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La besó en el ángulo de la boca y después se sonó la nariz con un débil soplido acuoso. "Los hombres no lloran", dijo Anne. "Pero yo no soy un hombre", lloriqueó él. "Esta luna es infantil y esta calle mojada es infantil y el amor es un niño que chupa miel"... "Basta, por favor", dijo ella. "Sabes que no puedo soportar que hables así. Es tan tonto, tan..., tan Willy", suspiró. El volvió a besarla y ambos permanecieron como suaves estatuas oscuras, de cabezas borrosas. Pasó un policía guiando la noche con una correa y después se detuvo para dejarla olfatear un buzón. "Me siento tan feliz como tú", dijo ella, "pero no quiero llorar ni decir tonterías." "Pero ¿no comprendes", susurró él, "que lo mejor de la felicidad no es sino el bufón de su propia caducidad?" "Buenas noches", dijo Anne. "Mañana a las ocho", gritó él, mientras Anne se escabullía. William acarició suavemente la puerta y al fin se alejó por la calle. Es tierna, es bella, la quiero, musitó, y todo es inútil, porque estamos muriéndonos. No soy capaz de sobrellevar esa mirada retrospectiva en el tiempo. El último beso ha muerto ya y La dama de blanco(una película que habían visto aquella noche) está muerta y sepultada, y el policía que acaba de pasar también está muerto, y hasta la puerta ha dejado de ser. Y este último pensamiento es ya cosa muerta. Coates (el doctor) tiene razón cuando dice que mi corazón es demasiado pequeño para mi tamaño. Siguió caminando, sin dejar de hablar consigo mismo. Su sombra proyectaba a veces una larga nariz o bien se inclinaba en una reverencia al pasar William frente a una luz. Cuando llegó a su triste albergue tardó mucho tiempo en subir la oscura escalera. Antes de acostarse llamó a la puerta del prestidigitador y encontró al viejo en paños menores, revisando un par de pantalones negros. "¿Y bien?", preguntó William. "No les ha gustado mi voz", respondió, "pero espero que a pesar de eso no perderé la oportunidad." William se sentó en la cama y dijo: "Deberías teñirte el pelo." "Soy más calvo que canoso", dijo el prestidigitador. "A veces me pregunto", dijo William, "dónde están las cosas que perdemos..., porque tienen que ir a parar a alguna parte, ¿no es cierto? El pelo, las uñas..." "¿Has vuelto a beber?", preguntó el prestidigitador sin mucha curiosidad. Dobló los pantalones con cuidado y pidió a William que se pusiera de pie: tenía que depositar los pantalones bajo el colchón. William se sentó en una silla y el prestidigitador siguió consagrado a sus menesteres. Se le erizaban los pelos en las pantorrillas, tenía los labios apretados, movía delicadamente las manos suaves. "Soy feliz", dijo William. "No lo pareces", dijo el solemne viejo. "¿Puedo comprarte un conejo?", preguntó William. "Lo alquilaré cuando sea necesario", respondió el prestidigitador arrastrando el "necesario" como si hubiera sido una cinta infinita. "Una profesión ridícula", dijo William, "un carterista enloquecido, una cuestión de práctica. Los céntimos en la gorra del mendigo y la omeletteen tu sombrero de copa. Igualmente absurdo." "Estamos habituados a los insultos", dijo el prestidigitador. Apagó tranquilamente la luz y William buscó a tientas la salida. En su cuarto, los libros sobre la cama parecían no querer moverse. Mientras se desvestía, imaginó la felicidad prohibida de un lavadero al soclass="underline" agua azul y manos escarlata. ¿Le pediría a Anne que lavara su camisa? ¿Había vuelto a disgustarla? ¿Pensaría ella de veras que algún día se casarían? Las pálidas, minúsculas pecas en la piel brillante bajo sus ojos inocentes. Los dientes delanteros, muy regulares, ligeramente prominentes. Su cuello suave, tibio. Sintió de nuevo la presión de las lágrimas. ¿Pasaría con ella lo mismo que con May, Judy, Juliette, Augusta y todos sus otros amores encendidos? Oyó que en el cuarto vecino la bailarina cerraba la puerta, se lavaba, se aclaraba concienzudamente la garganta. Algo cayó tintineando. El prestidigitador empezó a roncar.»

