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En el año 2030, así recordarán mis hijas esas madrugadas electrónicas de Buenos Aires. Y mientras charlan, escucharán música, pero no precisamente tecno: escucharán tango, algún viejo clásico como Adiós Nonino. Que no es música de pibes. Porque para disfrutar del tango hay que haber tenido y haber perdido, hay que ser capitán de la nostalgia, enamorado del recuerdo.

Luisa Valenzuela

El protector de tempestades

LUISA VALENZUELA nació en Buenos Aires en 1938. Es narradora y periodista. Entre otros, publicó los libros: Hay que sonreír, Los heréticos, El gato eficaz, Como en la guerra, Cola de lagartija, Realidad nacional desde la cama, Novela negra con argentinos y La travesía. Sus relatos están reunidos en el libro Cuentos completos y uno más. “El protector de tempestades” forma parte de su libro de relatos Simetrías (1993).

***

Como buena argentina me encantan las playas uruguayas y ya llevaba una semana en Punta cuando llegó Susi en el vuelo de las seis. Pensé que no iban a poder aterrizar, dada la bruta tormenta que se nos venía encima. Aterrizó, por suerte, y a las siete Susi ya estaba en casa. Ella venía del oeste, la tormenta del este corriendo a gran velocidad apurada por arruinamos la puesta de sol.

Susi dejó el bolso en el living, se caló la campera y dijo Vamos a verla, refiriéndose a la tormenta claro está. La idea no me causó el más mínimo entusiasmo, más bien todo lo contrario. La vemos desde el balcón, le sugerí. No, vamos al parador de Playa Brava, que estas cosas me traen buenos recuerdos.

A mí no, pero no se lo dije, al fin y al cabo por esta vez ella era mi invitada y una tiene, qué sé yo, que estar a la altura de las circunstancias. Yo tengo mi dignidad, y tengo también una campera ad hoc, así que adelante: cacé la campera y zarpamos, apuradas por llegar antes de que se descargara el diluvio universal. Esperando el ascensor Susi se dio cuenta de un olvido y salió corriendo. Yo mantuve la puerta del ascensor abierta hasta que volvió, total pocos veraneantes iban a tener la desaforada idea de salir con un tiempo como éste.

Al parador llegamos con los primeros goterones. Hay una sola mesa ocupada por un grupo muerto de risa que no presta la menor atención al derrumbamiento de los cielos. Tras los vidrios cerrados nos creemos seguras. Ordenamos vino y mejillones que a mi buen saber y entender es lo más glorioso que se puede ingerir en estas costas, y nos disponemos a observar el cielo ya total e irremisiblemente negro, rasgado por los rayos. Y allí no más enfrente, el mar hecho un alboroto. Nosotras, tranqui. Vinito blanco en mano, mejillones al caer. Humeantes los mejillones cuando por fin llegan, a la provenzal, chiquitos, rubios, deliciosos. Los mejores mejillones del mundo, comento usando una valva de cucharita para incorporarle el jugo como quien se toma ese mar ahí enfrente, revuelto y tenebroso. Umm, prefiero las almejas, me contesta Susi.

Igual somos grandes amigas. Ella es la sofisticada, yo soy la aventurera aunque en esta oportunidad los roles parecen cambiados. Susi está totalmente compenetrada con la tormenta, engulle los mejillones sin saborearlos, sorbe el vino blanco a grandes tragos, hasta dejando en la jarra la marca viscosa de sus dedos por no detenerse a enjuagárselos en el bol donde flota la consabida rodaja de limón. Casi no hace comentario alguno sobre la ciudad abandonada horas antes. Sólo menciona el calor, la agobiante calor, dice irónica, como para darle una carga de femenina gordura, ella que es tan esbelta. Y el recuerdo de la muy bochornosa la lleva a bajar el cierre y a abrirse la campera y de golpe contra su remera YSL azul lo veo, colgándole del cuello de un fino cordón de cuero -el mismo cordón, me digo, sin pensar el mismo en referencia a qué otro cordón ni en qué momento.

Me quedo mirándole el colgante: cristal, caracol, retorcida ramita de coral negro, y, lo sé, precisas circunvalaciones de alambre de cobre amarrando el todo.

– El protector de tormentas -comento.

– Sí, fíjate que me lo estaba olvidando en el bolso, por eso te dejé colgada frente al ascensor. Y con esta nochecita más vale tenerlo.

