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El estrépito de un gran camión en el acto de evitar a un camión de mudanzas dispersó en el cielo las aves. Se posaron en el friso gris-perla y negro del Arco de Triunfo y cuando algunas de ellas se movieron de nuevo pareció que se animaban los bajorrelieves. Pocos años después encontré esa imagen, «piedra transformada en alas», en el tercer libro de Sebastian.

Cruzamos más avenidas y al fin llegamos a la balaustrada blanca de la estación. Allí nos despedimos, muy alegremente... Recuerdo el impermeable de Sebastian que se alejaba y la figura gris azulada de Clare. Lo cogió del brazo y ajustó su paso al de él.

Ahora he sabido por Miss Pratt ciertas cosas que me han instado a averiguar si habían quedado cartas de Clare Bishop entre las cosas de Sebastian. Subrayó que no la enviaba Clare Bishop, que en realidad Clare Bishop ignoraba su intromisión. Se había casado tres años antes y era demasiado orgullosa para hablar del pasado. Miss Pratt la había visto una semana, poco más o menos, después de que los periódicos anunciaron la muerte de Sebastian, pero aunque las dos eran antiguas amigas (o sea que cada una sabía de la otra más de lo que cada una imaginaba), Clare no se demoró en ello.

—Espero que no haya sido demasiado infeliz —dijo tranquilamente—. Me pregunto si habrá conservado mis cartas —agregó.

Por la manera en que lo dijo, entrecerrando los ojos, por el rápido suspiro que precedió al cambio de conversación, su amiga quedó persuadida de que la habría aliviado mucho saber destruidas sus cartas. Pregunté a Miss Pratt si podía ponerme en contacto con Clare y si sería posible convencerla de que hablara conmigo sobre Sebastian. Miss Pratt respondió que, conociendo a Clare, no se atrevería a transmitirle mi petición. «Imposible», fue cuanto dijo. Durante un instante, tuve la vil tentación de insinuar que las cartas estaban en mi poder y que sólo las entregaría a Clare si me concedía una entrevista personaclass="underline" tan apasionado era mi deseo de encontrarla, sólo para ver cruzar por su rostro la sombra del nombre que yo pronunciaría. Pero no..., no podía hacer un chantaje con el nombre de Sebastian. Era algo inconcebible.

—Las cartas han sido quemadas —dije.

Seguí abogando por mi causa, repitiendo una y otra vez que sin duda nada se perdía por intentarlo. ¿No podía Miss Pratt convencer a Clare, al narrarle nuestra conversación, de que mi visita sería muy breve, muy inocente?

—¿Qué es exactamente lo que quiere saber usted? —preguntó Miss Pratt—. Porque yo misma puedo decirle muchas cosas.

Habló durante largo rato de Clare y Sebastian. Lo hizo muy bien, aunque como muchas mujeres se mostró inclinada a ser algo didáctica en sus recuerdos.

—¿Quiere usted decir —la interrumpí en determinado momento de su evocación— que nadie supo nunca cuál fue el nombre de esa otra mujer?

—No —dijo Miss Pratt.

—Pero ¿cómo podré encontrarla? —exclamé.

—Nunca podrá encontrarla.

—¿Cuándo dice usted que empezó la cosa? —la interrumpí de nuevo, al referirse ella a la enfermedad de Sebastian.

—Bueno..., no estoy segura. El que yo presencié no fue su primer ataque. Salíamos de un restaurante. Hacía mucho frío y no encontrábamos un taxi. Sebastian se puso nervioso, irritado. Echó a correr tras un automóvil que acababa de ponerse en marcha. De pronto se detuvo y dijo que no se encontraba bien. Recuerdo que cogió una píldora de una cajita y la rompió bajo su pañuelo blanco de seda; después se la llevó a la cara. Debió de ser en el veintisiete o el veintiocho.

Le hice otras preguntas. Respondió con el mismo tono pero la evocación había muerto. ¡Tenía que ver a Clare! Una mirada, una palabra, el mero sonido de su voz bastaría (y era necesario, absolutamente necesario) para animar el pasado. No entendía por qué, así como nunca he entendido por qué, en cierto día inolvidable, unas semanas antes, me había sentido tan seguro de que si podía encontrar aún vivo y consciente a un hombre moribundo aprendería algo que ningún ser humano había aprendido hasta entonces.

