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—¡Qué sitio tan divertido! Es fantástico... Casi esperaría uno ver un elfo entre esas hojas secas y las correhuelas...

—Mira, Sebastian —exclamó ella de pronto, poniéndole las manos sobre los hombros—. Quiero saber qué pasa. Quizá hayas dejado de quererme. ¿Es eso?

—Oh, querida, qué tontería... —dijo él con sinceridad absoluta—. Pero... si quieres saberlo... has de comprender... No soy capaz de ocultarlo y, en fin..., es mejor que lo sepas. La verdad es que siento un maldito dolor en el pecho y en un brazo, de modo que decidí ir a Berlín y consultar a un médico. Y me metió en cama, allí... ¿Serio?... No, espero que no. Hablamos de arterias coronarias, de circulación de la sangre, de los senos de Salva y parecía, en general, un viejo que sabía mucho. Consultaré a otro doctor en Londres para tener una segunda opinión, aunque hoy me siento como un pez...

Creo que Sebastian ya conocía su enfermedad. Su madre había muerto del mismo mal, una variedad más bien rara de angina de pecho, llamada por algunos médicos «enfermedad de Lehmann». Sin embargo, parece que después de su primer ataque tuvo por lo menos un año de tregua, aunque de cuando en cuando sintió un estremecimiento, como una comezón interna, en el brazo izquierdo.

Volvió a sentarse a su escritorio y trabajó con firmeza durante el otoño, la primavera y el invierno. La composición de Éxitose reveló aún más ardua que la de su primera novela y le llevó mucho más tiempo, aunque ambos libros tienen poco más o menos la misma extensión. Gracias a una feliz casualidad tengo una descripción directa del día en que acabó Éxito,Se la debo a alguien que conocí después; lo cierto es que muchas de las impresiones que he ofrecido en este capítulo se han formado corroborando las declaraciones de Miss Pratt con las de otro amigo de Sebastian, aunque la casualidad que me suministró todos los detalles pertenece, de algún misterioso modo, a la imagen que tuve de Clare Bishop caminando pesadamente por una calle londinense.

La puerta se abre. Sebastian está tendido, con los brazos abiertos, en el suelo de su estudio. Clare apila en orden las hojas escritas a máquina. La persona que entra se detiene bruscamente.

—No, Leslie —dice Sebastian desde el suelo—. No estoy muerto. Acabo de construir un mundo, y este es mi descanso del sábado.

10

El verdadero valor de Caleidoscopiosólo fue dignamente apreciado cuando el primer éxito de Sebastian hizo que lo reimprimiera otra editorial (Bronson). Pero ni siquiera entonces se vendió tanto como Éxitoo El bien perdido.Aunque es una novela primeriza, revela una fuerza notable de voluntad artística y de autodominio literario. Como es muy frecuente en él, Sebastian Knight emplea la parodia como una especie de trampolín para llegar a las zonas más altas de la emoción seria. J. L. Coleman lo llamó «un clownque desarrolla alas, un ángel que remeda a un saltimbanqui», y la metáfora me parece muy adecuada. Basado hábilmente en una parodia de ciertos ardides del tráfico literario, Caleidoscopiose eleva muy alto. Con algo muy semejante al odio fanático, Sebastian Knight acechaba siempre las cosas que habían gastado hasta la urdimbre: cosas muertas entre las vivas; cosas muertas que imitaban la vida, pintadas y repintadas, reaceptadas por espíritus perezosos serenamente inconscientes de la trampa. El decadentismo puede ser en sí muy inocente y hasta puede argüirse que no es pecado demasiado grave el seguir explotando tal o cual tema o estilo gastado, si aún gusta y divierte. Pero para Sebastian Knight, la cosa más baladí, como por ejemplo el método consabido de un relato policiaco, se convertía en un cadáver hinchado y hediondo. No pensaba en «los novelones de un penique» porque la moral común no le interesaba; lo que invariablemente le fastidiaba era la primera imitación, no la segunda ni las demás, porque en la etapa aún legible empezaba la vergonzosa y eso era, en un sentido artístico, inmoral. Pero Caleidoscopiono es sólo una brillante parodia de una novela policiaca. Es también una pérfida imitación de muchas otras cosas: por ejemplo cierto hábito literario que Sebastian Knight, con su aguda percepción del decadentismo secreto, advirtió en la novela moderna: el habitual ardid de agrupar una mezcolanza de personas en un espacio limitado (un hotel, una isla, una calle). También diferentes especies de estilos están satirizados en el libro, así como el problema de fundir el discurso directo con la narración y la descripción, que una pluma elegante resuelve utilizando cuantas variaciones de «él dijo» pueden encontrarse en el diccionario entre «accedió» y «voceó».