No funciona, digo casi a mi pesar. Claro que sí, retruca Susi, convencida, mientras caen los rayos sobre el mar y parecen tan cerca, y yo le pregunto cómo es que lo tiene y ella pregunta cómo sé de qué se trata y todo eso, y las dos historias empiezan a imbricarse.

– Yo estaba ahí no más, en La Barra, con los chicos, habíamos alquilado una casa sobre la playa, lindísima, mañana te la muestro -larga Susi.

A qué dudarlo. Lo que es yo nada de alquilar y menos casas lindísimas, que mi presupuesto no da para eso, no. Yo en cambio estaba como a siete mil kilómetros de aquí, en Nicaragua, más o menos laburando, captando Nicaragua en un congreso de homenaje a Cortázar en el primer aniversario de su muerte.

– Allá por el ‘85 -digo.

– Allá por el ‘85, si no me equivoco -retoma Susi como si le estuviera hablando de su historia, y yo le voy a dar su espacio, voy a dejar que ella hile en voz alta lo que yo calladita voy tejiendo por dentro. Ella hace largos silencios, los truenos tapan palabras, los de la mesa de al lado se están largando por vertiginosas pistas de ski según puedo captar de su conversación sobre Chapelco, todo se acelera y cada una de nosotras va retomando su trama y en el centro de ambas hay una noche de tormenta sobre el mar, como ésta, mucho peor que ésta.

Yo en Nicaragua en los años de gloria del sandinismo con todos esos maravillosos escritores, uno sobre todo mucho más maravilloso que los otros por motivos extraliterarios. Hombre introvertido, intenso. Nos miramos mucho durante todas las reuniones, nos abrazamos al final de su ponencia y de la mía, nos entendimos a fondo en largas conversaciones del acercamiento humano, supimos tocarnos de maneras no necesariamente táctiles. Largas sobremesas personales, comunicación en serio. Era como para asustarse. Navegante, el hombre, en sus ratos de ocio. Guatemalteco él viviendo en Cartagena por razones de exilio. Buen escritor, buena barba, buenos y prometedores brazos porque entre tanto coloquio, tanta Managua por descifrar -hecha para pasmarse y admirarla dentro de toda su pobre fealdad sufriente-, entre tanto escritor al garete, nulas eran las posibilidades de un encuentro íntimo. Pero flotaba intensísima la promesa.

– Yo estaba en esa casa, sensacional, te digo -va diciendo Susi-. Una casa sobre la playa con terraza y la parte baja que daba directamente a la arena. Jacques aterrizaba sólo los fines de semana, meta vigilar sus negocios en Buenos Aires, y yo iba poco a poco descubriendo la soledad y tomándole el gusto. Los chicos estaban hechos unos salvajes dueños de los médanos y de los bosques, cabalgando las olas en sus tablas de surf pero no tanto porque no los dejaba ir donde había grandes olas, eran chicos, igual hacían vida muy independiente y se pasaban la mitad del tiempo en casa de unos amiguitos, en el bosque, y yo me andaba todo en bicicleta o caminaba horas o me quedaba leyendo frente al mar que es lo que más me gustaba.

– ¿A Adrián Vásquez, lo leíste? -atino a preguntar despuntando el ovillo.

– Jacques me tenía harta con sus comidas cada vez que llegaba. Cada fin de semana había que armar cenas como para veinte, todos los amigos de Punta, todos. Te consta que a mí me gusta cocinar, me sale fácil, pero en esa época yo necesitaba silencio, fue cuando le empecé a dar en serio a la meditación y no terminaba de concentrarme que ya empezaban a saltar los corchos de champán.

En Nicaragua le dábamos al Flor de Caña. Flor de ron, ése. Y llegó el día cuando se terminó el coloquio y casi todos se volvieron a sus pagos y a unos poquitos nos invitaron a pasar el fin de semana en la playa de Pochomil.

– Cierto fin de semana Jacques no pudo venir. Ya no me acuerdo qué problema tuvo en BAires, y los chicos patalearon tanto que me vi obligada a llevarlos a pasar la noche en casa de sus amiguitos y por fin yo me instalé en el dormitorio de abajo, el de huéspedes que daba sobre la arena, dispuesta a leer hasta que las velas no ardan.