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Pero eso no era todo. Lo sé, lo sé tan nítidamente como sé que tuvimos el mismo padre: sé que el ruso de Sebastian era mejor y más natural en él que su inglés. Creo que el no hablar ruso durante cinco años pudo forzarlo a creer que lo había olvidado. Pero una lengua es algo físico y vivo, que no puede abandonarse tan fácilmente. Debe recordarse, además, que cinco años antes de su primer libro —o sea por la época en que salió de Rusia— su inglés era tan pobre como el mío. Años después yo lo mejoré artificialmente (estudiándolo con encono en el exterior); él trató de que el suyo progresara de manera natural en su propio medio. Progresó maravillosamente, pero sostengo que si Sebastian hubiera empezado a escribir en ruso se habría ahorrado esos tormentos lingüísticos. Permítaseme agregar que poseo una carta de Sebastian escrita no mucho antes de su muerte. Esa carta breve está concebida en un ruso más puro y rico de lo que haya podido serlo nunca su inglés, a pesar de la belleza expresiva que sus libros alcanzaron.

Sé además que cuando Clare escribía las palabras descifradas en su manuscrito, se detenía a veces y decía frunciendo ligeramente el ceño y levantando un poco la hoja aprisionada para releer la línea: «No, querido. Esto no se puede decir en inglés.» Sebastian la miraba unos instantes y después cogía su manuscrito, reflexionando lleno de recelo sobre la observación de Clare, mientras ella, inmóvil, esperaba, cruzadas las manos sobre el regazo.

—No hay otra manera de decirlo —murmuraba al fin Sebastian.

—Y si por ejemplo... —decía ella, e insinuaba una sugerencia exacta.

—Bueno, como quieras —respondía Sebastian.

—No insisto, querido. Como quieras tú, si piensas que los errores de gramática no son ofensivos...

—Oh, sigue de una vez —exclamaba él — , tienes toda la razón, sigue...

En noviembre de 1924, Caleidoscopioquedó terminado. Se publicó en el siguiente mes de marzo y fue todo un fracaso. He revisado cuantos periódicos de esa época cayeron entre mis manos y sólo lo he visto mencionado una vez. Cinco líneas y media en un periódico dominical, entre otras líneas sobre otros libros. «Caleidoscopioparece una novela primeriza y, como tal, no debe juzgarse con la misma severidad que (el libro de Fulano, mencionado previamente). Su comicidad me parece oscura, y sus oscuridades, cómicas, pero quizá exista una especie de novelística cuya exquisitez siempre ha de escapárseme. Sin embargo, en bien de lectores que gustan de esta especie de obras puedo agregar que Mr. Knight es tan hábil para partir pelos en cuatro como para partir infinitivos.»

Esa primavera fue acaso el período más feliz de la existencia de Sebastian. Se había librado de un libro y ya sentía la urgencia del segundo. Su salud era excelente. Tenía una compañera deliciosa. No lo aquejaba ninguna de esas ínfimas preocupaciones que lo habían asaltado en otras épocas, con la perseverancia con que una oleada de hormigas se extiende sobre una hacienda. Clare se encargaba de la correspondencia y revisaba los envíos de la lavandería, comprobaba si estaba bien abastecido de hojas de afeitar, tabaco y almendras fritas, por las cuales tenía especial debilidad. A Sebastian le gustaba salir a cenar con ella y después ir al teatro. Invariablemente, la pieza lo hacía refunfuñar pero sentía el placer morboso de disecar los lugares comunes. Una expresión de codicia, de perversa avidez agitaba las aletas de su nariz, mientras sus dientes posteriores rechinaban en un paroxismo de asco al lanzarse contra alguna mísera trivialidad. Miss Pratt recordaba una ocasión en que su padre, que había tenido intereses en la industria cinematográfica, invitó a Sebastian y a Clare a la exhibición privada de una película muy cara y pretenciosa. El protagonista era un joven actor muy apuesto que llevaba un lujoso turbante y el argumento era poderosamente dramático. En el punto más alto de tensión, con gran sorpresa y disgusto de Mr. Pratt, Sebastian empezó a sacudirse de risa, mientras Clare también gorgojeaba, pero le tiraba de la manga en un inútil esfuerzo para obligarlo a callar. Debieron de pasarlo muy bien los dos juntos. Y es difícil creer que la tibieza, la ternura, la belleza de su relación no se haya recogido, no haya sido atesorada en alguna parte, de algún modo, por algún testigo inmortal de la vida mortal. Alguien debió verlos vagabundeando en Kew Gardens o en Richmond Park (por mi parte nunca estuve allí, pero los nombres me atraen), o comiendo huevos con jamón en alguna bonita posada durante una excursión estival al campo, o leyendo en el vasto diván del estudio de Sebastian, ante el fuego alegre, flotando en el aire una Navidad inglesa y llenando la atmósfera con un tenue olor a especias, sobre un fondo de lavanda y cuero... Y Sebastian debió de ser escuchado por alguien mientras contaba a Clare las cosas extraordinarias que trataría de expresar en su próximo libro, Éxito.

