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El peligro real, sin embargo, no ocurrió hasta la parte del détiré. El détiré es verdaderamente tremendo: consiste en sujetarse la planta del pie con una mano e ir estirando el brazo, y por consiguiente la pierna, hasta que quedan extendidos por completo. Esto fue, al menos, lo que hizo la profesora. Se quedó en esa posición, una cruza de garza y ballenato, mientras nos miraba sonriendo. Esperaba. Pero qué cosa esperaba. Ahí debía estar el centro de la cuestión, algo que poco a poco yo iba descubriendo. Había un placer enorme en ella, y no sólo porque se estaba manifestando ante su pequeño auditorio sino (y fundamentalmente) porque era la reina de ese auditorio. Esas mujeres la admiraban y ese rito (ahora yo podía jurarlo) se repetía tres veces por semana con los mismos movimientos, con los mismos fracasos por parte de las improvisadas bailarinas, con las mismas palabras de aliento por parte de la profesora:

– Adelante, mis pichoncitas, c’est très facile.

Como un sonsonete llegaba la voz de las alumnas, que desesperadas con su pie en la mano (yo también, acababa de darme cuenta, tenía mi pie en la mano y lo mantenía por una especie de disciplina, o de estoicismo, que vaya a saber lo que quería decir), bramaban su adoración por la que sí había podido estirar su pie, la artista, la todopoderosa.

Ella mantuvo triunfalmente la pierna en alto, contemplándonos (el espectáculo, lo vi en el espejo, no era honroso) y al fin emprendió una serie de gargouillades, arabesques piqués, développés sautés, y sissonés brisses mientras la clase también se deslizaba, batía, volaba y galopaba en un paroxismo indescriptible. En el saut de chat ya nada podía detenernos. Miré hacia el amplio ventanal que tenía al costado: Ahora nos falta el final de El Espectro de la Rosa y estamos hechos. Nos imaginé sin esfuerzo a todas nosotras, con la profesora a la cabeza, emprendiendo nuestro último salto consagratorio a través de la ventana y muriendo como Dios manda, qué embromar, ya lo dijo Rilke, y como emocionante nadie podrá decir que no es emocionante. Pero no, el asunto se resolvió en un temps de flèche realmente notable.

Y tal vez todo hubiera podido quedar en eso, tal vez unos segundos más tarde ella habría dado la orden de que nos acostáramos en el suelo y entonces hubiésemos pasado sin pena ni gloria (ni patetismo, porque la historia venía bien y nadie podía prever que en esta parte iba a empezar a ponerse patética) a los ejercicios abdominales y todo hubiera sido tan normal y saludable que esto apenas merecería recordarse.

Pero hubo una interpolación. ¿El vestigio de una suave pendiente por la que tal vez alguien puede estar despeñándose sin siquiera advertirlo? Una señal de peligro, en fin.

Empezó justo en el emboîté, saltito fácil si los hay, que no tenía otro propósito, la profesora lo dijo, que distender nuestros corazones y nuestras piernas y prepararnos para lo que vendría. Sencillamente, algo llegó a mí y me arrasó. Y todavía no sé si lo debo describir como una avalancha de alegría que me colmó hasta el punto de no poder ya contenerla y sentir cómo me salía por las orejas y corría por el gimnasio (tanta alegría corriendo inútilmente, sin que yo pudiera hacer otra cosa que saltar primero con un pie y después con el otro) o si debo decir que fue más bien una especie de horror, que al principio no estaba motivado por el mundo en general sino por mi imagen, a la que veía en el espejo comportándose de una manera tan extravagante cuando su corazón todavía era capaz de una de estas súbitas premoniciones. El horror motivado por el mundo vino inmediatamente después, cuando pude detectar con precisión de dónde me venía esta inesperada ráfaga de locura: la música.

– Pero esto es la Sinfonía Pastoral -dije con espanto.

Mi conducta era inadecuada. ¿No constituía yo misma (a quien hemos llamado La De Las Infinitas Posibilidades), contoneándome festivamente ante un espejo, una herejía suficientemente rotunda como para que, durante el resto de mi vida, me viera obligada a hacer la vista gorda ante cualquier otro amague de desorden en el universo?

