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– Qué angustia -me sale en voz alta, sin querer-. Qué angustia en esta tormenta de hoy, y quizá también en aquella tan cargada.

– ¿Te parece? -pregunta Susi-. No, no era para tanto. Era inquietante pero me hacía bien, aquella tormenta, no sé cómo explicártelo pero me sentía bien. Después de dormitar un poco me desperté refrescada, interiormente en paz.

Susi intenta explicarme lo de la paz, yo vuelvo al lado de él. Claribel está diciendo que se había fijado y nuestra casa no tenía pararrayos, y Bud, tratando de calmarnos, agrega: pero sí antena de televisión, que está desconectada, completa el dueño del protector de tempestades quizá para hacerme sentir segura tan sólo a su lado.

– Me sentía tan a gusto que me quedé ahí, no más, absorta en la tormenta, tratando de ver cada uno de los rayos que caían sobre el mar, sin ganas de subir a mi dormitorio y meterme en la cama. Era como una meditación, como estar dentro de esa naturaleza desencadenada, estar dentro de la tormenta y sentir tanta calma, era estupendo. Ni ganas de ir al baño me daban.

– En eso él se levantó para ir al baño -intercalo yo sin pretender que Susi me preste ni la menor atención, más bien como pie para seguir reviviendo mi callada historia. Susi habla y yo me siento como una serpiente de mar asomando arqueados lomos de palabras para después hundirme de nuevo en la memoria. No por eso dejo de escucharla, al mismo tiempo enhebrando mi recuerdo como si las palabras de la superficie y las de la profundidad tuvieran una misma resonancia.

Él se metió en el baño, es cierto. Lo oímos en medio de la negrura tropezar contra algún mueble y al próximo destello, cuando de nuevo tembló toda la casa, ya no estaba a mi lado y pude ver cómo se terminaba de cerrar la puerta. Después, en la oscuridad y el silencio, oímos el cerrojo. Retumbaba la tormenta y no nos sentíamos para nada tranquilos. Y él allí, en el baño, encerrado por horas, por milenios en medio de esa tormenta que tenía algo de desencadenamiento geológico. Estábamos como a la deriva en alta mar y él que era nuestro navegante nos había dejado para buscar refugio.

– Ahora sí tengo que ir al baño -dice Susi, y se levanta decidida al tiempo que el mozo viene de nuevo a la carga. Vamos a cerrar, insiste mientras las olas golpean contra la pared de la terraza y los vidrios del parador se sacuden con el viento. No nos van a dejar así tiradas en medio del temporal, le pedimos, al menos esperen que amaine un poco, no tenemos ninguna protección, protestamos, pero las dos pensamos en lo mismo.

Y él seguía metido en el baño, encerrado, resguardado, y nosotros tres esperándolo, esperándolo y esperándolo -yo- mientras el mundo se desmoronaba y los sapos rugían con un rugir nada de sapo, más bien apocalíptico. ¿No le pasará algo?, pregunté con tono inquieto, pero era un reclamo. Estará descompuesto, estará asustado, en fin, vos entendés lo que quiero decir, dijo la voz sensata de Bud desde la negrura. Y nos quedamos allí callados por los siglos de los siglos y uno de los tres sembró la alarma porque allá, al fondo de la densidad negra, bogaba una lucecita, hacia arriba y hacia abajo, la lucecita de un mástil, apareciendo y desapareciendo a ritmo de las grandes olas, con respiración jadeante.

– Esta tormenta es brava, casi tan feroz como… -está diciendo Susi al retomar su sitio, y yo con la lucecita a lo lejos que parecía estar acercándose y él encerrado en el baño y todos nosotros, los cuatro, encerrados en esa casa en medio de la más arrolladora de las tempestades viendo quizá cómo se acercaba un barco de los contrarrevolucionarios que naturalmente desembarcarían en nuestra playa. Casa de protocolo del gobierno sandinista: trampa mortal. Y la lucecita subía y después se borraba, y volvía a aflorar y parecía más cerca. Él no soñaba con salir del baño ni enterarse de la nueva amenaza. Yo me harté de tanta especulación, de tanta espera dividida entre el deseo y el miedo. Igual que la lucecita del mástil subía el deseo y yo esperaba que él emergiera de la profundidad del baño, dispuesta a decir algo o a hacer algún ademán en el instante mismísimo de un rayo; igual que la lucecita desaparecía el deseo y me hundía yo en la tiniebla del miedo. Ganaron por fin el término medio, la sensatez, el agotamiento, el aburrimiento, la impaciencia, quizá. Dije Buenas noches, me voy a dormir, y a tientas encontré mi dormitorio olvidándome de tanta especulación y de tanta espera, borrando hasta las necesidades más primarias y las ganas de lavarme los dientes. Traté de sacudir las sábanas y de no pensar más en alimañas. No pensar más en el amor o en el miedo a los contras. Así me quedé dormida en esa cargada noche.

– …y esa luz que avanzaba entre las olas parecía estar llegando, ya se la veía muy cerca, y el mar estaba casi en mi ventana y no me dieron tiempo de asustarme de veras porque de golpe oí que me llamaban. Susi, Susi, oí, y pensé que era el viento o mi imaginación. Pero no. Susi, gritaban, y en eso aparecieron dos figuras arrastrando un bote inflable con motor fuera de borda, un dingui, sabés, con un palo alto y una lucecita arriba. Yo estaba tras la ventana iluminada y uno de ellos se acercó. Ahí lo reconocí a Gonzalo Echegaray, ¿te acordás de él? Lalalo, alguna vez lo habrás visto en casa. Venía con otro tipo y estaban hechos una calamidad. Corrí a abrirles y Gonzalo me dijo que el otro lo había salvado, que estaba a la deriva con el velero totalmente escorado y las velas todas enredadas por el viento feroz y su falta de cancha cuando apareció el otro en el dingui y lo rescató. El otro no tenía pinta de gran salvador, por suerte. Era un dulce, un tipo parco, callado como a mí me gustan. Gonzalo dijo que se había tirado a La Barra sabiendo que yo estaría allí, y que se hubieran ido al demonio de no ver la luz de mi ventana que podía haber sido cualquier ventana pero qué. Por suerte era la mía, el salvador era un pimpollo y apenas sonreía mientras Gonzalo contaba las peripecias y después, cuando Gonzalo se fue a dormir más muerto que vivo, me mostró su amuleto. Dijo que en realidad los había salvado el amuleto, que era el verdadero y único protector de tormentas, se lo había hecho especialmente para él un viejo cubano, qué sé yo.

Insensible, el mozo interrumpe, vuelve al ataque: que no se van a seguir arriesgando por nosotras, que por favor saldemos la cuenta y ya van a cerrar, que por ahí se vuela el parador y todo y más vale no estar cerca.

Mientras esperamos el vuelto Susi insiste en completar su prolija narración de los hechos:

– Gonzalo se quedó como una semana en casa, para reponerse, pero el otro no, sólo esa noche y sin embargo, ¡qué nochecita, doña! Memorable, una noche absolutamente tórrida y deliciosa me hizo pasar el otro en medio de la tormenta.

– ¿Deliciosa como los mejillones?

– Como las almejas. No, más, muchísimo más. Fue la gloria. Lástima que cuando desperté, tarde como te imaginarás, él ya no estaba. Se había ido en su dingui y nunca más supimos nada de él. Pero me dejó sobre la almohada su protector de tempestades que ahora nos va a dar una buena mano para salir de ésta.

Buena mano un carajo, quiero acotar mientras nos disponemos a enfrentar los elementos. Pero con pasmosa templanza me sale lo otro: