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– Digo yo una cosa -dijo-. ¿Y no se puede bailar así como está?

– Primero y principal, la cuestión del nombre -dijo la profesora-. ¿Se da cuenta? Yo no puedo agarrar la Sinfonía Pastoral así como está y llamarla Tepsi Cora.

– Pero digo yo una cosa -volvió a decir la chica altísima-. Si Beethoven está muerto, ¿quién va a protestar? A menos que haya dejado descendientes -me miró a mí-. ¿Alguna sabe si dejó descendientes? -dijo.

– Yo le puedo decir a mi marido que averigüe -dijo la señora del peinado.

La profesora sonrió con suficiencia.

– Le agradezco, querida -dijo-, pero no se trata sólo de eso. Un ballet no es lo mismo que una sinfonía, ¿se da cuenta? Tiene otra estructura.

Estructura, claro. Me pareció que empezaba a entender.

– Perdón -dije-, usted quiere hacer un ballet basado en la Sinfonía Pastoral.

La de malla violeta me miró con asco.

– Ella ya hizo el ballet -me dijo-. Lo que le falta es el arreglador.

– Es más que un ballet -dijo la profesora-. Es la vida encarnándose en la danza. Tomar la vida, entiende, y hacerla danza.

Yo entendía, claro, cómo no iba a entender. La vida, sencillísimo. Y de pronto la miré y sentí una especie de vacío en la boca del estómago: ballet nato. Ballenato. Y me dio miedo. Pero cómo no iba a entender: la vida, claro. Ella y yo y la mujer llamada Fedora y la chica altísima y la señora que tenía un marido, y también el marido, y especialmente el arreglador muriéndose de conmoción cerebral y especialmente todos los que faltan en esta historia. Hacerlos danza, bailar ese sillón, bailarlo todo. Qué porvenir nos espera, traté de pensar con ironía.

Pero no tenía por qué preocuparme: Tepsi Cora no era complicado. La profesora lo estaba contando ahora (más que contarlo lo estaba bailando) y había que admitir que ya lo tenía todo resuelto. Sólo le faltaba el arreglador. Al levantarse el telón Tepsi Cora aún no ha nacido; está replegada sobre sí misma en actitud fetal. Vienen los Dones Prodigiosos (pas de quatre de los dones prodigiosos) y la van dotando para la danza. El rostro (rostro de Tepsi Cora que se vuelve expresivo), los brazos (se agitan como alas), las piernas (piernas en quinta posición), y finalmente el alma. Entonces Tepsi Cora comienza a danzar su alegría de estar viva. Pero aparecen las Fatalidades (pas de quatre de las Fatalidades, hasta que termina, Tepsi Cora no puede bailar); después vienen distintas vicisitudes de los primeros años de Tepsi Cora. El primer acto culmina con la aparición de la Escarlatina. La Escarlatina se adueña del escenario, Tepsi Cora languidece y está a punto de morir (pas de deux desesperado de los padres de Tepsi Cora), pero al fin Tepsi Cora se yergue y decide hacerle frente a la Escarlatina. Huida de la Escarlatina. Gran Danza Triunfal de Tepsi Cora. Fin del primer acto.

El segundo y el tercer acto nos hablan de la tenacidad de Tepsi Cora, de sus estudios, de las Amistades y del Amor. La Envidia, los Celos y la Traición hacen presa de las Amistades. Cerca del final del tercer acto hay una escena muy cruel en la que el Prometido huye con la Mejor Amiga unos días antes de la boda. Tepsi Cora baila su dolor, baila por sobre todas las desgracias de la tierra, baila a pesar de todo. Y termina el tercer acto.

El cuarto acto tiene un tono más bien metafísico. La Fatalidad (que hasta el momento ha aparecido bajo la forma de un pas de quatre, o como distintas vicisitudes de la realidad) ahora es una abstracción. Aun la propia Tepsi Cora, más que ella misma, es la encarnación de la danza, del arte en general y de todo lo bello que es posible en el mundo. La Fatalidad, que hacia el final es el Tiempo, se ensaña cada vez más ferozmente con Tepsi Cora pero ella no trastabilla: cada vez danza mejor.

