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Cuando se le pedía que se uniera a tal o cual movimiento, que tomara parte en alguna asamblea momentánea o simplemente que pusiera su firma, entre nombres más famosos, al pie de algún manifiesto de verdad imperecedera o que denunciara una gran iniquidad... se negaba de lleno a pesar de todos mis consejos y hasta ruegos... En verdad, en su último (y más oscuro) libro, contempla el mundo, pero el ángulo que elige y los aspectos que advierte son completamente diferentes de lo que un lector serio esperaría de un autor serio... Es como si a un investigador consciente de la vida y de los sistemas de una gran empresa se le mostrara, con elaborados circunloquios, una abeja muerta en el alféizar de una ventana... Cuando le llamaba la atención acerca de tal o cual libro que me había fascinado porque era de interés vital o general, respondía puerilmente que era un engañabobos o hacía cualquier otra observación inoportuna... Confundía soledad con altitud y el sol con el latín. No comprendía que era tan sólo un rincón oscuro. Sin embargo, como era hipersensible (recuerdo cómo se estremecía cuando me estiraba los dedos para que crujieran las articulaciones, mala costumbre que tengo cuando medito) no podía sino sentir que algo andaba mal..., que se apartaba cada vez más de la vida... y que el interruptor no funcionaba en su solario. El sufrimiento que había empezado como la reacción de un joven honrado contra el mundo violento en que su juventud temperamental había sido arrojada, y que después siguió exhibiéndose como una máscara elegante en los días de éxito, adquirió una realidad nueva y horrible. La banda que ornaba su pecho no decía ya: "Soy el artista solitario." Manos invisibles la habían reemplazado por otra que decía: "Estoy ciego."»

Sería un insulto para la agudeza del lector comentar la amenidad de Goodman. Si Sebastian estaba ciego, su secretario, en todo caso, no hace figura muy brillante en su papel de lazarillo. Roy Carswell, que pintó en 1933 el retrato de Sebastian, me dijo que se reía a carcajadas al oír contar a Sebastián sus relaciones con Goodman. Es posible que no hubiera tenido nunca bastante energía para librarse de ese pomposo personaje de no haberse mostrado éste demasiado emprendedor. En 1934, Sebastian escribió a Roy Carswell desde Cannes comentándole que había descubierto por casualidad (muy pocas veces releía sus propios libros) que Goodman había cambiado un epíteto en la edición Swan de La montaña cómica.«Lo he despedido», agregó. Goodman se abstiene modestamente de mencionar el detalle. Después de agotar su acopio de impresiones, y concluyendo que la causa real de la muerte de Sebastian fue la conciencia final de haber sido «un fracaso humano y, por ende, también artístico», explica alegremente que su trabajo como secretario terminó porque se dedicó a otra clase de negocios. No volveré a referirme al libro de Goodman. Descartémoslo.

Pero cuando miro el retrato que pintó Roy Carswell me parece ver un guiño imperceptible en los ojos de Sebastian, a pesar de toda la tristeza de su expresión. El pintor ha reproducido maravillosamente el oscuro gris verdoso y húmedo de sus pupilas, con un halo aún más oscuro y una insinuación de polvo dorado como una constelación en torno al iris. Los párpados son pesados y quizá un poco inflamados, y una o dos venas parecen haber estallado en el esplendor del blanco. Esos ojos, el rostro mismo, están pintados de tal modo que parecen reflejarse como Narciso en el agua clara: hay en la mejilla hundida un leve ondular debido a la presencia de una araña de agua que se ha posado sobre la frente reflejada, arrugada como la de quien mira intensamente. Sobre ella, el pelo rizado parece esfumado por otro ondular, pero un mechón sobre la sien refleja un húmedo destello de sol. Hay una honda arruga entre las cejas rectas, y otra desde la nariz hasta los labios herméticamente cerrados. No hay mucho más en esa cabeza. Una oscura sombra opalescente nubla el cuello, como si la parte superior del cuerpo se retirara. El fondo es de un azul misterioso, con una delicada trama de ramas en un ángulo. Sebastian se mira, pues, en un estanque.

—Quería insinuar a una mujer, tras él o sobre él, quizá la sombra de una mano..., algo... Pero temí narrar en vez de pintar.

—Bueno, nadie parece saber nada sobre la mujer. Ni siquiera Sheldon.

—Fue la ruina de su vida, y eso la resume, ¿no es así?

—No, yo quiero saber más. Quiero saberlo todo. De lo contrario, será para mí tan incompleto como su retrato. Oh, es muy bueno, el parecido es excelente, me encanta esa araña que flota. Sobre todo la sombra de sus patas en el fondo. Pero la cara es sólo un reflejo fortuito. Cualquier hombre puede reflejarse en el agua.

—Pero ¿no cree que él lo hizo particularmente bien?

—Sí, sé a que se refiere. Pero a pesar de todo tengo que encontrar a esa mujer. Es el eslabón que falta en su evolución, y tengo que conseguirlo... Es una necesidad científica.

—Le apuesto este retrato a que no la encontrará —dijo Roy Carswell.

13

Lo primero era averiguar su identidad. ¿Cómo empezaría mi indagación? ¿Qué datos poseía? En junio de 1929, Sebastian había vivido en el Hotel Beaumont, en Blauberg, y allí la había conocido. Era rusa. No tenía otra pista.

Comparto la aversión de Sebastian por los fenómenos postales. Me parece más fácil viajar mil kilómetros que escribir la carta más breve, encontrar un sobre, la dirección exacta, comprar el sello, enviar la carta y romperme la cabeza pensando si la he firmado. Además, en el delicado asunto que estaba a punto de emprender, la correspondencia estaba fuera de cuestión. En marzo de 1936, después de pasar un mes en Inglaterra, consulté una oficina de turismo y partí hacia Blauberg.

Por aquí pasó Sebastian, reflexionaba mientras miraba los campos húmedos, con largas colas de niebla blanca donde flotaban enhiestos álamos. Una aldea de tejados rojos se acurrucaba al pie de una suave montaña gris. Dejé mi equipaje en la mísera estación donde un ganado invisible mugía tristemente en algún vagón y me dirigí por una suave pendiente hacia un grupo de hoteles y sanatorios, más allá de un parque oloroso y húmedo. Había pocas personas, no era «temporada alta», y súbitamente me dije con angustia que quizá encontraría cerrado el hotel.

Pero no fue así: la suerte me acompañaba.

La casa parecía muy agradable, con su jardín bien cuidado y los castaños llenos de brotes. Parecía no dar cabida a más de cincuenta personas, y eso me alivió: mi investigación sería reducida. El gerente del hotel era un hombre de pelo gris y barba ornamental y aterciopelados ojos negros. Me conduje con suma cautela.

Empecé por decir que mi difunto hermano, Sebastian Knight, un celebrado escritor inglés, gustaba mucho de ese lugar y que yo pensaba pasar el verano en el hotel. Acaso debí tomar una habitación, meterme en ella, congraciarme con el gerente, por así decirlo, y posponer mi indagación hasta un momento más favorable. Pero pensé que debía acabar con el asunto de inmediato. Dijo que sí, que recordaba al inglés que había vivido allí en 1929 y se bañaba todas las mañanas.

—No era muy inclinado a hacer amigos, ¿verdad? —pregunté como por casualidad—. ¿Estaba siempre solo?

—Oh, creo que estaba aquí con su padre— dijo vagamente el hotelero.

Durante algún tiempo luchamos por distinguir entre los cuatro o cinco ingleses que habían pasado por el Hotel Beaumont en los últimos diez años. Comprendí que apenas recordaba a Sebastian.