rebelde ante alguna calamidad semejante ocurrida tantos años antes como kilómetros los separaban de la China. Tiempo y espacio eran para él medidas de la misma eternidad de modo que la idea de reaccionar de algún modo especialmente «moderno» ante lo que Goodman llama «la atmósfera de la Europa de la posguerra» es del todo absurda. Sebastian se sentía unas veces feliz y otras incómodo en el mundo en que le había tocado vivir, así como un viajero puede entusiasmarse por determinados aspectos de su travesía y al mismo tiempo padecer las náuseas del mareo. Nacido en cualquier época, Sebastian se habría mostrado igualmente dichoso e infeliz, alegre y aprensivo, como un niño en una pantomima que de cuando en cuando piensa en el dentista del día siguiente. Y la razón de su inquietud no era que fuese moral en un mundo inmoral, o inmoral en un mundo moral, ni el tormento de su juventud pujante en un mundo que era un sucederse demasiado rápido de funerales y fuegos de artificio. Era sencillamente su conciencia de que el ritmo de su ser íntimo era tanto más brioso que el de otros espíritus. Ya durante el fin de su período de Cambridge, y quizá antes aún, sabía que su sensación o su pensamiento más ínfimo tenía por lo menos más dimensión que los de sus vecinos. Pudo jactarse de ello, si en su naturaleza hubiese existido algo de exhibicionista. Pero como no era así, no le quedaba sino la extrañeza de ser un cristal en medio del vidrio, una esfera entre círculos. Pero todo eso no era nada comparado con lo que sintió al sumergirse definitivamente en su labor literaria.

«Era tan tímido —escribe Sebastian en El bien perdido—que siempre me las arreglaba de algún modo para cometer la falta que estaba ansioso por evitar. En mi desastrosa tentativa de armonizar con el color de mi ambiente sólo podía compararme a un camaleón ciego ante los colores. Mi timidez habría sido más fácil de sobrellevar —para mí y para los demás— si hubiese pertenecido a la especie habitual de los fofos y granujientos: más de un muchacho pasa por esta etapa y nadie se asombra. Pero en mí, la timidez adquiría una forma morbosa y secreta que nada tenía que ver con las perturbaciones de la adolescencia. Entre las invenciones más frecuentes de la casa de las torturas hay una que consiste en prohibir el sueño al prisionero. Muchas personas viven sus días con tal o cual parte de su mente en un dichoso estado de somnolencia: un hombre hambriento que come su bistec está concentrado en su alimento y no, por ejemplo, en el recuerdo de un sueño con ángeles que llevan los sombreros de copa que vio por casualidad siete años antes. Pero en mi caso, todas las persianas, tapaderas y puertas de mi mente estaban simultáneamente abiertas a cualquier hora del día. Muchos cerebros tienen sus domingos, pero al mío le estaba negado siquiera medio día de descanso. Ese estado de constante vigilia era muy penoso, no sólo por sí mismo, sino también por sus resultados inmediatos. Cualquier acto ordinario que debiera llevar a cabo adquiría un aspecto tan complicado, provocaba tal multitud de asociaciones de ideas en mi mente, y esas asociaciones eran tan oscuras y tortuosas e inútiles para su aplicación práctica, que yo olvidaba el asunto que traía entre manos, o bien me metía en un lío a causa de mi nerviosismo. Una mañana fui a visitar al director de una revista que, pensaba, podía publicar algunos de mis poemas de Cambridge: cierto peculiar tartamudeo del individuo, unido a una determinada combinación de ángulos en el diseño del techo y la chimenea, todo ello ligeramente deformado por un bollo en un vidrio de la ventana (sumado al extraño olor a moho de la habitación: ¿rosas pudriéndose en la papelera?), hizo que mis pensamientos se extraviaran por caminos tan largos e intrincados que, en vez de decir lo que me había propuesto, súbitamente empecé a hablar a aquel hombre a quien veía por primera vez sobre los proyectos literarios de un amigo mutuo que, según recordé demasiado tarde, me había pedido que mantuviera el secreto...

»...Como conocía muy bien los peligrosos altibajos de mi conciencia temía ver a la gente, herir su sensibilidad o ponerme en ridículo ante ella. Pero esa misma cualidad o defecto que tanto me atormentaba cuando me enfrentaba con lo que se llama el lado práctico de la vida (si bien, y quede esto entre nosotros, quienes llevan o venden libros me parecen extrañamente irreales), se volvía un instrumento de exquisito placer no bien me abandonaba a mi soledad. Estaba profundamente enamorado del país que era mi hogar (en la medida en que mi naturaleza podía concebir la noción de hogar); tenía mis estados de ánimo a lo Kipling, a lo Rupert Brooke y a lo Housman. El perro del ciego en las vecindades de Harrods o las tizas coloreadas de un artista de la acera; las hojas pardas durante un paseo por New Forest o una bañera de hojalata colgada sobre la negra pared de ladrillos en un suburbio; una fotografía en Puncho un pasaje flamígero en Hamlet,todo formaba una armonía nítida en la que también a mí me correspondía un discreto lugar. Mi recuerdo del Londres de mi juventud es el recuerdo de infinitos, vagarosos paseos, de una ventana incendiada por el sol que súbitamente atraviesa la bruma azul de la mañana o de hermosos hilos eléctricos con gotas de lluvia suspendidas en ellos. Me parece que atravieso con pasos inmateriales tierras espectrales y salones de baile que tiemblan al son de la música hawaiana... Me deslizo por encantadoras callejas míseras, de bonitos nombres, hasta llegar a un hueco cálido donde algo muy parecido a la esencia más íntima de mi ser está acurrucado en la oscuridad.»

Lástima que Goodman no tuviera tiempo para estudiar este pasaje, aunque es harto dudoso que hubiera sido capaz de entender su sentido.