Выбрать главу

Después de hacerme varias preguntas sobre mí mismo, nos costó seguir la conversación. Le pregunté por la agradable muchacha con quien lo había visto la última vez.

—¿Qué muchacha? —preguntó—. Ah, Clare... Sí, está bien. Estamos algo así como casados.

—Pareces desmejorado...

—Lo cual me trae absolutamente sin cuidado. ¿Tomarás pelmenies?

—Es curioso que todavía recuerdes qué sabor tienen.

—¿Y por qué no había de recordarlo? —dijo secamente. Comimos en silencio unos minutos. Después tomamos café.

—¿Cómo has dicho que se llamaba el lugar? ¿Blauberg?

—Sí, Blauberg.

—¿Es agradable?

—Depende de lo que llames agradable. —Los músculos de las mejillas se le pusieron tensos, como si contuviera un bostezo—. Perdona —dijo—. Espero dormir en el tren.

Echó una mirada a mi muñeca.

—Las ocho y media —dije.

—Tengo que telefonear —murmuró, y se deslizó a través del restaurante con la servilleta en la mano.

Cinco minutos después regresaba con la servilleta medio metida en el bolsillo de la chaqueta. Se la saqué.

—Mira —dijo—, lo siento mucho, pero tengo que irme. He olvidado que tenía una cita.

«Siempre me ha angustiado —escribe Sebastian Knight en El bien perdido—que en los restaurantes la gente no advierte nunca los misterios animados que les llevan la comida y les retiran los abrigos y les abren las puertas. Una vez recordé a un hombre de negocios con quien había almorzado pocas semanas antes, que la mujer que nos había alcanzado los sombreros tenía algodones en las orejas. El hombre pareció sorprendido y dijo que no había visto a ninguna mujer... Una persona que no ve el labio leporino de un conductor de taxi porque tiene prisa por llegar a alguna parte es para mí un monomaniaco. Muchas veces me he sentido como sentado entre ciegos y locos, al pensar que era el único en la multitud que se daba cuenta de que la chocolatera era ligeramente coja.»

Al salir del restaurante, mientras nos dirigíamos hacia la fila de taxis, un viejo de ojos legañosos se humedeció el pulgar y ofreció a Sebastian o a mí o a ambos, uno de los anuncios impresos que distribuía. Ninguno de los dos lo tomó; seguimos mirando adelante: tétricos soñadores ignorantes de la oferta.

—Bueno, adiós —dije a Sebastian, que llamaba un automóvil.

—Ven a visitarme algún día a Londres —dijo él, mirando por encima de su hombro—. Un momento —agregó—. No está bien... He ignorado a un mendigo...

Me dejó y luego volvió con una hoja de papel en la mano. La leyó cuidadosamente antes de tirarla.

—¿Quieres que te acerque? —preguntó.

Sentí que estaba ansioso por librarse de mí.

—No, gracias —dije. No retuve la dirección que dio al chófer, pero recuerdo que le pidió que marchara con rapidez.

Cuando volvió a Londres... No, el hilo de la narración se rompe y debo acudir a otros para que lo reanuden.

¿Advirtió Clare que algo había ocurrido? ¿Sospechó qué era ese algo? ¿Debemos conjeturar qué preguntó a Sebastian y qué respondió él y qué dijo ella entonces? Creo que no debemos hacerlo... Sheldon los vio poco después del regreso de Sebastian y encontró extraño a Sebastian. Pero ya antes lo había encontrado extraño...

—Al fin empezó a preocuparme —dijo Sheldon. Se entrevistó a solas con Clare y le preguntó si ella pensaba que Sebastian estaba bien.

—¿Sebastian? —dijo Clare con una sonrisa lenta y terrible—. Sebastian está loco. Completamente loco —repitió, abriendo desmesuradamente sus ojos pálidos—. Ha dejado de hablarme —agregó con voz muy tenue.

Entonces Sheldon fue a ver a Sebastian y le preguntó qué le pasaba.

—¡Qué te importa! —dijo Sebastian con una especie de perversa frialdad.

—Quiero a Clare —dijo Sheldon—, y quiero saber por qué anda como un alma en pena.

(Clare iba todos los días a casa de Sebastian y se sentaba en rincones donde nunca se había sentado. A veces le llevaba dulces o una corbata. Los dulces permanecían intactos y la corbata colgaba sin vida del respaldo de una silla. Parecía pasar a través de Sebastian como una sombra. Después se desvanecía tan silenciosamente como había llegado.)

—Bueno, suéltalo ya —le apremió Sheldon—. ¿Qué le has hecho?

12

Lo cierto es que Sheldon no le arrancó nada. Todo cuanto supo provino de la propia Clare, y fue muy poco. Desde su regreso a Londres Sebastian recibía cartas en ruso de una mujer que había conocido en Blauberg. Habían vivido en el mismo hotel. Y eso era todo.

Seis semanas después (en septiembre de 1929), Sebastian salió otra vez de Inglaterra y estuvo ausente hasta enero del año siguiente. Nadie supo dónde había estado. Sheldon sugiere que debió de estar en Italia, «que es donde suelen ir los amantes». Pero nada autoriza esa suposición.

Ignoramos si hubo alguna explicación entre Sebastian y Clare o si él le dejó una carta al partir. Clare se marchó apaciblemente, como había llegado. Se mudó de casa: vivía demasiado cerca de Sebastian. Cierta triste tarde de noviembre, Miss Pratt la encontró en medio de la niebla, mientras regresaba de una compañía de seguros, donde había encontrado trabajo. A partir de entonces, ambas muchachas se vieron a menudo, pero el nombre de Sebastian se pronunció muy pocas veces en sus conversaciones. Cinco años después, Clare se casó.

