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De cuando en cuando lo asaltaban imperiosos deseos de bromear. Una noche, con Clare y un par de amigos, inventó una broma estupenda que gastaría a alguien con quien debían encontrarse después de cenar. Es curioso, pero Sheldon no recordaba exactamente en qué consistía la broma. Sebastian reía y giraba sobre sus talones, batiendo palmas, como siempre que estaba realmente divertido. Ya estaban todos a punto de partir, y Clare había llamado un taxi, y sus zapatos plateados centelleaban, y había encontrado su bolso, cuando de pronto Sebastian pareció perder todo interés en el asunto. Parecía harto, bostezaba casi sin abrir la boca, de un modo que producía a los demás no poca desazón. Al fin anunció que sacaría a pasear al perro y después se metería en la cama. En aquella época tenía un pequeño bulldog negro que después enfermó y hubo de ser sacrificado.

La montaña cómicavio la luz, y después Albinos de negro, ydespués su tercer y último relato, La otra faz de la luna.Recordarán ustedes ese delicioso personaje que aparece en él, el hombrecillo de aire manso que espera un tren que lleva a tres míseros viajeros en tres direcciones diferentes. Ese Mr. Siller es, acaso, la más viviente de las criaturas de Sebastian y el representante más cabal del «tema de la indagación» que he esbozado con respecto a Caleidoscopioy Éxito.Es como si una idea que hubiese ido desarrollándose a través de dos libros adquiriera de pronto existencia física real en Mr. Siller, que se presenta con todos los pormenores de sus hábitos y sus maneras, palpable, único: las cejas hirsutas, el bigote modesto, el cuello blando y la nuez de Adán «moviéndose como la figura encorvada de alguien que está escuchando a hurtadillas», los ojos pardos, las venillas rojas en la gran nariz, «cuya forma hacía preguntarse dónde habría perdido la jiba», la corbatilla negra y el viejo paraguas («un pato de luto riguroso»), la negra vegetación de la nariz, la hermosa sorpresa del esplendor perfecto cuando se quita el sombrero. Pero Sebastian empeoraba a medida que su trabajo mejoraba. Los intervalos le eran especialmente penosos. Sheldon cree que el mundo del último libro, que habría de escribir varios años después (El extraño asfódelo),ya arrojaba su sombra sobre cuanto rodeaba a Sebastian y que sus novelas y relatos no eran sino máscaras brillantes, hábiles tentadores bajo el pretexto de la aventura artística que debían conducirlo a una meta inminente. Sin duda quería a Clare como la había querido siempre, pero la aguda sensación de mortalidad que había empezado a obsesionarlo hizo que sus relaciones con ella parecieran más frágiles de lo que en realidad eran. En cuanto a Clare, casi inadvertidamente en su inocencia, se había aislado en un rincón agradable y soleado de la vida de Sebastian en que el propio Sebastian no se había detenido nunca. Ahora se sentía rezagada y no sabía si apresurar el paso hasta alcanzarlo o llamarlo para que retrocediera. Se mantenía alegremente atareada, cuidando de los intereses literarios de Sebastian y ordenando su vida en general, y aunque sin duda comprendía que algo no andaba bien, que era peligroso perder contacto con la existencia imaginativa de Sebastian, quizá se consolara pensando que aquélla era una inquietud pasajera y que «todo se arreglaría poco a poco». Desde luego, no puedo llegar al fondo íntimo de esa relación, ante todo porque sería ridículo discutir lo que nadie puede afirmar resueltamente, y después porque el sonido mismo de la palabra «sexo», con su sibilante vulgaridad y el maullido de la equis, me parece tan vacuo que no puedo sino preguntarme si hay en verdad una idea real tras la palabra. Dar al «sexo» una posición importante cuando nos referimos a un problema humano o, peor aún, permitir que la «idea sexual», si existe semejante cosa, se extienda y «explique» todo lo demás es un grave error de razonamiento. «La ruptura de una ola no puede explicar el mar entero, desde su luna a su serpiente; pero un estanque, en un hoyo abierto en la roca, y el camino de centelleo diamantino hacia Catai son, ambos, agua » (La otra faz de la luna).