11

Me acerco rápidamente al punto culminante de la vida sentimental de Sebastian y al examinar lo ya hecho a la pálida luz de la tarea que aún tengo por delante me siento muy desazonado. ¿He dado hasta ahora una idea de la vida de Sebastian tan exacta como esperaba, como aún espero, hacer con relación al período final? La oscura lucha con un idioma extranjero y la falta total de experiencia literaria no favorecen la fe en uno mismo. Pero por mal que haya desempeñado mi labor en los capítulos precedentes, estoy resuelto a perseverar y en esto me alienta el secreto conocimiento de que de algún modo la sombra de Sebastian trata de ayudarme.

Además he recibido una ayuda menos abstracta. P. G. Sheldon, el poeta, que vio con mucha frecuencia a Clare y a Sebastian entre 1927 y 1930, tuvo la amabilidad de referirme cuanto sabía, cuando lo visité poco después de mi frustrado encuentro con Clare. Y fue él quien, un par de meses más tarde (cuando yo había iniciado ya este libro), me informó sobre el destino de la pobre Clare. Parecía una mujer tan normal y saludable... ¿Cómo es posible que se desangrara hasta morir junto a una cuna vacía? Sheldon me contó la alegría de Clare cuando Éxitoresultó fiel a su título. Porque esta vez fue todo un éxito. Es imposible explicar por qué un libro excelente cayó en la indiferencia y por qué otro libro, tan excelente como aquél, recibió lo que se merecía. Como en el caso de su primera novela, Sebastian no movió un dedo ni hizo la menor gestión para que Éxitogozara de una publicidad detonante o fuera cálidamente recibido. Cuando una agencia empezó a acosarlo con recortes encomiásticos de los diarios, Sebastian se negó a abonarse al servicio de recortes y a dar las gracias a los autores de las notas. Expresar agradecimiento a alguien que al decir lo que piensa de un libro no hace más que cumplir con su deber, parecía a Sebastian impropio y hasta insultante, como si ello implicara cierta simpatía humana en la gélida serenidad del juicio desapasionado. Además, una vez lanzado al agradecimiento se habría visto obligado a seguir agradeciendo y agradeciendo cada juicio amable, so pena de ofender a alguien con un súbito silencio: y por fin, esa exagerada cordialidad habría ocasionado que, a pesar de la renombrada honestidad de tal o cual crítico, el autor agradecido nunca estuviera totalmente seguro de que su simpatía personal no hubiese influido aquí o allá.

En nuestros días la fama se confunde con demasiada frecuencia con la aureola perdurable que rodea un buen libro. Pero sea como fuere, Clare era feliz con eso. Quería ver a las personas que deseaban conocer a Sebastian, quien, por su parte, alardeaba de no querer verlas. Quería oír hablar a los extraños sobre Éxito,pero Sebastian decía que ese libro ya no le interesaba. Quería que Sebastian se asociara a un club literario y se relacionara con otros autores. Y una o dos veces Sebastian se puso una camisa almidonada y se la quitó sin haber pronunciado palabra en el almuerzo dado en su honor. No se sentía demasiado bien. Dormía mal. Tenía terribles estallidos de ira..., cosa nueva para Clare. Una tarde, mientras trabajaba en La montaña cómicay procuraba seguir por un sendero resbaladizo, entre los negros meandros de la neuralgia, Clare entró en el estudio y preguntó con su voz más suave si deseaba recibir a un visitante.

—No —respondió Sebastian, mostrando los dientes mientras escribía una última palabra.

—Pero tú lo has citado para las cinco y...

—¡Ya lo has conseguido! —exclamó Sebastian. Arrojó su estilográfica contra la espantada pared blanca.

—¡No puedes dejarme trabajar en paz! —gritó en tal crescendo que P. G. Sheldon, que había estado jugando al ajedrez con Clare en el cuarto vecino, se puso de pie y fue a cerrar la puerta que daba al vestíbulo, donde esperaba un hombrecillo de aire manso.