Выбрать главу

Asintió como si hubiera entendido. Después, inclinándose otra vez hacia mí, me tocó en la rodilla y dijo:

—Ahora vendo cuero..., pelotas de cuero, sabe..., para fútbol. Y bozales para perros y cinturones como éste.

Volvió a palmearme ligeramente la rodilla.

—Pero antes..., el año pasado, los cuatro años pasados, estaba en la policía... No, no; no del todo... con traje de civil... ¿Comprende?

Lo miré con súbito interés.

—Espere... Me da usted una idea —dije.

—Sí —dijo—. Si quiere una ayuda..., buen cuero, cigarette-étui,guantes de boxeo...

—Nada de eso —dije.

Cogió el sombrero que tenía junto a sí, en el asiento, se lo puso cuidadosamente (la nuez de Adán subía y bajaba) y después, con una brillante sonrisa, se lo quitó para saludarme.

—Me llamo Silbermann —dijo, tendiéndome la mano.

Nos dimos un apretón de manos y me presenté.

—Pero ese nombre no es inglés —exclamó, dándose una palmada en la rodilla—. ¡Es ruso! Gavrit parussky?También sé otras palabras... Espere... Ah, sí. Cookolkah...,la muñequita.

Calló un instante. Ya maduraba la idea que me había dado. ¿Consultaría a un detective privado? ¿Me resultaría útil aquel hombrecillo?

— ¡Rebah!-exclamó—. Otra... Pez, ¿no? Y... Sí. Braht, millee braht...,querido hermano.

—Estaba pensando —dije— que quizá, si le cuento el mal momento por el que paso...

—Pero eso es todo —dijo con un suspiro—. Hablo (de nuevo contaron sus dedos) lituano, alemán, inglés, francés (y otra vez quedó libre el pulgar). Olvidé el ruso. ¡Es una época!...

—¿Quizá podría usted?... —empecé.

—Lo que usted quiera —dijo—. Cinturones de cuero, bolsos, blocs de notas, sugerencias...

—Sugerencias —dije—. Estoy tratando de encontrar a una persona..., una dama rusa a quien nunca conocí y cuyo nombre ignoro. Todo cuanto sé es que vivió en cierta época en un hotel de Blauberg.

—Ah, buen lugar —dijo Silbermann—. Muy bueno... —Y torció la boca en signo de grave aprobación—. Buena agua, caminatas, casino. ¿Qué desea usted que haga?

—Bueno, ante todo me gustaría saber qué se hace en tales casos.

—Lo mejor es que se olvide usted de ella —dijo Silbermann prontamente.

Después adelantó la cabeza y sus cejas hirsutas se movieron:

—Olvídela. Quítesela de la cabeza. Es peligroso e inútil.

Me quitó algo del pantalón y volvió a apoyarse en su respaldo.

—Eso no es posible —dije—. La cuestión es cómo, no por qué.

—Cada cómo tiene su por qué —dijo Silbermann—. ¿Usted encuentra, ha encontrado su casa, su fotografía, y ahora quiere encontrarla a ella misma? Eso no es amor. ¡Puaf!... ¡Superficie!

—Oh, no... —exclamé—. No es eso. No tengo la menor idea de cómo es. Pero mi querido difunto hermano la amó, y quiero oírla hablar de él. Es muy simple.

—¡Triste! —dijo Silbermann, y sacudió la cabeza.

—Quiero escribir un libro sobre él —continué—, y cada detalle de su vida me interesa.

—¿De qué padecía? —preguntó Silbermann, ásperamente.

—El corazón —dije.

—El corazón..., eso es malo. Demasiadas alarmas, demasiado...

—Demasiados ensayos generales de muerte. Eso es cierto.

—Sí. ¿Cuántos años?

—Treinta y seis. Escribía libros, con el nombre de su madre. Knight. Sebastian Knight.

—Escríbalo aquí —dijo Silbermann, tendiéndome un bloc de notas flamante y lujosísimo, que incluía una deliciosa pluma de plata.

Con un trac trac trac, arrancó la página, se la puso en el bolsillo y me volvió a entregar el bloc.

—Le gusta, ¿no? —dijo con una sonrisa ansiosa—. Permítame que le haga este pequeño presente...

—Bueno... —dije—, me parece demasiada bondad...

—Nada, nada —dijo, agitando la mano—. Dígame ahora qué desea.

—Deseo una lista completa de las personas que vivieron en el hotel Beaumont durante junio de 1929. También deseo algunos detalles sobre esas personas, por lo menos las mujeres. Quiero estar seguro de que un nombre extranjero no oculte a una mujer rusa. Después elegiré el más probable, o los más probables, y después...

—Y tratará de dar con esas personas —dijo Silbermann, saludando—. ¡Bien, muy bien! Tengo aquí a todos los hoteleros (me mostró la palma de la mano). Su dirección, por favor.

Tomó otro libro de notas, esta vez muy gastado, algunas de cuyas páginas colgaban como hojas otoñales. Agregué que no me movería de Estrasburgo esperando su llamada.

—El viernes —dijo—. A las seis en punto.

Después el extraordinario hombrecillo se repantigó en el asiento, cruzó los brazos y cerró los ojos, como si el negocio concertado hubiera agotado la conversación. Una mosca inspeccionó su calvicie, pero no se movió. Durmió hasta Estrasburgo. Allí nos despedimos.

—Oiga —dije mientras nos despedíamos—. Debe decirme cuáles son sus honorarios... Estoy dispuesto a pagarle cuanto me pida... Quizá desee usted algún adelanto...

—Me mandará usted su libro —dijo, levantando un dedo regordete—, Y me compensará por gastos posibles —agregó con un suspiro—. ¡Sin duda!

14

Pude así hacerme con cuarenta y dos nombres, entre los cuales el de Sebastian (S. Knight, 36 Oak Park Gardens, Londres) parecía extrañamente solo y perdido. Me sorprendió (agradablemente) el hecho de que los nombres fueran acompañados por todas las direcciones: Silbermann explicó que en Blauberg las personas mueren con frecuencia. De cuarenta y una personas desconocidas, treinta y siete «no interesaban», apuntaba el hombrecillo. En verdad, tres de ellas (mujeres solteras) tenían nombres rusos, pero dos de ellas eran alemanas y una alsaciana: pasaban muchas temporadas en el hotel. Había una muchacha dudosa, en cierto sentido: Vera Rasine. Silbermann, sin embargo, daba por sentado que era francesa: en realidad era una bailarina, la amante de un banquero de Estrasburgo. Había una pareja de ancianos polacos que pasamos por alto. Todas las demás personas que «no interesaban» eran veinte hombres; de ellos, sólo ocho estaban casados o por lo menos habían llevado a sus mujeres (Emma, Hildegard, Pauline, etc.), las cuales, juraba Silbermann, eran ancianas, respetables y esencialmente no rusas.

Quedaban así cuatro nombres:

Mademoiselle Lidya Bohemsky, con dirección en París. Había pasado nueve días en el hotel a principios de la estancia de Sebastian y el gerente no recordaba nada de ella.

Madame de Rechnoy. Había dejado el hotel rumbo a París en vísperas de la partida de Sebastian hacia la misma ciudad. El gerente recordaba que era una joven elegante y muy generosa con las propinas. El «de» revelaba, lo sabía, cierto tipo de rusa inclinado a aparentar nobleza, aunque en verdad el uso de la particulefrancesa ante un nombre ruso no sólo es absurdo, sino también ilegal. Podía ser una aventurera; podía ser la mujer de un snob.