Recostada en el sillón yo la miraba. Hay pocos espectáculos de la vida cotidiana tan seductores como ver adornarse a una mujer que va al encuentro de su amado. Una vez me confesó que los hombres le decían que tenía cuerpo de nena.
– ¿Y si no se pelean en el postre? -grité para que me oyera.
– ¡Ah, no! -contestó ella-. Aunque no nos peleemos que ni sueñe con tenerme hoy en su cama. Que espere. Que sufra como me hace sufrir y esperar a mí.
Me dio un sonoro y perfumado beso y salió ondulando con levedad las caderas. Oí el taladrar de sus tacos de aguja en el pasillo mientras esperaba, por lo visto ansiosamente, el ascensor.
Me senté a la computadora. Mucho cine y literatura, pensé, y escribí:
“Los relatos de los hombres y mujeres extraliterarios son menos grandiosos. Suele condensarlos un lamento:
– No me llamó.”
Estuve a punto de detenerme a leer cada palabra, como suelo hacer, pero de pronto decidí seguir hasta el final sin censurar lo que se me fuera ocurriendo; con eso, al menos obtendría un borrador sobre el que después podría seguir trabajando. Continué.
“En caso de ausencia del llamado prometido es inútil verificar el buen funcionamiento de la línea telefónica o conjeturar que a él lo pudo haber pisado un camión. La única respuesta para eso es que una se enamoró del sujeto equivocado.
”Quiero destruir en este mismo instante la falacia de que solamente las mujeres buscan casarse. Los hombres también y hasta diría que con mayor ahínco. La dificultad consiste en que nadie sabe muy bien con quién quiere pasar eso que llaman el resto de la vida.
”Cuando Nietzsche, después de abrazarse a un caballo, ingresó en el manicomio de la Universidad de Jena, declaró, entre otras insensateces, estar casado con Cosima Wagner, o sea con la esposa de su mejor amigo.
”Es que el amor vuelve loco a cualquiera, y hasta un filósofo tan serio como Hegel supo llamar Amor en sus trabajos de juventud a lo que después denominó Concepto.
”El amor entre los matrimonios de extensa trayectoria es un mundo aparte, además de un milagro. Esfuerzo vano es preguntarles cómo hicieron. Ese tipo de saber no se transmite.
”Que nadie se salva del amor lo prueba una de las fábulas acerca de su origen:
”Cuenta Aristófanes que el macho fue en principio descendiente del sol; la hembra de la tierra; y el que participaba de ambos sexos de la luna. En los tiempos antiguos no necesitaban del amor y eran tan fuertes que atentaron contra los dioses. Entonces Zeus los partió en dos y les acomodó los órganos sexuales en la espalda con lo que cada parte empezó a añorar su otra mitad. Se rodeaban con sus brazos, se rozaban las bocas y se morían.
”Entre compadecido y horrorizado, el padre olímpico rehizo la tarea de modo de dejarlos como hoy son y confiando en que con la hartura del contacto tomaran un tiempo de descanso, centraran su atención en el trabajo y se cuidaran de las demás cosas de la vida. Desde tan remota época es el amor de los unos a los otros connatural a los humanos, reunidor de la antigua forma y trata de hacer un sólo ser de los dos y curar a la naturaleza humana.”
Hasta ahí me parecía que iba saliendo bastante pasable pero las horas avanzaban y mi amiga no volvía. Ya resultaba evidente que no se habían peleado antes del postre y que a esa altura, como diría mi mamá, andarían revolcándose en la cama.
Releí lo que había escrito mientras iba intercalando lo sucedido esa tarde. Dejé pendiente el final a la espera de que el regreso de mi amiga me proporcionase algún detalle de color, obviamente rojo.
Sólo que mi amiga no volvió por varios días, la llave se la dejé al portero porque ni siquiera me llamó por teléfono, lo que indicaba a las claras que se la estaba pasando de película.
La otra posibilidad era que a partir de nuestra charla entre copas de Fresita mi amiga lo hubiera convencido de tomar alguna decisión fatal.
Pero no. Tiempo después volvió a quejarse amargamente en mi oreja:
– Se borró de nuevo.