De cualquier manera, a nadie pareció resultarle muy grave eso de hacer gimnasia al compás de la Pastoral. En cambio mi demostración de cultura tuvo su efecto. Siguieron saltando, pero sentí las miradas de respeto posarse sobre mi nuca. Muy bien, yo ya tenía mi pequeño papel en esta pequeña cofradía. Empecé a saltar.

La profesora me miraba como a una hermana.

– La música de las músicas -me dijo-. ¿A usted no le parece?

En esos casos lo mejor es decir hmmm, o emitir un sí muy débil, cosa de no entrar en detalles. Yo tengo decidido desde el vamos, para tranquilidad de mi espíritu, que mujeres como ésta no pueden conocer al mismo Beethoven que yo conozco, ¿no es cierto? Entonces ¿qué necesidad tenía de empezar una conversación?

– Lo que sí -dije saltando-, de “pastoral” tiene poco.

Vanidad. Era ni más ni menos que por vanidad. Debía valorizar de algún modo el pequeño rol que se me había asignado. Pero me salió el tiro por la culata. Resulta que la profesora compartía totalmente mi opinión. Más que pastoral, ella creía que debía llamarse la Sinfonía Tempestuosa. Hablaba, naturalmente de las tempestades del alma.

– Naturalmente -dije.

Y era justo eso lo que ella había hecho. Había encarnado en la música los desgarramientos del artista. Sólo le faltaba el arreglador.

¿Arreglador?, me pregunté. ¿De qué habla esta mujer?

– Usted ya tiene su arreglador -dijo perentoriamente, aunque jadeando, la de malla violeta.

– Pero si hace quince días que está con conmoción cerebral -dijo la profesora.

– Se va a curar -dijo con decisión la de malla violeta.

La profesora sacudió la cabeza con desaliento.

– Usted sabe que no se va a curar, Fedora -dijo-. Siempre me pasa lo mismo -me miró-. Hace diez años, una alta personalidad italiana me vio bailar. ¿Sabe lo que dijo de mí? Pueden dejar de saltar, chicas. Dijo que yo le recordaba a la Karsavina y a la Pavlova, fíjese lo que le digo. Decía que es falso lo que se cree: la Pavlova no tenía nada que hacer al lado de la Karsavina. Bueno, cuando me vio, lágrimas le corrían. Decía que yo soy igualita que la Karsavina pero tengo la suerte de ser más expresiva. Quería organizarme enseguida una gira por toda Europa. Saben lo que le pasó -me miró larga e inexpresivamente-. Se murió -dijo.

– Pero usted no tiene que tomarlo de esa manera -dijo la chica altísima.

– Yo no lo tomo de ninguna manera, querida. Digo que se murió. ¿Y el hombre de hace tres años, el que me iba a conseguir la temporada en el Colón? -sonrió mostrando los dientes; su expresión era casi de triunfo-. Se murió -dijo.

– El arreglador todavía está vivo -la alentó la de la malla violeta.

La profesora sacudió el dedo índice.

– Pero se va a morir -dijo.

– Bueno -dijo la señora peinada de peluquería-, ¿entonces sabe lo que tiene que hacer? Buscarse ya mismo otro arreglador. Yo se lo decía a mi marido y él enseguida me lo dijo. Lo que tiene que hacer, dijo, es buscarse enseguida otro arreglador.

– Usted cree que es tan fácil, querida -dijo la profesora. Hubo un silencio, que rompió la chica altísima.

– Digo yo una cosa -dijo-. ¿Y no se puede bailar así como está?

– Primero y principal, la cuestión del nombre -dijo la profesora-. ¿Se da cuenta? Yo no puedo agarrar la Sinfonía Pastoral así como está y llamarla Tepsi Cora.

– Pero digo yo una cosa -volvió a decir la chica altísima-. Si Beethoven está muerto, ¿quién va a protestar? A menos que haya dejado descendientes -me miró a mí-. ¿Alguna sabe si dejó descendientes? -dijo.

– Yo le puedo decir a mi marido que averigüe -dijo la señora del peinado.

La profesora sonrió con suficiencia.

– Le agradezco, querida -dijo-, pero no se trata sólo de eso. Un ballet no es lo mismo que una sinfonía, ¿se da cuenta? Tiene otra estructura.

Estructura, claro. Me pareció que empezaba a entender.

