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Nada podía evitar que la echara de menos. Palpaba su huella. En el recuerdo que al mismo tiempo la disolvía, existían las conversaciones, la empatía, la complicidad creada entre las dos. La única, especial complicidad de género y propósito; la que no sentía ni existía con Felipe, ni con Sara.

Verla, sentirla a escasos metros de ella sin poder gritarle, sin poder siquiera sentir la satisfacción de una sonrisa lejana, una mano alzada en señal de saludo, le hizo brotar la tristeza en un borbollón efervescente desde el fondo de agua de los ojos.

Era duro todo esto. Muy duro, pensó. ¿Quién calculaba estas luchas, estas pequeñas, grandes, renuncias individuales al escribir la historia?

Se contaban los sufrimientos, las torturas, la muerte… ¿pero quién se ocupaba de contabilizar los desencuentros como parte de la batalla?

Aparcó el carro frente a la casa de Sara. Con Sara no era lo mismo. De Sara, su amiga de infancia, se separaba más cada día hasta el punto de pensar que estaban las dos en una torre de Babel invisible donde los idiomas se confundían.

Sara abrió la puerta. Estaba pálida.

– Pasá, pasá, Lavinia -dijo-, te tengo preparado un cafecito con galletas.

– Vos parecés necesitarlo más que yo -dijo Lavinia-. ¿Estás bien? Te veo pálida…

– He estado con muchas náuseas… -lo dijo con una expresión de incomodidad, mezclado contradictoriamente con un gesto de alegría.

Lavinia la miró interrogante.

– ¿No estarás embarazada? ¿Te vino la regla por fin?

– No. No me vino. Ni me va a venir. Esta mañana llevé el examen al laboratorio y, ¡estoy embarazada! -habló in crescendo, acumulando las palabras despacio hasta desembocar en el “estoy embarazada” jubiloso.

– ¡Qué alegre! -dijo Lavinia, genuinamente contenta, abrazándola-. ¡Te felicito!

– Va a nacer en febrero -dijo Sara, devolviéndole el abrazo y llevándola del brazo hacia la mesa donde estaba servido el café.

– ¿Y ya le dijiste a Adrián?

– ¡Ay! -dijo Sara suspirando y sonriendo tristona-. Adrián no tiene sentido alguno del romanticismo. Me ha estado diciendo que estoy embarazada desde hace días: “te falta la regla, estás embarazada. Es casi matemático”, me repite. Lo llamé para avisarle del resultado del examen y lo único que dijo fue que ya lo sabía, que si no recordaba cómo él me lo había estado repitiendo varios días… Es verdad que uno se da cuenta, pero vos sabés, el examen es el gran acontecimiento, ya cuando ves el “positivo” en la hoja de papel… No es lo mismo que intuirlo. Y yo, seguramente de tanto ver películas, me imaginaba una escena romántica, me imaginaba que vendría corriendo a la casa y me daría un abrazo especial, un ramo de flores… ¡qué sé yo! Es una tontería, pero ese “ya lo sabía” me puso triste.

– Tenés razón -dijo Lavinia, haciendo una comparación mental rápida con lo que ella esperaría en una situación así, sorprendiéndose de no tener nada preconcebido. Retomó, sin saber por qué, a la imagen de Flor en el carro. ¿Tendrían ellas hijos alguna vez?

– Bueno, como dice una amiga mía, la verdad es que el embarazo es cosa de mujeres. El hombre no siente la misma emoción -dijo Sara, mientras vertía el café en las tazas blancas- ¿querés azúcar?

– No. No, gracias -contestó-. No sé qué decir sobre lo que sentirán los hombres. Para ellos, es algo misterioso que nos sucede a las mujeres. Ellos son nada más observadores del proceso una vez que se inició, y al mismo tiempo se saben parte de él… Posiblemente experimenten lejanía y cercanía a la vez. Debe ser extraño para ellos. Le deberías preguntar a Adrián.

– Le voy a preguntar, aunque no creo que diga mucho. Me dirá lo normal, que está feliz y todo lo demás son elucubraciones mías.