– ¿Otra vez? -dije yo, mientras pensaba que por suerte la nota ya estaba publicada y además: ¿qué otra cosa es el amor sino eso? Una hamaca roja que oscila entre el cielo y el infierno. En caso contrario resultaría aburridísimo.
Cecilia Absatz
Azul Profundo
CECILIA ABSATZ nació en Buenos Aires en 1943. Es escritora, periodista y traductora. Publicó los siguientes libros: Feiguele y otras mujeres, Té con canela, Los años pares, Mujeres peligrosas, La pasión según el teleteatro y Dónde estás amor de mi vida que no te puedo encontrar. “Azul profundo” es un cuento inédito.
Esas fiestas de diciembre, cualquier cosa es un pretexto para celebrar. A cierta altura se concentra tanto el insumo eléctrico de miradas y movimientos estratégicos que una querría desaparecer de ahí mágicamente y en un parpadeo privado aparecer metida en su propia cama. Ahorrarse así la parte crucial de la cuestión, es decir, irse. Cómo irse, con quién irse y, lo que es más importante de todo, cuándo irse.
Algunos consejos para irse de una fiesta:
a. No seas la primera. (La segunda sí, cómo no, con todo gusto.)
b. Bajo ninguna circunstancia seas la última.
c. Si las cosas no salieron como querías, no te quedes remoloneando a la espera de un milagro. Vete. Es difícil, un paso al vacío, un vahído, pero una vez en la calle se respira mejor.
Rebeca salió de la fiesta con paso decidido. Saludó animadamente a todo el mundo como quien sabe muy bien lo que hace, y partió jugándose la vida.
Un momento después Tato salió detrás de ella (bien) y la alcanzó en la vereda, cuando metía la llave en la puerta de su auto. Rebeca lo miró tratando de no sonreír y le hizo un gesto con el mentón, subí.
La última media hora, en la reunión, él había estado hablando con una rubia, una especie de Gwyneth Paltrow con un vestidito de crèpe de chine rosado. Mujeres frágiles: un peligro. Y era Tato el que hablaba. Animadamente. Ah no. No nos habría importado verlo bailar con otra, pero una charla animada a un costado era intolerable.
Pero él salió detrás de Rebeca, con el saco en la mano, y la buscó.
No cruzaron palabra mientras ella hacía sus breves rituales: la cartera debajo del asiento, cinturón, luces y arranque.
Pero el auto no arrancó.
Oh no, John.
Era un Clio, el segundo. Dios la castigó por haber cambiado el primero, el rojo, que era perfecto. Pero a ella le preocupaba tener un auto que ya tenía cinco años. Se convenció a sí misma con toda clase de explicaciones sobre la capitalización y el deterioro de los materiales, y lo cambió por otro idéntico, último modelo, gris metalizado esta vez, que se dedicaba sistemáticamente a dejarla de a pie.
Ella era de Renault como quien es de San Lorenzo, pero esto ya era grave. De entrada nomás, domarlo le costó mucho tiempo, mucho dinero y muchos disgustos. Y aunque en apariencia todo funcionara, la mitad de las veces se negaba a arrancar. Sin motivo alguno, pura histeria.
Por lo general ella se lo tomaba con razonable filosofía. Sólo una vez le pegó una patada a la rueda y se manchó en forma irreversible un divino zapato de gamuza beige. Pero que el auto no le arrancara después de haber vencido en esa sorda batalla con Gwyneth Paltrow en la fiesta era injusto. Ella estaba ahí como una idiota preocupándose por el auto, con Tato Welsh sentado a su lado.
– Una mujer como vos no debería tener auto -dijo Tato, mirando frente a sí la calle oscura.
Rebeca no recordaba haber dicho nada en voz alta, de modo que se sobresaltó.
Lo miró con lo que sin ninguna duda debe haber sido una mirada estúpida. El problema cuando a una le gusta un hombre es que se porta como una estúpida: por lo general se queda muda, y no con ese divino silencio tipo Greta Garbo, sino palurda irremediable con nada atinado para decir. Y si una no se queda muda se vuelve un poquito estridente y gesticula demasiado, como cuando habla un idioma que no domina. En este caso Rebeca se quedó muda.