Le gustaba hacer el amor con música. Dejarse ir en la marea de besos con música de fondo, música suave como el cuerpo sinuoso que le surgía en la cama. Era extraordinario, pensaba, cómo el cuerpo podía ser tan dúctil y cambiante. En el día, soldadito de plomo caminando marcialmente entre las calles, de oficina en oficina, sentándose erecta en sillas duras e incómodas; por la noche, no bien la música, el tacto y los besos, abandonándose suave, liviana, distendiéndose en la imaginación del placer, sorbiendo el roce de otra piel, ronroneando.
No concebía que pudiera alguna vez perder la sensación de maravilla y asombro cada vez que los cuerpos desnudos se encontraban.
Siempre había un momento de tensa expectativa, de umbral y dicha, cuando el último vestigio de tela y ropa caía derrotado al lado de la cama y la piel lisa, rosada, transparente surgía entre las sábanas iluminando la noche con luz propia. Era siempre un instante primigenio, simbólico. Quedar desnuda, vulnerable, abiertos poros frente a otro ser humano también piel extendida. Eran entonces las miradas profundas, el deseo y aquellas acciones previsibles y, sin embargo, nuevas en su antigüedad: la aproximación, el contacto, las manos descubriendo continentes, palmos de piel conocidos y vueltos a conocer cada vez. Le gustaba que Felipe entrara en el ritmo lento de un tiempo sin prisa. Había tenido que enseñarle a disfrutar el movimiento en cámara lenta de las caricias, el juego lánguido hasta llegar a la exasperación, hasta provocar el rompimiento de los diques de la paciencia y cambiar el tiempo de la provocación y el coqueteo por la pasión, los desatados jinetes de un apocalipsis de final feliz.
Sus cuerpos se entendían mucho mejor que ellos mismos, pensaba, mientras sentía el peso de Felipe acomodarse sobre sus piernas, agotado.
Desde el principio se descubrieron sibaritas del amor, desinhibidos y púberes en la cama. Les gustaba la exploración, el alpinismo, la pesca submarina, el universo de novas y meteoritos.
Eran Marco Polo de esencias y azafranes; sus cuerpos y todas sus funciones les eran naturales y gozosas.
– No dejas de sorprenderme -le decía él, tirándole cariñosamente del pelo en la mañana-, me has hecho adicto de este negocio, de esos quejiditos tuyos.
– Vos también -respondía ella.
La cama era su Conferencia de Naciones, el salón donde saldaban las disputas, la confluencia de sus separaciones. Para Lavinia era misterioso aquello de poderse comunicar tan profundamente a nivel de la epidermis cuando frecuentemente se confundían en el terreno de las palabras. No le parecía lógico, pero así funcionaba. En ese ámbito habían conquistado la igualdad y la justicia, la vulnerabilidad y la confianza; tenían el mismo poder el uno frente al otro.
“Es que hablar muchas veces enreda” decía Felipe y ella discutía que no. Es más, estaba convencida que no era así, hablando se entendían los seres humanos. Lo de los cuerpos era otra cosa, un impulso primario extremadamente poderoso pero que no saldaba las diferencias, aun cuando permitiera las reconciliaciones tiernas, las caricias de nuevo. Era más bien peligroso, argumentaba ella, pensar que los conflictos se resolvían así. Podían acumularse bajo la piel, irse agazapando entre los dientes, corroer ese territorio aparentemente neutral, agrietar la Conferencia de Naciones.
Era portentoso que aún no hubiese sucedido, teniendo en cuenta los frecuentes encontronazos. Tal vez se debía a que, en el fondo, cuando discutían, Lavinia separaba al Felipe que amaba del otro Felipe, el que ella consideraba no hablaba por sí mismo, sino como encarnación de un antiguo discurso lamentable: su niño malo que ella deseaba redimir, expulsar del otro Felipe que ella amaba.
Flor solía decirle que era demasiado optimista pensando poder liberar a su Felipe del otro Felipe; pero le concedía la esperanza.