«El amor físico no es sino otro modo de decir la misma cosa y no una nota especial de saxofón que, una vez oída, tiene eco en todas las demás regiones del alma » (El bien perdido,página 82). «Todo pertenece al mismo orden de cosas, pues tal es la unicidad de la percepción humana, la unicidad de la individualidad, la unicidad de la materia, sea lo que fuere la materia. El único número verdadero es el uno: los demás son mera repetición » (ibid.,pág. 83). Aun de haber sabido yo por alguna fuente digna de crédito que Clare no se ajustaba a los requisitos amatorios de Sebastian, no se me habría ocurrido escoger esa insatisfacción como motivo para su nerviosismo y excitación generales. Pero así como todo lo dejaba insatisfecho, el tono de sus amores también pudo decepcionarlo. Advierto que uso la palabra insatisfacción muy genéricamente, pues el estado de ánimo de Sebastian en ese período era algo mucho más complicado que un simple Weltschmerz. Sólo podemos reconstruirlo a través de su último libro, El extraño asfódelo.Ese libro era por entonces sólo una bruma distante. Al fin se volvió el perfil de una costa. En 1929 un famoso cardiólogo, el doctor Oates, aconsejó a Sebastian que pasara un mes en Blauberg, Alsacia, donde cierto tratamiento había resultado eficaz en muchos casos similares. El viaje quedó tácitamente concertado. Antes de marcharse, Miss Pratt, Sheldon, Clare y Sebastian tomaron el té juntos. Sebastian se mostró alegre y locuaz y bromeó con Clare, que había olvidado su pañuelo arrugado entre las cosas que le había metido en la maleta. Después echó una mirada al reloj de pulsera de Sheldon (objeto que él no usaba) y empezó a moverse nerviosamente, aunque faltaba casi una hora para la partida. Clare no sugirió que podía acompañarlo al tren: sabía que eso le disgustaría. Sebastian la besó en la sien y Sheldon lo ayudó a llevar su equipaje (¿he dicho ya que, aparte una mujer que iba a limpiar periódicamente la casa y el mozo de un restaurante vecino que le llevaba las comidas, Sebastian no tenía criados?). Cuando se marchó, los tres permanecieron unos minutos sentados, en silencio.

De pronto Clare depositó sobre la mesa la tetera y dijo: —Es como si ese pañuelo hubiese querido marcharse con él... Debí tomarlo como un aviso... —No sea tonta —dijo Sheldon.

—¿Por qué no? —preguntó Clare.

—Si quieres decir que procurarás tomar el mismo tren... —empezó Miss Pratt.

—¿Por qué no? —repitió Clare—. Tengo cuarenta minutos. Correré a mi casa, tomaré un par de cosas, cogeré un taxi...

Y lo hizo. Lo que ocurrió en la estación Victoria no se sabe, pero una hora después Clare telefoneó a Sheldon, que se había marchado a su casa, y con una risilla más bien patética le dijo que Sebastian no le había permitido siquiera quedarse en la estación hasta la partida del tren. La veo muy claramente llegar a ese lugar, con su maleta, los labios a punto de abrirse en una sonrisa alegre, sus ojos miopes escudriñando a través de las ventanillas del tren, buscándolo, encontrándolo. O acaso fue él quien la vio primero... «Hola, aquí estoy», debió de decir ella jubilosa, quizá con demasiado júbilo...

Sebastian le escribió, pocos días después, para decirle que el lugar era muy agradable y que se encontraba muy bien. Después hubo un silencio y sólo cuando Clare envió un ansioso telegrama llegó una postal con la información de que acortaría su descanso en Blauberg y pasaría una semana en París antes de regresar.

Hacia finales de aquella semana Sebastian fue a visitarme. Almorzamos juntos en un restaurante ruso. No lo había visto desde 1924 y corría el año 1929. Parecía enfermo, consumido; salía de la peluquería pero su palidez destacaba la sombra de la barba. En la nuca tenía un forúnculo cubierto de pomada rosa.