Выбрать главу

Tuvo la amabilidad de enviarme un ejemplar de su libro. En la carta con que lo acompañaba me explicaba en tono bastante zumbón —que era el equivalente epistolar de un guiño— que si no había mencionado el libro durante nuestra entrevista era porque quería presentármelo como una maravillosa entrevista. Su tono, sus risotadas, su pomposo ingenio, todo ello sugería la imagen de un viejo gruñón amigo de la familia que se hiciera presente con un precioso regalo para el más pequeño. Pero Goodman no es un buen actor. No pensó siquiera un instante que yo me alegraría con su libro o con el hecho de que se había excedido en sus poderes dando publicidad al nombre de un miembro de mi familia. Sabía muy bien que su libro era una basura, sabía que ni su tapa, ni la faja, ni la solapa del libro, ni las reseñas o resúmenes de la prensa podían engañarme. No es muy claro el motivo por el cual juzgó más prudente mantenerme en la ignorancia. Quizá me creyera capaz de sentarme a escribir en un dos por tres mi libro y tenerlo listo justo a tiempo para hacerlo competir con el suyo.

Pero no se limitó a enviarme su libro. Me obsequió, además, con el informe que me había prometido. No es éste el lugar para discutir tal cuestión. He remitido todo a mi abogado, que me ha hecho llegar sus conclusiones. Me limitaré a decir que sacó el partido más indigno del candor de Sebastian en asuntos prácticos. Goodman nunca fue un verdadero agente literario. No pertenece de veras a esa profesión inteligente, honrada y laboriosa. No seguiré con este tema; pero no he acabado todavía con La tragedia de Sebastian Knighto más bien con La farsa de Goodman.

8

Pasaron dos años después de la muerte de mi madre antes de que volviera a ver a Sebastian. Una tarjeta postal es cuanto tuve de él durante ese tiempo, además de los cheques que insistía en mandarme. Una mustia y gris tarde de noviembre o diciembre de 1924, mientras caminaba por los Campos Elíseos hacia la Etoile, vi súbitamente a Sebastian a través de los cristales de un café muy popular. Recuerdo que mi primer impulso fue seguir mi camino, tanto me apenó el brusco descubrimiento de que había llegado a París sin comunicarse conmigo. Pero un segundo pensamiento me hizo entrar. Vi la nuca oscura y brillante de Sebastian y el rostro inclinado, con gafas, de la muchacha que estaba sentada frente a él. Leía una carta que, mientras me acercaba, tendió a Sebastian con una sonrisa tenue al tiempo que se quitaba sus gafas de concha.

—¿No es increíble? —preguntó Sebastian justo cuando yo apoyaba una mano sobre su frágil espalda—. Oh, cómo estás, V. —me dijo—. Este es mi hermano, Miss Bishop. Siéntate, ponte cómodo.

La muchacha era guapa, con un aire apacible, piel pecosa, mejillas ligeramente hundidas, ojos grises y miopes, boca fina. Llevaba un traje sastre gris, un chal azul y sombrerito de tres picos. Creo que tenía el pelo rizado.

—Estaba a punto de llamarte —dijo Sebastian, me temo que sin demasiada sinceridad—. Apenas voy a estar aquí medio día: mañana me marcho a Londres nuevamente. ¿Qué quieres tomar?

Ellos bebían café. Clare Bishop, batiendo las pestañas, escudriñó en su bolso, encontró su pañuelo y se sonó sucesivamente las rojas aletas de su nariz.

—Mi resfriado empeora —dijo, y cerró el bolso.

—Oh, magníficamente —dijo Sebastian como respuesta a una pregunta obvia—. En realidad, acabo de escribir una novela, y al editor que he elegido debe de gustarle, a juzgar por su alentadora carta. Hasta parece aprobar el título, Petirrojo devuelve el golpe,que Clare no aprueba.

—Me parece tonto —dijo Clare—; además, un pájaro no puede devolver ningún golpe...

—Es una alusión a una conocida canción de cuna —me explicó Sebastian.

—Una alusión muy tonta —dijo Clare—. El primer título era mucho mejor.

—No sé... El prisma... El prismático... El caleidoscopio —murmuró Sebastian—. No es exactamente lo que quiero... Lástima que Petirrojosea tan impopular...

—Un título debe sugerir el color del libro, no su tema —dijo Clare.

Fue aquella la primera y también la única vez que Sebastian discutió en mi presencia una cuestión literaria. Además, muy pocas veces lo había visto tan alegre. Parecía vestido de punta en blanco. Su cara pálida, de rasgos finos, con su sombra leve en las mejillas —era de esos desdichados que tienen que afeitarse dos veces cuando han de comer fuera de casa—, no mostraba ni una huella de aquel tinte enfermizo que era tan habitual en él. Sus orejas anchas y ligeramente puntiagudas estaban encendidas, como le ocurría cuando se sentía agradablemente excitado. Yo, por mi parte, estaba mudo y tenso. De algún modo, comprendía que era inoportuno.

—Vayamos al cine o a cualquier parte —dijo Sebastian, hurgando con dos dedos en el bolsillo del chaleco.

—Como quieras —dijo Clare.

— Gah-song-llamó Sebastian.

Ya había advertido antes que procuraba pronunciar el francés como un verdadero inglés.

Durante unos instantes buscamos bajo la mesa y las sillas un guante de Clare. Clare usaba un perfume agradable y fresco. Al fin encontramos su guante, era de cabritilla gris, con forro blanco y manopla a rayas. Se puso los guantes con parsimonia, mientras Sebastian y yo empujábamos la puerta giratoria. Era más bien alta, muy erguida, con caderas firmes y zapatos sin tacones.

—Escuchad... —dije—. Lo siento, pero no puedo acompañaros al cine. Lo siento muchísimo, pero tengo cosas que hacer esta noche... Quizá... Pero ¿cuándo te marchas, exactamente?

—Oh, esta noche —contestó Sebastian—. Pero volveré pronto... Siento no habértelo hecho saber antes. De todos modos, podemos andar juntos un trecho.

—¿Conoce usted bien París? —pregunté a Clare. —Mi paquete —dijo ella, parándose dé golpe. —Oh, iré a buscártelo —dijo Sebastian. Regresó al café.

Los dos seguimos muy lentamente por la amplia acera. Repetí tímidamente mi pregunta.

—Sí, bastante bien —dijo ella—. Tengo amigos aquí... Me quedaré con ellos hasta Navidad.

—Sebastian tiene un aspecto magnífico —dije.

—Sí, creo que sí —dijo Clare, mirando por encima de su hombro y haciéndome un guiño—. Cuando lo conocí parecía un condenado a muerte.

—¿Cuándo fue eso? —debí de preguntar, porque ahora recuerdo su contestación:

—Esta primavera, en Londres, durante una reunión espantosa; pero él siempre tiene un aire tétrico en las reuniones.

—Aquí tienes tus bongs-bongs-dijo Sebastian detrás de nosotros.

Les dije que iba hacia la estación de metro de la Etoile y giramos hacia la izquierda. Cuando íbamos a cruzar la Avenue Kleber, una bicicleta estuvo a punto de derribar a Clare.

—Tontuela —dijo Sebastian, tomándola del brazo.

—Demasiadas palomas —dijo ella cuando alcanzamos el bordillo.

—Sí. Y huelen —agregó Sebastian.

—¿A qué huelen? Tengo la nariz tapada —dijo ella, husmeando el aire y escrutando la densa multitud de gordas aves que pululaban a nuestros pies.

—A lirios y goma —dijo Sebastian.