Al fin, la mañana de un lunes, fui a visitarla.

La criada me guió hasta una salita. Clare estaba en casa: fue cuanto me informó la rubicunda y rústica muchacha. (Sebastian dice en alguna parte que los novelistas ingleses nunca se apartan de un tono consabido cuando describen a las criadas.) Por otro lado, sabía por Miss Pratt que Mr. Bishop estaba ocupado en la City durante la semana. Cosa extraña..., se había casado con un hombre con su mismo apellido sólo por pura coincidencia. ¿Se negaría a recibirme? Bastante agradable la casa, aunque no demasiado... Quizá un salón en forma de L en el primer piso y sobre él un par de dormitorios. La calle entera estaba formada por casitas parecidas, muy apretadas. Tardaba en decidirse... ¿Había debido telefonearla antes? ¿La habría prevenido Miss Pratt acerca de las cartas? De pronto oí suaves pisadas en la escalera y un hombre inmenso, con una bata negra de solapas rojas, entró cuidadosamente en la habitación.

—Discúlpeme usted si me presento así —dijo—, pero tengo un resfriado terrible. Me llamo Bishop y supongo que quiere usted ver a mi mujer.

¿Le habría contagiado ese resfriado, pensé en un curioso relámpago de mi fantasía, la Clare de nariz roja y voz ronca que había visto doce años antes?

—Pues sí... —dije—, si no me ha olvidado. Nos conocimos en París.

—Oh, recordó muy bien su nombre —dijo Mr. Bishop, mirándome directamente a la cara—, pero lamento decirle que no puede recibirlo.

—¿Puedo llamarla después? —pregunté.

Hubo un corto silencio. Después Mr. Bishop preguntó:

—¿Me equivoco al suponer que su visita se relaciona con la muerte de su hermano?

Estaba de pie ante mí, hundidas las manos en los bolsillos de su bata, mirándome, el pelo rubio empujado hacia atrás por un cepillo feroz, un buen tipo, un tipo decente..., y espero que no le incomode que lo diga aquí. Debo explicar que hace muy poco hemos intercambiado cartas en circunstancias muy tristes: se ha disipado así por completo la sensación de malestar que pudiera haber flotado durante nuestra primera conversación.

—¿Le impediría eso verme? —pregunté a mi vez. Admito que fue una pregunta tonta.

—No podrá verla en ningún caso —dijo Mr. Bishop—. Lo siento —agregó, dulcificándose un poco al verme desconcertado—. Estoy seguro de que en otras circunstancias... pero comprenderá usted que mi mujer no se siente muy inclinada a recordar amistades pasadas. Y perdóneme si le digo con toda franqueza que, en mi opinión, no debió usted venir...

Regresé con la sensación de que había cometido una estupidez. Me imaginé qué le habría dicho a Clare, de haberla encontrado a solas. Me las compuse para convencerme de que, si hubiera estado Clare sola, me habría recibido: así, un obstáculo imprevisto anula aquellos que imagináramos. Yo le habría dicho: «No hablemos de Sebastian. Hablemos de París. ¿Lo conoce bien? ¿Recuerda aquellas palomas? Dígame qué ha leído últimamente... ¿Y qué películas ha visto? ¿Sigue perdiendo guantes y paquetes?» O bien habría empleado un método más audaz, un ataque directo. «Sí, comprendo lo que siente, pero por favor, por favor, hábleme de él. Por amor a su retrato. Por amor a las cosas insignificantes que desaparecerán y morirán si se niega usted a decírmelas para mi libro.» Oh, estaba seguro de que no se habría negado.

Y dos días después, con la misma intención firme en mi mente, hice un nuevo intento. Esta vez estaba decidido a ser mucho más cauteloso. Era una mañana muy hermosa a pesar de lo poco avanzado de la estación, y estaba seguro de que Clare no se quedaría en su casa. Me situaría de modo que no me descubrieran en la esquina de su calle, esperaría a que su marido se marchara a la City, después aguardaría a que ella saliera y entonces me acercaría. Pero las cosas no resultaron como yo esperaba.