Para todas las pérdidas tuvo Clemencia al uso la frase de la hermana mayor: “la vida siempre devuelve”. Se la había oído decir un día que se puso en filósofa, y de tal frase se hicieron mil versiones a lo largo y lo ancho de cuanta pérdida y hallazgo hubo en la obra de arte que quisieron hacer con ese viaje.
No tuvieron ni un sí, ni un no, ni un entredicho. No pelearon ni por las cuentas, ni por los restoranes, ni por el tiempo que cada una quería pasar en cada tienda, ni por el ocio que cada cual quería poner en diferente sitio.
Cargadas con un libro de proverbios budistas, uno de viajes en veleros antiguos y otro con los mejores cuentos del siglo diecinueve, se hicieron a la mar y al cielo, para ver qué pasaba en lugares menos recónditos que los que caben en los sueños de un marido.
Y hubo de todo en ese viaje: en España los ojos vivos de risa de una mujer excepcional, las flores de Tenerife hablando en verso, la repentina voz de un lobo al que es imposible no verle las orejas porque sólo su corazón las desafía, la deslumbrante bondad de una merluza bajo la luz de una rotonda de cristales, la seda de un jamón de bellota, el aroma a jazmín de un arroz con leche, la película de Almodóvar y las dos bocas de Gael García.
En Venecia las tres exhaustas y aventadas a la mala suerte de coincidir con la mitad del festival de cine, las tres con sólo sus seis brazos cargando el equipaje para cuatro semanas y diez distintos climas, las tres subiéndose por fin a un taxi que, como cualquiera bien sabe, allí es una lancha guiada por un bárbaro. Las tres frente a la tarde aún dorada y andando sobre el agua con el juicio en vilo con que uno mira la ciudad si respeta el milagro que la mantiene viva. “Nessuno entra a Venezia da stranniero”, escribió el poeta y recordó una de las hermanas que en asunto de versos tiene la rara memoria de los que todo olvidan menos lo que conviene.
Hay un león con alas mirando al Gran Canal y esa noche un atisbo de luna en el cielo sobre la plaza que quita el aire y lo devuelve sólo si está tocado por su hechizo. Un haz de luz prestado por la muestra de cine pintaba de violeta el marfil de la catedral. Debajo de este orden, un caos con los arreglos hidráulicos de una compañía coreana prometiendo redimir el futuro del suelo que se hunde. Y al fondo del tiradero el insigne reloj, aún cubierto de andamios, al que por fin le sirven las campanas, dando las doce para anunciar la media noche. Tocaban al mismo tiempo las tres bandas de música y bajo el león bailaba una pareja suspendida en sí misma. ¿Quién quería irse de ahí al mal proceder de indagar en qué anda su marido? Nadie, menos Clemencia que como si le hiciera falta tuvo a bien decidir enamorarse del león. Porque “la vida compensa” y esa fiera desafiando la inmensidad parecía declararle un amor de esos que a nadie sobran y todo el mundo anhela.
La hermana mayor en los últimos tiempos había perdido el sueño de modo tan notorio que cuando todo el mundo sucumbía a su lado, ella seguía moviéndose por el cuarto del hotel como si tuviera miedo de que al dormir fueran a perdérseles las llaves de algún reino. Sin embargo, hasta ella se había ido a la cama cuando Clemencia entró al cuarto, del palacio en que dormían, con el león en el alma y el desayuno en bandeja.
En Mantova, hecha de terracota y tiempo, murallas y castillos, encontraron un festival de libros por toda la ciudad. Los hoteles, los patios, los mercados, las tiendas, los museos, las agencias de viajes, las escuelas, la noche, los teléfonos, la mañana, las cafeterías y el cielo, están tomadas durante una semana por una feria de escritores y lectores. El platillo locaclass="underline" ravioli di zucca. ¿Qué iba Clemencia a hacer hurgando en algo más recóndito que aquella pasta con relleno de calabazas tiernas?
Al día siguiente fueron a caminar a la vera de un lago hasta que, cansadas de sí mismas, se dejaron caer en una orilla. El sol se fue perdiendo en el perfil que corta el horizonte. Ellas no dejaron minuto sin despepitar un enigma. Y con la misma intensidad dedicaban un rato a imaginar la receta de un spaghetti o treinta a reírse con el recuerdo de la noche en que alguien dio con el valor que le urgía para dejar el infortunio que eran los gritos de su tercer marido sólo para caer en poco tiempo en los gritos del cuarto. Lo mismo iban de un tigre que deslumbró la tardía infancia de una de las hermanas al pianista cuyos amores invisibles se inventó la otra. Se reían de sí mismas siguiendo los consejos de la única monja que algo les enseñó en la escuela: la risa cura y el que se cura resuelve. Frente a ellas y su conversación como una trama de tapiz persa, dos cisnes empezaron una danza y viéndolos hacer se acercaron dos más y después otros dos hasta que seis se hicieron. Clemencia, que aún andaba urgida de pasiones, se enamoró sin más de los seis cisnes, del pedazo de sol y de las dos hermanas con que andaba de viaje para escapar de un sueño. Cenaron luego una pasta con berenjena y durmieron nueve horas hasta que sonó el teléfono del que salió una voz inusitada.
El cuarto oscuro de la memoria funciona discriminando, y nunca se sabe cuál es la exacta mezcla de luz y sombra que da una foto memorable. Se sabe sí, que todo lo que trae puede ser un prodigio: cerca de Udine las montañas y el río de un denso azul como pintado por Leonardo. Sobre el puente del diablo, detenidas mirando Cividale para reconocer el siglo doce. En Udine una pasta con tomate y albahaca, una rúcola con queso parmesano y un muchacho que cantaba al verlas entrar como si veinte años tuvieran. De ése, faltaba más, también se enamoró Clemencia. De ése y de un violinista al que encontraron ensayando a Vivaldi junto al altar de una iglesia cerca de la Academia, de regreso en Venecia como quien al desastre y al absoluto vuelve. ¿De qué andar preguntándose por los sueños de un hombre, cuando se puede andar de pie entre tantos sueños? Los estudiantes han llenado un puente de acero con sus cuerpos jóvenes y dos antorchas cada uno. Todo el paso arde sobre el agua que atraviesan doce góndolas en las que juegan cien remeros cantando para engañar a quien se deje. Los jóvenes los miran sin soltar las antorchas con que piden la paz en mitad del canal más hermoso del mundo. Una de ellas celebra su cumpleaños, se lo cuenta a Clemencia que todo quiere saber y le ha preguntado qué significa todo eso. “Preguiamo per la pace” contesta la criatura de veinte años que en sí misma parece una oración. ¿La pace? ¡A Irak!, le responde la niña.
Una muestra de Turner está en Venecia con todas las pinturas que hizo en tres semanas de visitarla. Turner que pintó en brumas el puente de los suspiros: en cada mano una cárcel y un palacio. Turner las enamoró a las tres desde un lugar en mitad del siglo diecinueve. ¿Cómo iban a envidiar otros amores?
No podían estar más radiantes que de regreso en Venecia. La Venecia ridícula y divina vista del mar parece un barco de cristal y desde la terraza del Hotel Danielli, vista parece con el ojo de un dios que sólo vive de mirarla, como si fuera el más voraz de los turistas. Porque turismo hacemos todos en Venecia, tal vez incluso las palomas. Por más que las tres damas de nuestra historia se creyeran más arraigadas en el palacio de los Dogos que el dueño de una tienda de Murano diciendo muy solemne: Yo no vengo de una familia con abolengo en el Venetto. Mis antepasados apenas llegaron aquí en el siglo dieciocho.