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El cerebro de María trabajaba a toda velocidad. No podía esperar un encuentro casual, pues podía no darse. Él asistiría a algún seminario o dictaría un curso y ello significaba que estaría probablemente fuera todo el día. ¿Cómo encontrárselo en la tarde? ¿Cómo saber a qué hora volvería al hotel? ¿Y si se le escapaba? Dejar una nota era lo más razonable y fue la primera idea que cruzó por María. Pero después temió que no estuviera solo. No en vano la habían advertido sobre su aspecto mujeriego y donjuanesco. Era probable que se hiciera acompañar por una mujer. O quizás una novia, algo serio. Después de todo, María no tenía noticias de él hacía varios meses. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde esa noche en Cachagua? ¿Unos siete meses? Y tres meses atrás, en plena separación con Rafael, había recibido a través de Magda una tarjeta con una reproducción del Metropolitan Museum y una sola frase: “Dile al azar que cuente con mi tenacidad”. Nada más. María recuerda que al recibirla, su ego se había inundado de placer. Pero, ¿por qué ese hombre tenía esa rara seguridad sobre ella? Sabía que Ignacio todavía no había hecho definitivo su retorno y que lo haría dentro de poco. Ella sí había estado atenta a ello.

Al final optó por la nota, asumiendo el riesgo de que él no pudiese -o no quisiese- verla. Pero le parecía de vital urgencia que él se enterara que ella estaba ahí.

“¿Eres tú? ¡Qué rara coincidencia! Estoy en la 610.” Y su nombre.

Con eso bastaba. Incluso si la leía la virtual mujer presente, no podría acusarla de nada.

Se retiró a su habitación y se tendió a escuchar la lluvia. Estaba muy nerviosa y confundida. ¡Ignacio! ¡Esto era lo más inesperado que podía sucederle! ¿Y por qué le temía a ese puro nombre? ¿Qué extraña intuición le hacía prevenirse de él y abrirle los brazos paralelamente? Tenía la certeza de que ella significaba algo para él, certeza loca si se piensa que toda la historia de ellos se resumía a una sola noche, siete meses atrás. ¿Qué maniobra del destino los hacía encontrarse hoy, en esta ciudad perdida?

Se maldijo a sí misma por no haber bajado antes. ¿Y si se hubiesen encontrado en el lobby? Probablemente estarían comiendo juntos. ¡Qué desperdicio! Y con un solo día por delante… Odió su fanatismo por la novela negra, su flojera, todo lo que la había retenido en la pieza. Y de repente sintió, con un cierto escalofrío, que de haberse encontrado una hora atrás, ya en este minuto sus cartas estarían echadas.

No fue una buena noche para María. Esperó su llamada hasta tarde y ésta no se produjo. La invadió cierta inseguridad. ¿A qué hora habría vuelto de la comida? Quizás fueron a una fiesta. La ansiedad no le hacía bien -como no le hace bien a nadie.

A las ocho de la mañana siguiente, en punto, sonó el teléfono de su velador.

– Despierta, mujer, te estoy esperando desde las siete.

– ¿Ignacio? -balbuceó, mientras su inconsciente constataba que se encontraba frente al “modelito madrugador”, todo un síntoma de ciertas personalidades.

– ¿Tienes mucho sueño?

– Es que estaba durmiendo…

– ¿Y a qué hora debes trabajar? -Como si hubiesen estado juntos la noche anterior.

– No lo sé. Llegué anoche y aún no me contacto con la gente.

– ¡Ah! Me contactaste primero a mí, ¿cierto?

María rió, ya más despejada. Él continuó:

– Mira, debo salir a las nueve y vuelvo a almorzar. ¿Quieres tomar desayuno conmigo?

María pensó en cuánto se demoraría en levantarse, arreglarse… no quería aparecer irritada por haberse acelerado, cosa que le sucedía siempre. También sopesó el que él no la hubiese llamado anoche y que merecía esperar para verla. Después de todo, las ganas nunca deben mostrarse, por principio. Él la interrumpió.

– ¿Tienes mala cara en las mañanas? Ése es un dato importante a saber -su voz era alegre, segura, risueña.

– ¿Estás sólo? -su curiosidad pudo más que el recato.