La esperanza era quizás el mecanismo que le permitía conservar la música cuando hacían el amor, aunque quizás fuera solamente un mecanismo de defensa inventado por ella contra la desilusión y el pesimismo de pensar en la imposibilidad de un cambio… ¿Cómo creer tan fervientemente en la posibilidad de cambiar la sociedad y negarse a creer en el cambio de los hombres? “Es mucho más complejo” opinaba Flor, pero a ella no le satisfacían esas teorías. No negaba la complejidad del problema, ni era ilusa de pensar en soluciones fáciles. Le parecía que el meollo del asunto era un problema de método. ¿Cómo se provocaba el cambio? ¿Cómo actuaba la mujer frente al hombre, qué hacía para rescatar al “otro”?
Se abrazó a la espalda de Felipe dormido y dejándose invadir por el sueño se evadió de aquellas incertidumbres.
Ana María Shua
Las chicas electrónicas
ANA MARÍA SHUA nació en Buenos Aires en 1951. Como escritora, publicó más de cuarenta libros, entre los que se cuentan: Soy paciente (Premio Losada 1980), Los amores de Laurita, El libro de los recuerdos, La muerte como efecto secundario, La sueñera, Casa de geishas, Botánica del caos e Historias verdaderas. “Las chicas electrónicas” forma parte de su libro Historias verdaderas (2004).
– ¿Te acordás, hermana? Nos íbamos a bailar a las dos, tres de la mañana, de golpe los jóvenes copábamos la calle, como si todos al mismo tiempo saliéramos de nuestras madrigueras. Nos juntábamos en los kioscos, en los bares, en las esquinas…
– Me acuerdo. Usabas brillantina en la cara y en el escote. Y esas zapatillas de plataforma que te gustaban tanto pero te hacían torcer el tobillo.
– Una vez me hice un esguince y de algún modo me las arreglé para seguir bailando. Lo que es ser joven. Al día siguiente me tuvieron que enyesar. Y vos tenías el aro en el ombligo.
– Estaba muy orgullosa de mi aro: me había costado varias infecciones y todavía lo tenía allí. Vos te ponías gel en el pelo. Y usabas tops con una sola manga para lucir el tatuaje en el hombro. ¿Lo tenés todavía?
– No, me lo saqué con láser hace unos años. Los rollingas sacaban a relucir sus zapatillas blancas, el flequillo y los pañuelitos al cuello.
– No les gustaba que les dijeran rollingas. Ellos a sí mismos se llamaban stones.
– Tenías ese amigo alternativo, ¿te acordás? que se pasaba la mitad de la vida levantándose los pantalones. Y usaba la cadena colgando atrás para sostener la billetera. Pero sin billetera, porque ya se la habían robado una vez con cadena y todo.
– ¡Cómo se asustó mamá cuando me hice esa lastimadura con las uñas!
– Ah, claro, con la onda de la escarificación. Nuestros padres no apreciaban mucho las cicatrices.
– Enseguida corrieron a consultar a su terapeuta, como hacían siempre. Por suerte la mina estaba en el mundo real y les dijo que se quedaran tranquis, que era nomás una moda.
– Vos usabas el pelo violeta, te lo habías decolorado para que te tomara bien y estaba todo arruinado, como paja. Me acuerdo de que la abuela te pagó la peluquería como regalo de cumpleaños y cuando vio la obra terminada se quería cortar las venas con una vainilla.
– Siempre te envidié el mameluco anaranjado brillante. Yo no tenía una ropa tan electrónica. Todos te miraban. Nuestro gran sueño era participar alguna vez en la súper rave internacional, el Love Parade de Berlín.
– Mamá se sorprendía de ver a nuestros amigos varones con los ojos pintados. Y cuando le contábamos que bailaban entre ellos…
– Pretendía que le explicáramos las diferencias entre el house y el trance o entre el drum-and-bass y el jungle. ¡Si lo último que había escuchado ella eran los Beatles!…