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—Soy pariente —proseguí— del escritor inglés Sebastián Knight, que murió hace dos meses. Trato de escribir su biografía. Knight tenía una amiga íntima que conoció en Blauberg, donde vivió en 1929. Estoy intentando encontrarla. Eso es todo.

— Quelle dr ô le d'histoire!-exclamó—. ¿Y qué quiere que le diga ella?

—Oh, cuanto desee... Pero debo suponer... ¿Quiere usted decir que Madame Graun es la persona que busco?

—Es muy posible —dijo ella—, aunque nunca la oí pronunciar ese nombre... ¿Cómo ha dicho usted?

—Sebastian Knight.

—No. Pero es muy posible. Siempre hace amigos en los lugares que visita. Il va sans dire-agregó— que deberá usted hablar personalmente con ella: la encontrará encantadora. Pero qué extraña historia... —repitió, mirándome con una sonrisa—. ¿Por qué desea usted escribir un libro sobre él, y cómo se explica que ignore el nombre de la mujer?

—Sebastian Knight era más bien reservado —expliqué—. Y las cartas que conservó de esa dama... Bueno, ordenó que las quemara después de su muerte.

—Eso está bien. Lo comprendo —dijo alegremente—. Antes que nada, quemar las cartas de amor... El pasado es un excelente combustible. ¿No quiere una taza de té?

—No. Le agradecería que me dijera cuándo puedo ver a Madame Graun.

—Pronto —dijo Madame Lecerf—. Hoy no está en París, pero creo que podrá usted volver mañana. Sí, será lo mejor. Quizá ella vuelva esta noche...

—¿Puedo pedirle que me hable más de ella?

—Bueno, no es difícil —dijo Madame Lecerf—. Es muy buena cantante..., canciones zíngaras, ya conoce usted el tipo... Es muy hermosa. Elle fait des passions.La adoro y vivo en su apartamento cuando paso por París. Este es su retrato...

Lenta, silenciosamente se deslizó por la espesa alfombra de la sala y cogió una gran fotografía enmarcada que estaba sobre el piano. Miré unos instantes una cara exquisita, ligeramente vuelta hacia un lado. La suave curva de la mejilla y las cejas espectralmente proyectadas hacia arriba eran muy rusas, pensé. Había un reflejo de luz en los párpados inferiores, otro en los gruesos labios oscuros. La expresión parecía una extraña mezcla de ensoñación y astucia.

—Sí —dije—, sí...

—¿Es ella? —preguntó Madame Lecerf curiosamente. —Podría serlo —respondí—, y estoy muy impaciente por conocerla.

—Procuraré estar presente —dijo Madame Lecerf con un encantador aire de conspiración—. Porque me parece que escribir un libro sobre gente que conocemos es mucho más honrado que hacer de ella picadillo y después presentarlo como una invención propia.

Le di las gracias y me despedí a la manera francesa. Su mano era muy pequeña y como, inadvertidamente, la apreté demasiado, hizo una mueca, pues llevaba un gran anillo en el dedo medio. Yo mismo me hice un poco de daño.

—Mañana, a la misma hora —dijo, riendo suavemente.

Una mujer graciosa y silenciosa.

Hasta ese momento no había sabido nada, pero sentía que estaba en el buen camino. Ahora se trataba de tranquilizarme con respecto a Lydia Bohemsky. Cuando llegué a la dirección que poseía, el portero me dijo que la dama se había mudado meses antes. Me dijo que, según pensaba, vivía en un hotelito, en la acera opuesta. Allí me dijeron que se había mudado tres semanas antes y que vivía en el otro extremo de la ciudad. Pregunté a mi informante si sabía que fuera rusa. Dijo que lo era. «¿Una mujer hermosa, morena?», sugerí, valiéndome de una antigua estratagema de Sherlock Holmes. «Exactamente», contestó en tono evasivo (la respuesta exacta habría sido: Oh, no, es una rubia espantosa). Media hora después, entré en una casa de aspecto lúgubre, no lejos de la prisión de la Santé. Una mujer vieja, gorda, de pelo brillante, anaranjado y con rizos, y un poco de vello negro sobre los labios pintados me recibió:

—¿Puedo hablar con Mademoiselle Lydia Bohemsky? —pregunté.

