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Helene Grinstein. El nombre era judío, pero a pesar del «stein» no era judía alemana. La «i» de «grin», en lugar de la «u» natural, revelaba su nacimiento en Rusia. Había llegado una semana antes de la partida de Sebastian y se había quedado tres días más. El gerente decía que era una mujer hermosa. Ya había estado antes en su hotel, y vivía en Berlín.

Helene von Graun. Un nombre alemán. Pero el hotelero estaba seguro de que varias veces, durante su estancia, había cantado canciones en ruso. Tenía una espléndida voz de contralto y era encantadora, según me dijo. Se había quedado un mes, para salir hacia París cinco días antes que Sebastian.

Anoté minuciosamente todos esos detalles y las cuatro direcciones. Cualquiera de ellas podía ser la que necesitaba. Le di las gracias cálidamente a Silbermann, sentado ante mí con su sombrero sobre las rodillas juntas. Suspiró y se miró las puntas de los zapatos negros, adornados de fango gris.

—Lo he hecho —dijo— porque me es usted simpático... Pero... (me miró con una súplica en sus brillantes ojos pardos), por favor, creo que es inútil... No puede usted ver la otra faz de la luna. Por favor, no busque a la mujer. Lo pasado es pasado... No recordará a su hermano.

—Haré que lo recuerde —dije hoscamente.

—Como quiera —murmuró, abotonándose la chaqueta. Se levantó—. Buen viaje —dijo, sin su sonrisa habitual.

—Oh, un momento, Silbermann, tenemos que arreglar algo. ¿Cuánto le debo?

—Sí, es lo correcto —dijo, volviendo a sentarse.

Tomó su pluma, anotó unas cifras, las examinó golpeándose los dientes con la pluma.

—Sí, sesenta y ocho francos.

—Bueno, no es demasiado —dije—. ¿Aceptó usted...?

—Espere —exclamó—. Está mal. Lo había olvidado... ¿Conserva usted el bloc de notas que le di?

—Sí, en efecto, he empezado a usarlo. Pensé...

—Entonces no son sesenta y ocho —dijo, revisando rápidamente la suma—. Son... sólo dieciocho, porque el bloc cuesta cincuenta. Dieciocho francos en total. Gastos de viaje...

—Pero... —empecé, más bien confundido por su aritmética.

—Está bien así —dijo Silbermann.

Encontré una moneda de veinte francos, aunque le hubiera dado con alegría mil veces más, si me lo hubiera permitido.

—Conque le debo ahora... —dijo—. Sí, está bien, dieciocho y dos hacen veinte. —Frunció las cejas—. Sí, veinte.

Puso la moneda sobre mi mesa y se marchó.

Me pregunto cómo le enviaré este libro cuando lo termine: el curioso hombrecillo no me dio su dirección y yo tenía la cabeza demasiado llena de otras cosas para pedírsela. Pero si alguna vez da con La verdadera vida de Sebastian Knightme gustaría hacerle saber cuánto le agradezco su ayuda. Y el bloc de notas. Ya está lleno, y pronto compraré un recambio de hojas.

Cuando Silbermann se marchó estudié detalladamente las cuatro direcciones que había obtenido tan mágicamente, y decidí empezar por Berlín. Si no conseguía nada, me quedaría un trío de posibilidades en París sin necesidad de emprender otro largo viaje, viaje que sería tanto más terrible cuanto que significaría mi última carta. Si no, si mi primer intento era afortunado, entonces... Pero no me importaba... El destino me recompensó ampliamente por mi decisión.

Grandes copos de nieve húmeda caían oblicuamente en la Passauer Strasse, al oeste de Berlín, cuando me acerqué a una casa vieja y fea, con la fachada medio oculta por andamios. Golpeé en el vidrio de la portería, una cortina de muselina se corrió bruscamente, se abrió de golpe un ventanuco y una vieja rubicunda me informó rudamente que Frau Helene Grinstein vivía en la casa. Sentí un estremecimiento de alegría y subí las escaleras. «Grinstein», ponía en una placa de bronce sobre la puerta.

Un muchacho con corbata negra, la cara pálida e hinchada, me abrió la puerta y sin preguntar siquiera mi nombre se volvió y desapareció en el pasillo. Había una multitud de abrigos en el perchero del minúsculo vestíbulo. Como nadie parecía acercarse, llamé en una de las puertas, la abrí y volví a cerrarla. Divisé a una niña de pelo negro, dormida en un diván, bajo un abrigo de piel de topo. Me quedé un minuto en mitad del vestíbulo. Me enjugué la cara, todavía mojada de nieve. Me soné la nariz. Después me aventuré por el pasillo. Una puerta estaba abierta y percibí voces que hablaban en ruso. Había muchas personas en las dos grandes habitaciones unidas por una especie de arco. Una o dos caras se volvieron cuando entré, pero en general no suscité el menor interés. Había vasos con té en la mesa, y una bandeja con bizcochos. En un rincón, un hombre leía un diario. Una mujer con un chal gris estaba sentada a la mesa, con la cara apoyada en una mano y una lágrima en el puño. Dos o tres personas estaban inmóviles en un diván. Una niña muy parecida a la que había visto durmiendo hostigaba a un viejo perro acurrucado en una silla. Alguien empezó a reír o carraspear o no sé qué en el cuarto adyacente, donde había más personas sentadas o caminando. El muchacho que me había recibido en el vestíbulo pasó con un vaso de agua. Le pregunté en ruso si podía hablar con Mrs. Helene Grinstein.

—Tía Elena —dijo.

Se dirigía a una mujer morena, delgada, vuelta de espaldas, inclinada, sobre un anciano arrellanado en un sillón. Se volvió y me invitó a pasar a un saloncito, al otro lado del pasillo. Era muy joven y graciosa. En la cara pequeña y empolvada se destacaban los largos y suaves ojos, que parecían estirados hacia las sienes. Llevaba un jersey negro y tenía las manos tan delicadas como el cuello.

— Kahk eto oojahsno...¿No es terrible? —susurró.

Respondí un poco a ciegas que quizá la visitaba en un momento inoportuno.

—Oh —dijo ella—. Pensé... Siéntese —agregó, mirándome—. Pensé que había visto su cara durante el entierro... ¿No? Bueno, ya lo ve usted, acaba de morir mi cuñado y... No, siéntese usted. Ha sido un día terrible.

—No quiero molestarla. Me marcharé... Sólo quería hablarle de un amigo mío... Creo que usted lo conoció en Blauberg..., pero no importa...

—¿Blauberg? Estuve allí dos veces —dijo, y se le crispó la cara al sonar en alguna parte el timbre del teléfono.

—Se llamaba Sebastian Knight —dije, mirándole los labios tiernos, trémulos, sin pintura.

—No, nunca oí ese nombre —dijo—. No.

—Era medio inglés —dije—. Escribía libros.

Sacudió la cabeza y se volvió a la puerta, que había entreabierto su sobrino, el lúgubre muchacho.

—Sonia vendrá dentro de media hora —dijo.

Ella asintió y el muchacho se marchó.

—En realidad, no conocía a nadie en el hotel —continuó.

Saludé y volví a excursarme.

—Pero ¿cómo se llama usted? —preguntó, observándome con sus suaves ojos nublados que, de algún modo, me recordaban a Clare —. Creo que ya me lo ha dicho, pero hoy mi cerebro parece envuelto en bruma... Ah... —dijo, cuando volví a presentarme—. Me suena familiar. ¿No es el nombre de alguien que murió en un duelo, en San Petersburgo? Oh, su padre...