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¿Te acuerdas? Cuando eras pequeña, con el furor de la coherencia que caracteriza a los niños, no soportabas que la estrella y los tres Reyes estuviesen desde el primer momento cerca del belén. Tenían que estar alejados y acercarse lentamente, la estrella un poco antes y los tres Reyes inmediatamente detrás. De la misma manera, no soportabas que el Niño Jesús estuviese en el pesebre antes de tiempo, y, por lo tanto, lo hacíamos planear desde el cielo hasta el establo a la medianoche en punto del día veinticuatro. Mientras acomodaba las ovejas sobre su alfombrilla verde, volvió a mi mente otra cosa que te gustaba hacer con el nacimiento, un juego que te habías inventado y que nunca te cansabas de repetir. Me parece que, al principio, te habías inspirado en la Pascua. Efectivamente, al llegar la Pascua teníamos la costumbre de esconderte en el jardín los huevos pintados. En Navidad, en vez de huevos, tú escondías ovejitas: cuando yo no me daba cuenta atrapabas alguna del rebaño y la ocultabas en los sitios más inverosímiles, después te me acercabas, dondequiera que estuviese, y empezabas a balar con acento de desesperación. Entonces empezaba la búsqueda, yo dejaba lo que estuviera haciendo y contigo pisándome los talones entre risas y balidos daba vueltas por la casa diciendo: “¿Dónde estás, ovejita extraviada? Deja que te encuentre y te ponga a salvo”.

Y ahora, ovejita, ¿dónde estás? Estás allá lejos mientras escribo, entre los coyotes y los cactus; cuando estés leyendo esto, probablemente estarás aquí y mis cosas ya estarán en el desván. Mis palabras, ¿te habrán puesto a salvo? No tengo esta presunción, acaso tan sólo te hayan irritado, habrán confirmado la idea ya pésima que de mí tenías antes de marcharte. Tal vez sólo puedas comprenderme cuando seas mayor, podrás comprenderme solamente si has llevado a cabo ese misterioso recorrido que conduce desde la intransigencia a la piedad.

Piedad, fíjate bien, no pena. Si sientes pena, yo bajaré como esos duendecillos malignos y te haré un montón de desaires. Lo mismo haré si en vez de ser humilde eres modesta, si te emborrachas de chácharas en vez de quedarte callada. Estallarán las bombillas, los platos se caerán de los estantes, las bragas irán a parar a la araña central, no te dejaré tranquila desde el amanecer hasta bien entrada la noche, ni un solo instante.

No es cierto: no haré nada. Si estás en alguna parte, si tengo la posibilidad de verte, sólo me sentiré triste tal como me siento cada vez que veo una vida desperdiciada, una vida en la que no ha logrado realizarse el camino del amor. Cuídate. Cada vez que, al crecer, tengas ganas de convertir las cosas equivocadas en cosas justas, recuerda que la primera revolución que hay que realizar es dentro de uno mismo, la primera y la más importante. Luchar por una idea sin tener una idea de uno mismo es una de las cosas más peligrosas que se pueden hacer.

Cada vez que te sientas extraviada, confusa, piensa en los árboles, recuerda su manera de crecer. Recuerda que un árbol de gran copa y pocas raíces es derribado por la primera ráfaga de viento, en tanto que un árbol con muchas raíces y poca copa a duras penas deja circular su savia. Raíces y copa han de tener la misma medida, has de estar en las cosas y sobre ellas: sólo así podrás ofrecer sombra y reparo, sólo así al llegar la estación apropiada podrás cubrirte de flores y de frutos.

Y luego, cuando ante ti se abran muchos caminos y no sepas cuál recorrer, no te metas en uno cualquiera al azar: siéntate y aguarda. Respira con la confiada profundidad con que respiraste el día en que viniste al mundo, sin permitir que nada te distraiga: aguarda y aguarda más aún. Quédate quieta, en silencio, y escucha a tu corazón. Y cuando te hable, levántate y ve donde él te lleve.

Liliana Heker

La Sinfonía Pastoral

LILIANA HEKER nació en Buenos Aires en 1943. Es narradora y periodista. Publicó Los que vieron la zarza, Acuario, Un resplandor que se apagó en el mundo, Las peras del mal, Zona de clivaje y El fin de la historia. “ La Sinfonía Pastoral ” está incluido en su libro de relatos Las peras del mal (1982).