Pero todo esa oscura diversión es, lo repito, sólo un trampolín para el autor.

Doce personas viven en una pensión; la casa está cuidadosamente descrita, pero sólo para destacar su carácter de «ínsula»: el resto de la ciudad se muestra incidentalmente durante un cruce secundario a través de la niebla natural y durante un cruce primario entre ambientes teatrales y la pesadilla de un agente inmobiliario. Como observa el autor (indirectamente), este método se relaciona de algún modo con la práctica cinematográfica de mostrar a la protagonista, en sus imposibles años de colegiala, maravillosamente distinta de una multitud de compañeras poco agraciadas y violentamente realistas. Uno de los inquilinos, un tal G. Abeson, comerciante de objetos de arte, aparece asesinado en su cuarto. El comisario local, descrito únicamente por sus zapatos, llama a un detective de Londres y le pide que acuda de inmediato. Debido a una combinación de equívocos (su automóvil atropella a una anciana y después toma un tren que va a otra parte), tarda mucho en llegar. Mientras tanto, los habitantes de la pensión, más un visitante ocasional, el viejo Nosebag —que estaba en el vestíbulo cuando se descubrió el crimen—, son cuidadosamente examinados. Todos ellos, salvo el último, un anciano y suave caballero de barba amarillenta en torno a la boca y una inocente pasión por las cajas de rapé, son más o menos susceptibles de sospecha. Y uno de ellos, un estudiante pisciforme, parece especialmente sospechoso: bajo su cama han aparecido media docena de pañuelos manchados de sangre. Hay que observar que para simplificar y «concentrar las cosas» no se menciona un solo criado o empleado de la pensión, y nadie se preocupa por su inexistencia. De pronto, con un rápido viraje, algo empieza a complicarse en el relato (el detective, recordémoslo, todavía está en camino y el cuerpo tieso de G. Abeson yace sobre la alfombra). Poco a poco va deduciéndose que los huéspedes están de diversa manera relacionados entre sí. La anciana de la N° 3 resulta la madre del violinista de la N° 11. El novelista que ocupa el dormitorio del frente es en realidad el marido de la joven del tercer piso, al fondo. El estudiante pisciforme es nada menos que el hermano de esta señora. El solemne personaje con cara de luna llena que se muestra tan cortés con todos es mayordomo del coronel, padre a su vez del violinista. El proceso de interfusión continúa con el compromiso del estudiante pisciforme con la gorda mujercilla de la N° 5, hija de un matrimonio anterior de la anciana. Y cuando el campeón de tenis aficionado de la N° 6 se revela como hermano del violinista, y el novelista como tío de ambos, y la dama de la N° 3 como la mujer del viejo coronel, es como si los números en las puertas desaparecieran y el tema de la pensión se reemplaza tranquilamente, sin esfuerzo, por el tema de una casa de campo, con todas sus implicaciones naturales. Y aquí el cuento adquiere una belleza extraña. La idea del tiempo, que bordeaba lo ridículo (el detective se pierde..., encallado en algún lugar en medio de la noche), se reabsorbe y desaparece. Ahora la vida de los personajes brilla con significación humana y real, y la puerta sellada de G. Abeson no es sino la de un desván olvidado. Una nueva trama, un nuevo drama profundamente desvinculado con el principio de la historia, que ha sido rechazado a la región de los sueños, parece luchar por adquirir vida y conocer la luz. Pero en el momento mismo en que el lector se siente a salvo en una atmósfera de realidad placentera y la gracia y la gloria de la prosa del autor parecen indicar alguna intención especialísima, se oye un grotesco golpe en la puerta y aparece el detective. Nos hundimos nuevamente en el pantano de la parodia. El detective, un hombre astuto, pronuncia mal las erres: detalle que procura mostrarlo como un tipo del común, ya que no se trata de un remedo del auge de Sherlock Holmes, sino de la moderna reacción contra él. Los inquilinos son examinados por segunda vez. Se elaboran nuevas hipótesis. El suave y anciano Nosebag va y viene, con aire ausente e inocuo. Explica que había pasado por allí en busca de un cuarto desocupado. El detective se interesa de pronto por las cajas de rapé. «¿Dónde está Hart?», pregunta. Súbitamente entra un policía de cara llameante: el cadáver ha desaparecido, informa. El detective: «¿Qué quiegue usted decig pog desapaguecido?» «Desaparecido, señor: el cuarto está vacío.» Un momento de ridículo suspenso. «Yo creo —dice tranquilamente Nosebag— que puedo explicarlo todo.» Lenta, cuidadosamente, se quita la barba, la peluca gris, las gafas negras, y aparece la cara de G. Abeson. «¿Comprenden ustedes? —dice con una sonrisa de excusa—. A nadie le gusta que lo asesinen.»