– Yo me siento rara de pensar que vas a tener un hijo… increíble cómo pasa el tiempo, ¿verdad? Me acuerdo cuando hablábamos de todas estas cosas enclavadas en mi cuarto… -cerró los ojos y echó la cabeza para atrás en el sofá. Vio a las dos niñas ávidas contemplando las láminas de un libro de la tía Inés que se titulaba El milagro de la vida.

– Sí -dijo Sara, en el mismo tono nostálgico- ya crecimos… ya pronto seremos viejas, tendremos nietos y nos parecerá mentira.

¿Tendría nietos? pensó Lavinia, ahogada por la nostalgia y la imposibilidad de visualizar su futuro con la seguridad de Sara. Quizás no tendría ni hijos.

Abrió los ojos y miró, como lo hacía tantas veces, la casa, el jardín y su amiga sentada lánguidamente, sorbiendo el café. Siempre le desconcertaba la sensación de pensar que ésa podría haber sido ella, su vida. Era observar la bifurcación de los caminos, las opciones. Había escogido otra; una que cada vez la alejaba más de esas tardes frente a los tiestos de begonias y rosas, la loza blanca y fina de Sara en la mesa junto al verde patio interior, los nietos, la perspectiva de una vejez de trenzas blancas. Pero su opción la alejaba también de la indiferencia, de este tiempo aislado, protegido, irreal. Estaba segura que no habría sido feliz así, aunque le habría gustado pensar en hijos, en un mundo acogedor…

– ¿Y vos todavía no pensás casarte, tener hijos? -preguntó Sara.

– No. Todavía no -respondió.

– Siempre me estoy preocupando por vos. No sé por qué siempre temo que te enredes, que te dejes llevar por esos impulsos tuyos. Aunque siempre me decías “mística”, pienso que de las dos, vos sos la más romántica e idealista. Tenés más dificultades para aceptar el mundo como es.

– El mundo no “es” de ninguna manera, Sara. Ése es el problema. Somos nosotros quienes lo hacemos de un modo u otro.

– No. No acepto eso. Nosotros no somos quienes decidimos. Es otra gente. Nosotros somos solamente montón, gentecita cualquiera… ¿Querés otra galleta? -dijo, extendiéndole el plato con las galletas de coco.

– Ésa es una visión cómoda -dijo Lavinia, tomando la galleta y mirando al patio con expresión ausente. Frecuentemente entraba en discusiones así con Sara. Nunca sabía si valía la pena continuarlas. Generalmente extinguía la conversación, la apagaba a punto de desgano.

– ¿Pero qué se puede hacer? decime; aquí, por ejemplo, ¿qué podemos hacer?

– No sé, no sé -dijo Lavinia-, pero algo se podrá hacer…

– No querés aceptarlo, pero la realidad es que nada se puede hacer. Ya ves vos, con todo y tus ideas, te tienen diseñándole la casa del general ese…

– Sí, pues, y qué sabemos… a lo mejor convenzo al general de que deberían preocuparse más por la miseria de la gente… -y adoptó un tono de broma, de fin de conversación-. Vamos, Sara, hablemos de tu futuro niño. Nunca llegamos a ninguna parte con este tema.

Se quedó un rato más conversando con la amiga. El domingo estaban invitadas a un paseo en la hacienda de unos conocidos. Era el cumpleaños del anfitrión. La hacienda tenía piscina y el paseo prometía ser muy alegre. Se pusieron de acuerdo para irse juntas.

– ¿No vas a llevar a Felipe? -preguntó Sara.

– No. Ya sabés que a Felipe no le gustan las fiestas.

– Nunca he conocido un ser más antisocial que ese novio tuyo -dijo Sara- pero en fin, es mejor, así platicaremos más en confianza.

Al salir se encontró con Adrián de regreso de la oficina. Lo felicitó. Él aceptó las felicitaciones inhibido, con actitud de niño gracioso. Lavinia sonrió para sus adentros, confirmando su tesis de que si bien seguramente estaba feliz, no podía manejar muy bien su participación en el acontecimiento. No haber hecho ningún comentario cínico o socarrón, era la mejor prueba de su emoción. Sin embargo, Sara no podía percibirlo esperando, como esperaba, el abrazo jubiloso de las películas.