***

Hace falta llevar un caos dentro de sí

para poder dar a luz una estrella bailadora.

Nietzsche

Yo estaba cabeza abajo y tenía dos problemas. El primero era de carácter existenciaclass="underline" por qué razón, a los treinta y dos años y en pleno deslumbramiento (no precisamente de la adolescencia, más bien el frío deslumbramiento de comprender que nunca más la Edad Dorada y que la alegría de crear, en adelante, la inventaremos con dolor cada mañana o estamos fritos), por qué razón, decía, ante la puerta misma de Mi Porvenir, yo estaba realizando un acto de tan pocas aplicaciones aun para la vida diaria como es hacer la vertical. El segundo problema era más bien técnico: no tenía ni la más pálida idea de cómo volver a mi posición habitual.

Debo aclarar que estaba en una clase de gimnasia. Para ir hasta el fondo de la cosa: se trataba de una primera clase de gimnasia rítmica-modeladora. También debo aclarar que aun con los pies sobre la tierra nadie podrá afirmar de mí que soy una paloma mensajera; bruscamente invertida, mi situación se había agravado, ya ni siquiera podía asegurar algo que siempre me resultó muy claro: cuál era mi “adelante” y cuál era mi “atrás”. Y si bajo las piernas para el lado que no es, me quiebro. Lo pensé con bastante inquietud: tengo el don innato de la dirección errónea, era probable que me ocurriera esa desgracia. Felizmente no se podía decir que estuviera incómoda y estar cabeza abajo hace bien al cutis, en algún lado lo leí. Lo esencial, sin embargo, era la satisfacción moral, el triunfo sobre mis límites naturales: yo había superado mi miserable estado bípedo. Uno a cero, bien. A veces tengo la sensación de ser una especie de bofe pensante dejado en el mundo, sin forma ni destino pero con infinitas posibilidades: tener una cara, escribir libros, hacer la vertical. Me miro seguido en los espejos para poder parecerme a mí misma, la nariz me creció al azar porque la perdí de vista: de haber tenido en mi casa un botiquín con tres puertitas otros gallos cantarían. De modo que estar cabeza abajo podía, de alguna manera, considerarse como una misión cumplida; a su tiempo veríamos cómo resolver el segundo problema. En estas cavilaciones andaba cuando la profesora habló.

– ¿Qué tal están mis micifuces? -dijo con jovialidad.

El optimismo de su voz me pareció exagerado dada la situación. De reojo miré al micifuz (malla violeta) que estaba haciendo la vertical a mi lado: debía pesar lo menos setenta y cinco kilos.

Hice gala de buen humor.

– Se está bien -dije-. Lo bravo ha de ser enderezarse, ¿no?

La de malla violeta, supongo que sin otro fin que el de humillarme, bajó ruidosamente sus piernas. Entonces es para allá, deduje sin rencor, y dejé caer mis piernas hacia el mismo lado en que lo había hecho esa vaca. O al menos lo pretendí. Porque estaba notando que mis piernas se dirigían con espontaneidad hacia el lado que no era. Parezco Alicia en el País del Espejo, pensé. Ser tan culta en la adversidad se ve que me hizo bien: con total certidumbre ahora, invertí el movimiento. Sentí que mis pies tocaban el suelo, sentí que mi columna seguía intacta, y sobre todo sentí que mi cabeza, fuente inagotable, se iba dirigiendo, gozosa e inexorablemente, al encumbrado lugar que le ha sido asignado.

Me senté en la posición del loto y miré a mi alrededor. Los rostros de mis tres ocasionales compañeras no daban ninguna muestra de que ellas hubieran vivido una aventura física y espiritual tan intensa como la mía. Una chica que daba la impresión de ser altísima y una señora con aspecto de recién salida de la peluquería conversaban acerca de la mousse de limón. La de malla violeta, en cambio, miraba fijamente a la profesora. La profesora, justo cuando la miré, se puso patas arriba, abrió las piernas, las cerró, las agitó, y con una ágil voltereta estuvo de pie. Después, muy sonriente, avanzó hacia nosotras, como si nada hubiera pasado.