El bien perdido,que Sebastian había empezado por entonces, aparece como una especie de alto en su viaje literario de descubrimiento: es un resumen, un recuerdo de las cosas y almas perdidas en la travesía, una actualización de las posiciones, el ruido de los cascos de los caballos que pastan en la oscuridad, los fuegos de un campamento, estrellas en lo alto. Hay en el libro un breve capítulo que se refiere a la caída de un avión (mueren el piloto y todos los pasajeros, menos uno). El superviviente, un anciano inglés, es descubierto por un granjero a cierta distancia del accidente. Está sentado en una piedra, acurrucado, la imagen misma del dolor y la desgracia. «¿Está muy herido?», pregunta el granjero. «No —responde el inglés—; dolor de muelas. Lo he tenido durante todo el viaje.» En un campo se encuentran media docena de cartas: restos del correo aéreo. Dos de ellas son cartas de negocios, muy importantes; la tercera está dirigida a una mujer, pero empieza: «Estimado Mr. Mortimer: En respuesta a su atenta del 6 del corriente...»; la cuarta es un saludo de cumpleaños; la quinta es la carta de un espía, con su terrible secreto escondido en un montón de vana cháchara; la última es un sobre dirigido a una compañía mercantil y lleva dentro una carta equivocada, una carta de amor: «Esto te dolerá, pobre amor mío. Nuestro paseo ha terminado; el oscuro camino está lleno de baches y en el coche el niño más pequeño está a punto de caer enfermo. Un tonto del montón te diría: sé valiente. Pero cuanto pueda decirte yo para consolarte o sostenerte no puede ser sino un flan..., ya sabes qué quiero decir. Siempre has sabido qué quiero decir yo. La vida contigo ha sido tan encantadora... y cuando digo encantadora, quiero decir palomas y lirios, y terciopelo, y esa suave "r" rosada en el medio, y el modo con que tu lengua se ahuecaba para pronunciar la larga, lenta "1". Nuestra vida en común estaba hecha de aliteraciones, y cuando pienso en todas las cosas menudas que morirán, ahora que no podemos compartirlas, siento como si también nosotros estuviéramos muertos. Y quizá lo estemos. Cuanto mayor era nuestra felicidad, tanto más brumosos eran sus bordes, como si su silueta se diluyera. Ahora se ha diluido por completo. No he dejado de quererte; pero algo ha muerto en mí, y no puedo verte en la bruma... Esto es pura poesía. Estoy mintiéndote. Cándidamente. No hay nada más cobarde que un poeta que se anda por las ramas. Supongo que habrás adivinado la verdad: la maldita fórmula de "otra mujer". Soy muy desgraciado con ella... y esto es verdad. Y creo que no hay más que decir desde este punto de vista. Siento que hay algo esencialmente equivocado en el amor. Los amigos pueden enfadarse o apartarse, y esto ocurre en las amistades más firmes, pero no con este dolor, este pathos, esta fatalidad que es propia del amor. La amistad nunca tiene este aire de condena. ¿Por qué?, ¿qué pasa? No he dejado de quererte, pero como no puedo seguir besando tu amado rostro en sombras debemos separarnos, debemos separarnos. ¿Por qué ha de ser así? ¿Qué es esta misteriosa exclusividad? Podemos tener centenares de amigos, pero sólo un amante. Los harenes nada tienen que ver con el amor: hablo de la danza, no de la gimnasia. ¿O es imaginable un turco que ama a cada una de sus cuatrocientas mujeres como yo te amo a ti? Porque si digo "dos" habré empezado a contar y ya no habrá fin para la cuenta. No hay sino un número: uno. Y el amor parece el mejor exponente de tal singularidad. Adiós, pobre amor mío. Nunca te olvidaré ni te reemplazaré. Sería absurdo por mi parte intentar convencerte de que tú eras el amor más puro y de que esta otra pasión no es sino una comedia de la carne. Todo es carne y todo es pureza. Pero algo es indudable: he sido feliz contigo y ahora soy desgraciado con otra. Así ha de seguir la vida... Bromearé con mis compañeros en la oficina y disfrutaré de mis comidas (hasta que tenga dispepsia), y leeré novelas, y escribiré versos, vigilaré las acciones y en general me portaré como me he portado siempre. Pero esto no significa que seré feliz sin ti... Cada objeto que me recuerde tu presencia —la mirada de desaprobación a la habitación donde has esponjado los almohadones y hablado al atizador, todas las cosas pequeñas que hemos descubierto juntos— me parecerá siempre la mitad de un caparazón, la mitad de una novela; y eres tú quien tiene la otra mitad. Adiós. Vete, vete. No escribas. Cásate con Charlie o con un buen hombre con una pipa entre los dientes. Olvídame ahora, pero recuérdame después, cuando haya pasado la parte amarga. Esta mancha no se debe a una lágrima. Se me ha roto la estilográfica y uso una pluma inmunda en esta inmunda habitación de hotel. Hace un calor terrible y no he sido capaz de pescar el negocio que, se suponía, "habría de llegar a un término feliz", como dice el asno de Mortimer. Creo que te habrán llegado un par de libros míos. Pero eso tiene poca importancia. Por favor, no escribas. L.»