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– Así me gusta, mis micifuces -dijo-. Todas sentaditas como buenas nenas de mamá.

Por qué no te haces una enema de puloil y te vas a escribir Safac al cielo, pensé sin grandeza. Y también pensé que algún día iba a analizar el proceso por el cual Lewis Carroll y la yerba Safac acuden con igual espontaneidad a mi mente. Safac. Sentí espanto. Ya no existía más la yerba Safac. Pasajeramente me abrumó el huir del tiempo.

La chica altísima había suspirado.

– Debe ser gratificante tener ese dominio de los músculos, ¿no? -dijo.

– Es como volar -dijo la profesora-. ¿Ustedes no se sienten como pájaros a veces, con ganas de abrir las alas y cruzar los aires y mirar desde lejos a los seres humanos, pobrecitos, moviéndose como hormiguitas sobre la tierra?

A juzgar por lo que entresaqué del murmullo, tanto la chica altísima como la del peinado se habían sentido muy a menudo de esa manera. En cuanto a la de malla violeta, ¿podíamos nosotras creerlo?, ella se sentía directamente un cóndor.

La profesora, se ve que alentada por sus propias palabras, se había puesto a girar en puntas de pie con los brazos extendidos. Dónde estoy, me dije, un poco alarmada. Parecía increíble que una mujer tan robusta pudiera girar así. Aunque “robusta” no es el término preciso. De la cintura para abajo la mujer era poderosa: tenía un trasero descomunal y piernas atléticas; de la cintura para arriba también era grande pero menos contundente. Lo de cintura, en este caso, debe ser tomado como mero lugar geométrico ya que, en el sentido que le dieron los poetas clásicos, la mujer carecía totalmente de cintura. Eppur si muove, pensé. No sólo el cuerpo. Ahora podía apreciarlo porque la profesora había dejado de girar y nos estaba contando algo sobre un trasplante de hortensias, episodio que ella había protagonizado en su jardincito ese último fin de semana. Lo realmente admirable era la movilidad del rostro. Mirándola, se tenía la impresión de estar contemplando una rapidísima sucesión de fotos de esas que abajo dicen entusiasmo, dolor, ira, sorpresa. Gracia Plena. Lo único rígido del conjunto resultaba el pelo. Era negro y estaba muy tirante y recogido en un rodete. Todo lo demás se movía sin la menor lógica.

Yo empezaba a impacientarme. Se supone que había pagado para asistir a una clase de gimnasia. Qué estaba haciendo allí sentada, escuchando una historia sobre hortensias, entre mujeres que no parecían tener otra preocupación en sus vidas que sentarse a oír hablar de jardincitos. ¿No tenían otra preocupación? ¿Y yo? ¿No estaba yo también allí sentada? ¿Y qué cambiaba lo del jardincito? ¿O es que, si de pronto comenzábamos a contorsionarnos y flexionarnos y erguirnos y plegarnos, mi estar allí súbitamente se cargaría de sentido? ¿No tendría algún fundamento la opinión de ciertos hombres acerca de la ridiculez de las mujeres?

La acción me liberó del conflicto. “A trabajar, ratoncitos”, había dicho la profesora, y ahora estábamos de pie ante un gran espejo.

Oí Las Sílfides y pensé que era natural. El rodete, claro. Y los ojos. Ojos rasgados, de loca. Ahora Las Sílfides. Todo era natural.

Y yo ante un gran espejo comenzando el rito. Eso también era natural. Sentirme bien a pesar de todo, alegrarme de mi imagen que todavía es capaz de moverse con cierta alegría, ¿no era eso, también, una manera de modelarse?, ¿no podía acaso considerarse como una lucha contra el azar, contra la corrupción? Schopenhauer no se habría apurado un poco, no habría extrapolado demasiado con eso de la ausencia de. Doy fe que hay como ráfagas de miedo, un vértigo infinito mirando el innumerable pozo del universo, algo como un vislumbramiento del Paraíso al escuchar la Pequeña Fuga, ganas de darme de cabeza contra las paredes, un sueño de felicidad que aparece y desaparece como una estrella fugaz. ¿Y cómo llamar a la suma de estos fenómenos? Llamémosle hache, lo cual no impedirá las ráfagas pero tampoco impedirá, he aquí la cuestión, la conciencia del cuerpo. Y no como mero receptáculo del alma, para qué nos vamos a engañar. Un cuerpo real y conflictivo y, por qué no decirlo, trascendente. Y mientras lo escribo ya sé que es una exageración decir que yo estaba en esa clase de gimnasia, entre esas hermanas edénicas, o yeguas, balanceándome y curvándome y extendiéndome absurdamente porque la Divina Providencia nos ha dotado a las mujeres de un cuerpo tan digno de atención como la Prestigiosa Alma (inventada por los hombres), pero lo cierto es que yo estaba allí balanceándome y eso no me impedía saber que a lo mejor voy a morirme sin haber dicho aquella verdad que, en momentos más prosopopéyicos, pienso que yo debo decir sobre las mujeres y los hombres. Dicho todo esto sin el menor respeto por mí misma que, a la sazón, trataba de elevarme por una cuerda imaginaria.