– ¿Me preguntas si estoy con alguna mujer? No. Estoy con un grupo de investigadores. ¿Y tú?

– Sola.

– Bueno, hasta diez minutos atrás. Ahora estás conmigo. ¿Hasta cuándo te quedas?

– Hasta el sábado. ¿Y tú?

– Me voy mañana.

Silencio. Era cierto entonces, un solo día. Como si le leyera el pensamiento, él acotó:

– Es muy poco tiempo. Veremos qué se puede hacer. Bueno, ¿tomamos desayuno?

– No. Prefiero almorzar -así me lavo el pelo con calma, hago mis contactos, y lo espero regia y desahogada, pensó.

– Está bien. Juntémonos a las doce y media en la Plaza Murillo, para que no se te haga larga la mañana -como su voz era de risa, María no lo contradijo-. Acortaré mi clase y te esperaré allí. ¿Sabes llegar?

– No importa. Si me he olvidado, tomo un taxi.

– En las escalinatas de la catedral.

– Está bien, allí estaré.

– Antes de cortar, María… ¿qué te parece el azar?

– ¿Por qué? -cínica ella, había leído mil veces la tarjeta.

– ¿No recuerdas en Cachagua? Me dijiste que debíamos dejar esta historia al azar.

– Lo recordé cuando recibí tu tarjeta.

– Pues bien. Ya podemos sospechar lo que el azar quiere…

Y cortó. María quedó de una pieza. Es que la dejaba sin rol. Le robaba el suyo, tan aprendido e infalible cuando de conquistas se trata. Se paseó por la habitación. Y alguna voz interna, pequeñita, le sugirió: ¿Por qué esta vez no te dejas conquistar tú? Recordó aquella observación que hiciera Rodolfo una vez: “María nunca se deja escoger. No es la princesa encerrada en el castillo lleno de obstáculos. Al contrario, ella es el príncipe que sale en su caballo a buscar a sus amores, a escogerlos. Claro, los dragones aparecen después…”

A las once y media ya estaba lista. Se dio una última mirada en el espejo del baño. Había tomado desayuno en la cama, como le gustaba a ella, para no tener que enfrentarse al mundo sin un café previo en el cuerpo. Había hecho los contactos necesarios, ordenó sus papeles para el encuentro al que debía asistir, tomó notas para su intervención, se preocupó de averiguar cuántos días era indispensable su asistencia, luego se duchó largo, se lavó el pelo y eligió la ropa. Se indignó recordando la cantidad de alternativas que había en su closet de Santiago y ahora no sabía qué ponerse para una cita tan importante. Optó por los clásicos Levis y una blusa camisera de esas cien por ciento seda que tanto le gustaban. Se encontró a sí misma pensando en la seda cuando él la tocara. Al menos no olvidó en Santiago su perfume favorito y se roció abundantemente con el Shalimar.

Tomó un taxi ante el miedo de perderse y llegar tarde. Aprovecharía para mirar la plaza y esa iglesia tan bonita. A las doce veinticinco se sentó en los escalones y prendió un cigarrillo. Los nervios la consumían. ¿Qué ocurriría? Buscó en su cartera los Lexotanil, se tomaría uno a la brevedad, por si acaso. No resistiría perder el control. Se sentía infantil y adolescente a la vez. Pero adulta, no. Pensó que a Ignacio se le conquistaría sólo con la total adultez. En eso estaba cuando sintió su voz.

– ¡María!

Venía hacia ella con los brazos abiertos. Ella se levantó y en el tercer escalón se abrazaron. Un abrazo ligero. En fin, no eran dos amigos íntimos que se hubiesen extrañado. Se besaron en la mejilla y se admiraron mutuamente.

– Estás preciosa. Mirándote, me pregunto cómo he pasado todos estos meses sin ti. No fuiste generosa conmigo.

– Deja ya. Nos hemos encontrado en la forma más casual y fantástica, ¿te parece poco?

Allí estaba, alto como lo recordaba, con el pelo casi gris, unas bonitas canas en las sienes, esos ojos claros tan transparentes, esa sonrisa fácil y acogedora, bien vestido en tweeds y lanas azul piedra y sus manos grandes.