Nunca pude saber quién triunfa. En la mitad de un entrechat desesperado que representaba la última embestida de Tepsi Cora contra el Tiempo, la profesora se detuvo y miró el reloj. Después nos miró a todas, una por una, emitió una risita misteriosa (de qué se estaba riendo, o de quién), y con jovialidad nos dijo:

– Y ahora basta de haraganear, mis ratonas en flor. Un poco de pancita, s’il vous plaît…

Entonces nos acostamos en el suelo y comenzamos a hacer la bicicleta. Me sentí bien: esto era una clase de gimnasia y las bicicletas me salen maravillosamente; es increíble el control que tengo sobre mis músculos abdominales. Por otra parte, siempre es agradable corroborar que pese a ciertos desniveles, a algunas inquietantes amenazas de zozobra, y dejando de lado, claro está, los desequilibrios de la mente, las enfermedades incurables, la vejez y la gordura, son prácticamente nulas las probabilidades de riesgo que ofrece la vida.

Gioconda Belli

La mujer habitada

(fragmento)

GIOCONDA BELLI nació en Managua, Nicaragua. Es poeta y narradora. Publicó los libros de poemas Sobre la guerra y Línea de juego, y las novelas La mujer habitada, Sofía de los presagios, Waslala y El pergamino de la seducción. El fragmento que se reproduce es el “Capítulo 19” de su primera novela: La mujer habitada (1992).

***

El mes de julio se acercaba a su fin. Lavinia arrancó la hoja del calendario y revisó su agenda de trabajo para el día siguiente. Mercedes había anotado una reunión con Julián y los ingenieros a las once de la mañana y otra con las hermanas Vela a los cuatro de la tarde.

Anotó otras tareas que debía revisar en medio de las reuniones y dando una ojeada final a su escritorio, acomodó lápices y papeles y cerró con llave la gaveta.

Sara la esperaba a las cinco y media y eran ya las cinco.

Apagó las luces y salió de la oficina.

Caminó con paso rápido al estacionamiento y pronto doblaba la esquina para unirse al tráfico de la Avenida Central. Una nutrida fila de automóviles avanzaba despacio deteniéndose en los semáforos rojos.

Iba distraída, un poco cansada, pensando en la reunión con los ingenieros. La casa del general Vela debía estar lista a tiempo y ella debía garantizar el avance del trabajo de los constructores.

A través de la ventana, veía a los conductores de otros vehículos, atentos, pendientes de adelantar o cruzar el semáforo en rojo.

De pronto, en un carro a cierta distancia de ella, vio a Flor. Le costó sólo segundos reconocerla con el pelo corto y teñido de castaño claro, casi rubio. Sintió un golpe de sangre inundarle el corazón. Flor, su amiga, allí, tan cerca de ella. Podía verla gesticulando, sonriendo al conductor del carro, un hombre de facciones imprecisas. Pensó rápidamente qué hacer para llamar su atención; ¿tocar el claxon, adelantarlos? No. No podía hacer nada. Nada más que procurar ponerse al lado del carro, tratar de que Flor la viera. Pero era casi imposible. En los cuatro carriles ascendentes de la avenida, una línea de carros se interponía entre su vehículo y aquél. Para ponerse a la par, debía hacer maniobras ilegales posibles quizás en una carretera, pero azarosas en un tráfico tan nutrido.

El semáforo cambió a verde y el carro donde Flor, sin verla, seguía conversando, se adelantó avanzando más rápido por el carril izquierdo.

Trató de acelerar pero los automóviles delante de ella se movían lentamente. Al llegar al siguiente semáforo, los había perdido. Alcanzó a ver la parte trasera del automóvil rojo dar vuelta en una esquina.

La frustración le sacó un sonido sordo del pecho, un golpe de la mano contra el timón.

Había sido casi una visión: su amiga tan cercana y a la vez tan lejana, inaccesible. Sintió una pesada tristeza, la sensación de pérdida otra vez. Le sucedía con frecuencia. La mayor parte de sus afectos más cercanos se habían ausentado de su vida, tomando distancia. Aunque sólo la pérdida de su tía Inés fuera irremediable, recordar a Flor, su amiga española Natalia, Jerome, le producía una punzante nostalgia.

La ausencia tenía efectos indelebles. Los rostros se desdibujaban en la borrosa sustancia de los recuerdos. A veces se preguntaba si aquellas personas habrían existido realmente. La nostalgia lograba cubrirlos de ropajes míticos y extraños. El tiempo tramposo ocultaba tras su neblina el pasado, lo rendía inexistente, lo asociaba en la mente a la imaginación o los sueños. El espacio que en una época ocupara Flor, se llenaba de otras imágenes, otras vivencias. Dejaban de compartir lo cotidiano, la materia prima de la vida. Era una pérdida, un hueco, un agujero negro tragándose la estrella-Flor, un mecanismo oscuro de la mente buscando proteger el corazón siempre fiel al dolor de la ausencia.