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No había llegado todavía a mi puesto cuando Clare Bishop apareció repentinamente. Acababa de cruzar la calle, pasando de mi acera a la opuesta. La reconocí de inmediato, a pesar de que la había visto sólo durante media hora, cuatro años antes. La reconocí aunque estaba muy demacrada y su cuerpo se había redondeado de manera curiosa. Caminaba lenta, pesadamente, y cuando me dirigí hacia ella comprendí que estaba en avanzado estado de gestación. Mi índole impetuosa, que suele llevarme más allá de los límites convenientes, me hizo avanzar con una sonrisa de bienvenida. Pero en aquellos brevísimos instantes me disuadió la nítida conciencia de que no podía hablarle ni saludarla de ninguna manera. Y eso nada tenía que ver con Sebastian, o con mi libro, o con mi conversación con Mr. Bishop; se debía únicamente a su solemne abstracción. Supe que ni siquiera debía darme a conocer. Pero, como he dicho, mi ímpetu me había llevado a cruzar la calle de tal manera que casi tropecé con ella al llegar a la acera opuesta. Clare levantó hacia mí sus ojos miopes. No, gracias a Dios, no me reconoció. Había algo conmovedor en la expresión solemne de su rostro pálido y estragado. Los dos nos detuvimos de repente. Con una presencia de ánimo ridícula tomé de mi bolsillo lo primero que encontré y le dije:

—Perdone, ¿ha perdido usted esto?

—No —dijo ella, con una sonrisa impersonal. Acercó un instante el objeto a sus ojos—. No —repitió, y se marchó después de devolverme la llave.

Me quedé con ella en la mano, como si acabara de cogerla del suelo. Era la llave del apartamento de Sebastian. Con una extraña punzada de dolor advertí que Clare Bishop la había tocado con sus inocentes dedos ciegos...

9

La relación entre Sebastian y Clare duró seis años. Durante ese período, Sebastian publicó sus dos primeras novelas, Caleidoscopioy Éxito.Le llevó unos siete meses componer la primera (abril-octubre de 1924) y veintidós la segunda (julio de 1925-abril de 1927). Entre el otoño de 1927 y el verano de 1929, escribió los tres relatos que se reeditaron después (1932) con el título de La montaña cómica.En otras palabras, Clare fue una testigo íntima de las tres primeras quintas partes de su producción total (descarto las obras de juventud, los poemas de Cambridge, por ejemplo, que él mismo destruyó); y como en los intervalos entre los libros mencionados Sebastian conformaba, desechaba o reformaba tal o cual esquema argumental, puede suponerse que durante esos seis años estuvo incesantemente ocupado. Y Clare amaba su trabajo.

Clare entró en su vida sin llamar, como nos metemos en un cuarto ajeno por un parecido vago con el nuestro. Se quedó allí, olvidada de salir, habituada a las extrañas criaturas que encontró y tratándolas con cariño, a pesar de sus figuras sorprendentes. No tenía el designio peculiar de ser feliz o de hacer feliz a Sebastian, ni se preguntaba qué ocurriría en el futuro. Se limitaba a aceptar naturalmente la vida con Sebastian porque sin él la vida era menos imaginable que una tienda de campaña de un habitante de la tierra en la luna. Es muy posible que, de haber tenido un niño, ambos se habrían inclinado por el matrimonio, puesto que ésa habría sido la solución más simple para los tres; pero como ése no fue el caso, no se les ocurrió ajustarse a las vacuas formalidades que quizá habrían encontrado agradables si las hubieran considerado imprescindibles. No había en Sebastian ninguna actitud insolente ante los prejuicios, como podría suponerse. Sabía muy bien que alardear de desdeñoso ante un código moral no es otra cosa que necia presunción y una forma de prejuicio al revés. Solía elegir el camino ético más fácil (así como elegía el camino estético más atormentado) sólo porque era el atajo más corto hacia el objeto elegido; era demasiado perezoso en su vida cotidiana (así como era demasiado laborioso en su vida artística) para preocuparse por problemas planteados y resueltos por los demás.