Porque de eso se trataba, así de compleja es la realidad. Se trataba de trepar lo más posible por una cuerda imaginaria. La profesora inflamaba la escalada con palabras de aliento.

– Más alto, mis ratoncitas. Cada vez más alto. -Cosa que tenía un innegable valor simbólico.

Lo que viene después no es muy digno de mención, a menos que se asigne una importancia particular al contraerse y expandirse de cuatro mujeres, todo al compás de Las Sílfides y bien sazonado, por parte de la quinta mujer, líder del grupo, con palabras que reducían el hace poco enaltecido cuerpo femenino a una ensalada algo repulsiva de órganos defectuosos aunque maleables que, merced a la gimnasia, se tornarían bellos y sensuales.

Hasta que la música vira de Chopin a Stravinsky.

En realidad no sé si fue el viraje lo que enardeció a la profesora y al conjunto o si éste actuaba meramente como señal, y tres veces a la semana (a esta altura había comprobado que, salvo yo, todas eran habitués y la veterana era la de malla violeta: quince años sin interrupción asistiendo a las clases de la profesora), cuando la música pasaba de Chopin a Stravinsky, la profesora y las alumnas repetían el ritual.

Lo cierto es que de pronto oí una orden incomprensible.

– Balloné à plat.

Yo estaba intentando desentrañar el significado de esta expresión. No había llegado más allá del equivalente: “ballon igual pelota” y trataba de aplicar este conocimiento a las posibilidades motrices del cuerpo humano cuando comenzó el desenfreno. La profesora hizo más o menos lo siguiente: flexionó una pierna y al mismo tiempo separó y levantó la otra, tomó impulso con la pierna flexionada y se proyectó hacia arriba mientras separaba mucho más la pierna estirada, cayó sobre la pierna flexionada mientras plegaba la pierna estirada y apoyaba el pie correspondiente sobre la tibia de la pierna cuyo pie ya estaba en el suelo. Todo ocurrió a gran velocidad, de modo que cuando yo me dispuse a reflexionar sobre el fenómeno la profesora lo repitió, pero esta vez invirtiendo las funciones de las piernas, mientras nos estimulaba.

– A ver, mis ratoncitas -gritaba, saltando alegremente-. Todas juntas. Balloné à plat.

No voy a describir lo que a partir de ese momento vi por el espejo. Basta con el ruido. El ruido no era sincrónico, ya que de ninguna manera conseguíamos caer todas al mismo tiempo; tampoco era uniforme: variaba entre el mero golpe, el golpe rotundo y el estruendo de acuerdo al peso y agilidad de cada protagonista. La profesora no parecía inquietarse por estas herejías. Al contrario: danzaba y nos miraba caer con una inmensa sonrisa. Estaba radiante.

– Cabriole battue -gritó de pronto.

Sintéticamente, diré que la cabriole consiste en dar un salto vertical, levantar una pierna para el costado, levantar la otra pierna para el mismo costado, hacerla chocar con la primera pierna, volver ambas piernas a su posición vertical, y descender. En cuanto al battue, fue lo que le valió a Nijinski su identificación con un pájaro, y nosotras debíamos ejecutarlo en el momento crucial en que nuestras dos piernas estaban en el aire y peligrosamente oblicuas respecto del plano del suelo. Debo aclarar que puedo recomponer estos movimientos gracias a mi memoria, a mis estudios de física, y a un manualcito sobre técnica de la danza que tengo acá en el escritorio y que enriquece mi metodología con un cierto rigor científico. Es muy probable que, de haberlos estudiado durante unos diez años, yo hubiera podido repetir estos movimientos, si no con gracia al menos con precisión. En el breve lapso que transcurrió hasta que pasamos de la cabriole battue a la pirouette fouetée no fue demasiado lo que pude aportar a la danza.