Un día, en el verano de 1926, agotado después de luchar con un capítulo particularmente rebelde, se le ocurrió a Sebastian que podía tomarse un mes de vacaciones en el extranjero. Como Clare tenía que arreglar algunos asuntos en Londres, decidió reunirse con él una o dos semanas después. Cuando al fin llegó a la playa alemana elegida por Sebastian, la informaron en el hotel de que Sebastian se había marchado hacia un lugar que ignoraban, pero que estaría de regreso al cabo de dos días. Eso dejó perpleja a Clare, aunque —como después dijo a Miss Pratt— no se sintió demasiado ansiosa o angustiada. Podemos imaginárnosla: una figura alta y delgada, con impermeable azul (el tiempo era poco grato), errando por el paseo, por la playa arenosa en que sólo se veían algunos niños aguerridos, las banderas tricolores flameando lúgubremente en la brisa glacial y un mar de acero cuyas olas rompían en crestas de espuma. Más allá había un bosque de hayas, hondo y oscuro, sin vegetación baja, salvo las correhuelas que matizaban el pardo suelo ondulado. Una extraña calma parecía aguardar entre los troncos rectos y lisos: Clare pensaba que en cualquier instante podía encontrar un gnomo alemán de roja caperuza atisbándola con ojos brillantes desde las hojas muertas de un hoyo. Cogió sus enseres de baño y pasó un día agradable, aunque vacío, sobre la arena blanda y blanca. La mañana siguiente también fue lluviosa y Clare se quedó en su habitación hasta la hora de almorzar, leyendo a Donne, que desde entonces quedó para siempre asociado a la pálida luz gris de ese día húmedo y brumoso y al llanto de un niño que quería jugar en el pasillo. Al fin llegó Sebastian. Se alegró de verla, sin duda, pero había en su actitud algo que no era del todo natural. Parecía nervioso y turbado y desviaba la cara cada vez que ella trataba de encontrar sus ojos. Dijo que había dado con cierto hombre que conocía desde antes, en Rusia, y que se habían marchado con su coche —nombró un lugar de la costa, a varios kilómetros de allí.

—Pero ¿qué te pasa, querido? —preguntó ella, clavándole los ojos en el rostro sombrío.

—Oh, nada, nada... —exclamó él con fastidio—. No puedo sentarme sin hacer nada..., necesito mi trabajo —agregó, mirando a otra parte.

—Me pregunto si me dices la verdad —dijo Clare.

Él se encogió de hombros y deslizó el filo de la mano por la hendidura del sombrero que sostenía.

—Vamos —dijo—. Almorcemos y regresemos a Londres.

Pero no había ningún tren adecuado antes de la noche. Como el tiempo había mejorado, salieron a dar un paseo. Sebastian trató una o dos veces de mostrarse con su brillo habitual, pero no tuvo éxito y entonces permaneció callado. Llegaron al bosque de hayas. Había en él la misma suspensión vaga y misteriosa y Sebastian dijo (aunque Clare no le había explicado que ya conocía el bosque):