– Perdón -dije-, usted quiere hacer un ballet basado en la Sinfonía Pastoral.

La de malla violeta me miró con asco.

– Ella ya hizo el ballet -me dijo-. Lo que le falta es el arreglador.

– Es más que un ballet -dijo la profesora-. Es la vida encarnándose en la danza. Tomar la vida, entiende, y hacerla danza.

Yo entendía, claro, cómo no iba a entender. La vida, sencillísimo. Y de pronto la miré y sentí una especie de vacío en la boca del estómago: ballet nato. Ballenato. Y me dio miedo. Pero cómo no iba a entender: la vida, claro. Ella y yo y la mujer llamada Fedora y la chica altísima y la señora que tenía un marido, y también el marido, y especialmente el arreglador muriéndose de conmoción cerebral y especialmente todos los que faltan en esta historia. Hacerlos danza, bailar ese sillón, bailarlo todo. Qué porvenir nos espera, traté de pensar con ironía.

Pero no tenía por qué preocuparme: Tepsi Cora no era complicado. La profesora lo estaba contando ahora (más que contarlo lo estaba bailando) y había que admitir que ya lo tenía todo resuelto. Sólo le faltaba el arreglador. Al levantarse el telón Tepsi Cora aún no ha nacido; está replegada sobre sí misma en actitud fetal. Vienen los Dones Prodigiosos (pas de quatre de los dones prodigiosos) y la van dotando para la danza. El rostro (rostro de Tepsi Cora que se vuelve expresivo), los brazos (se agitan como alas), las piernas (piernas en quinta posición), y finalmente el alma. Entonces Tepsi Cora comienza a danzar su alegría de estar viva. Pero aparecen las Fatalidades (pas de quatre de las Fatalidades, hasta que termina, Tepsi Cora no puede bailar); después vienen distintas vicisitudes de los primeros años de Tepsi Cora. El primer acto culmina con la aparición de la Escarlatina. La Escarlatina se adueña del escenario, Tepsi Cora languidece y está a punto de morir (pas de deux desesperado de los padres de Tepsi Cora), pero al fin Tepsi Cora se yergue y decide hacerle frente a la Escarlatina. Huida de la Escarlatina. Gran Danza Triunfal de Tepsi Cora. Fin del primer acto.

El segundo y el tercer acto nos hablan de la tenacidad de Tepsi Cora, de sus estudios, de las Amistades y del Amor. La Envidia, los Celos y la Traición hacen presa de las Amistades. Cerca del final del tercer acto hay una escena muy cruel en la que el Prometido huye con la Mejor Amiga unos días antes de la boda. Tepsi Cora baila su dolor, baila por sobre todas las desgracias de la tierra, baila a pesar de todo. Y termina el tercer acto.

El cuarto acto tiene un tono más bien metafísico. La Fatalidad (que hasta el momento ha aparecido bajo la forma de un pas de quatre, o como distintas vicisitudes de la realidad) ahora es una abstracción. Aun la propia Tepsi Cora, más que ella misma, es la encarnación de la danza, del arte en general y de todo lo bello que es posible en el mundo. La Fatalidad, que hacia el final es el Tiempo, se ensaña cada vez más ferozmente con Tepsi Cora pero ella no trastabilla: cada vez danza mejor.

Nunca pude saber quién triunfa. En la mitad de un entrechat desesperado que representaba la última embestida de Tepsi Cora contra el Tiempo, la profesora se detuvo y miró el reloj. Después nos miró a todas, una por una, emitió una risita misteriosa (de qué se estaba riendo, o de quién), y con jovialidad nos dijo:

– Y ahora basta de haraganear, mis ratonas en flor. Un poco de pancita, s’il vous plaît…

Entonces nos acostamos en el suelo y comenzamos a hacer la bicicleta. Me sentí bien: esto era una clase de gimnasia y las bicicletas me salen maravillosamente; es increíble el control que tengo sobre mis músculos abdominales. Por otra parte, siempre es agradable corroborar que pese a ciertos desniveles, a algunas inquietantes amenazas de zozobra, y dejando de lado, claro está, los desequilibrios de la mente, las enfermedades incurables, la vejez y la gordura, son prácticamente nulas las probabilidades de riesgo que ofrece la vida.