Clare tenía veintidós años cuando conoció a Sebastian. No recordaba a su padre; también su madre había muerto y su padrastro había vuelto a casarse, de modo que la vaga noción de hogar que la pareja le ofrecía podía compararse al viejo sofisma del mango cambiado al que se cambia la hoja, aunque desde luego no podía alimentar la esperanza de encontrar y unir las partes originales..., al menos a este lado de la Eternidad. Vivía sola en Londres, asistiendo más bien esporádicamente a una escuela de arte y tomando lecciones de lenguas orientales, nada menos. Gustaba a los demás porque era apaciblemente atractiva con su encantadora cara seria y su voz suave y ronca: subsistía de algún modo en el recuerdo, como si la hubieran agraciado con el don de ser recordada. Se destacaba maravillosamente en cada memoria, era mnemogénica. Hasta sus manos, más bien anchas y nudosas, tenían un encanto singular, y era una buena bailarina, silenciosa y leve. Pero lo mejor de todo es que era una de esas pocas, poquísimas mujeres que no dan el mundo por sentado y que ven las cosas de cada día no simplemente como espejos familiares de su propia femineidad. Tenía imaginación —el músculo del alma— y su imaginación tenía una energía especial, casi masculina. También poseía ese sentido real de la belleza que tiene menos que ver con el arte que con la constante prontitud a discernir la aureola en torno a una sartén o la semejanza entre un sauce llorón y un skye terrier. Y por fin estaba dotada de un agudo sentido del humor. No es de extrañar que armonizara tan bien con la vida de Sebastian.

Ya durante el primer período de su relación se vieron con gran frecuencia; en otoño, ella viajó a París y él la visitó allí más de una vez, imagino. Por entonces ya estaba listo su primer libro. Clare aprendió a escribir a máquina y las noches del verano de 1924 fueron para ella otras tantas páginas que se deslizaron por el rodillo y salieron vivas de palabras negras y violetas. Me complazco en imaginarla golpeteando las teclas brillantes, con el rumor de un tibio chubasco abatiéndose sobre los olmos oscuros, más allá de la ventana abierta, con la voz lenta y seria de Sebastian (no se limitaba a dictar, según Miss Pratt: oficiaba) yendo y viniendo por la habitación. Sebastian solía pasar casi todo el día escribiendo, pero su avance era tan laborioso que apenas podía darle un par de páginas nuevas para pasar a máquina por la noche, y aun éstas debían rehacerse, pues Sebastian se entregaba a una orgía de correcciones. Y a veces hacía lo que, me atrevo a decir, ningún autor hizo nunca: recopiaba la página escrita a máquina con su letra inclinada, tan poco inglesa, y después volvía a dictarla. Su lucha con las palabras era insólitamente dolorosa, y eso por dos razones. Una de ellas es muy frecuente en escritores de su índole: el paso del abismo que media entre la expresión y el pensamiento; la sensación enloquecedora de que las palabras justas, las únicas palabras valederas, esperan en la orilla opuesta, en la brumosa lejanía, mientras el pensamiento aún desnudo y estremecido clama por ellas desde este lado del abismo. No recurría a las frases hechas porque lo que se proponía decir eran cosas de factura excepcional y sabía, además, que ninguna idea verdadera puede decirse sin palabras hechas a su medida. De modo que —para usar una imagen aún más parecida— el pensamiento que aparecía desnudo no hacía sino clamar por las vestiduras que lo harían visible, mientras que las palabras que acechaban a lo lejos no eran caparazones vacíos, como parecía: esperaban que el pensamiento ya latente en su interior las caldeara y animara. A veces Sebastian se sentía como un niño al que dan una maraña de hilos eléctricos y ordenan que haga la maravilla de la luz. Y él la hacía; y unas veces no tenía conciencia de cómo lo conseguía, y otras disponía durante horas y horas los hilos eléctricos en lo que parecía el modo más racional... sin conseguir nada. Y Clare, que no había escrito una sola línea de prosa o poesía en su vida, comprendía tan bien (y ése era su milagro privado) cada detalle de la lucha de Sebastian que las palabras que escribía no eran para ella el mero receptáculo de su sentido natural, sino las curvas y abismos y tortuosidades que mostraban el avance a tientas de Sebastian por una línea ideal de expresión.