—C'est moi —contestó, con un terrible acento ruso. —Entonces corro a buscar las cosas —murmuré, y salí a todo escape de la casa. A veces me pregunto si no estará esperando en el umbral.

Al día siguiente, cuando volví al apartamento de Madame Von Graun, la criada me condujo a otra habitación, una especie de boudoir que hacía lo posible por parecer encantador. Ya había percibido el día anterior el intenso calor del apartamento. Y como la temperatura exterior distaba, aunque muy húmeda, de poder llamarse fría, aquella orgía de calefacción central parecía más bien exagerada. Esperé largo rato. Había viejas novelas francesas sobre la consola (casi todos los autores habían ganado premios) y un ejemplar muy manoseado de San Michele,del doctor Axel Munthe. En un jarrón había claveles dispuestos sin naturalidad. Se veían también algunas frágiles fruslerías, quizá muy bonitas y caras, pero yo siempre he compartido la aversión casi patológica de Sebastian por cuanto esté hecho de vidrio o porcelana. Por fin, aunque no lo menos importante, un falso mueble que contenía, horror de los horrores, un aparato de radio. Pero si lo sumábamos todo, Helene von Graun parecía una persona «de gusto y cultura».

Al fin, la puerta se abrió y la dama que había visto el día anterior se introdujo de lado en la habitación —digo que se introdujo de lado porque tenía vuelta la cabeza hacia atrás y hacia el suelo, hablando a lo que resultó ser un bulldog negro, con cara de sapo, que no parecía tener muchas ganas de seguirla.

—Acuérdese de mi zafiro —dijo al darme la mano.

Se sentó en el sofá azul y alzó al pesado bulldog.

— Viens, mon vieux-jadeó—, viens.Echa de menos a Helene —dijo cuando el animal se acomodó entre los almohadones—.

Es una lástima... Pensé que volvería esta mañana, pero llamó desde Dijon y anunció que no llegaría hasta el sábado (aquel día era martes). Lo siento muchísimo. No sabía dónde avisarle. ¿Está usted muy decepcionado?

Me miró; tenía la barbilla apoyada sobre las manos juntas. Los codos agudos, envueltos en ceñido terciopelo, descansaban sobre sus rodillas.

—Bueno, si me cuenta algo sobre Madame Graun quizá pueda consolarme.

No sé por qué, pero de algún modo la atmósfera del lugar afectaba mis modales y mi lenguaje.

—...y lo que es más —dijo ella, levantando un dedo de afilada uña—, j'ai une petite surprise pour vous.Pero antes tomemos té.

Comprendí que esa vez ya no podía evitar la comedia del té. Además, la criada ya entraba con una mesilla portátil donde centelleaba el servicio de té.

—Déjala allí, Jeanne —dijo Madame Lecerf—. Sí, está bien. Ahora, dígame usted, con la mayor claridad posible —continuó Madame Lecerf—, tout ce que vous croyez raisonnable de demander à une tasse de thé.Imagino que le habría gustado un poco de crema, si hubiera vivido en Inglaterra. Tiene aire de inglés.

—Prefiero parecer ruso.

—Me temo que no conozco a ningún ruso, salvo Helene, desde luego. Creo que estos bizcochos son bastante divertidos.

—¿Y cuál es su sorpresa? —pregunté.

Tenía un modo curioso de mirarlo a uno intensamente, no a los ojos, sino a la parte inferior de la cara, como si uno tuviera una migaja o algo que estaba de más. Iba muy poco maquillada para ser francesa, y yo encontraba muy atractivos su piel transparente, su pelo oscuro.