Caminaron un rato por el barrio, fueron a la calle Jaén -la más bonita de La Paz -, entraron a la casa de Murillo, gozaron con esa arquitectura colonial que les recordó México y Sevilla. El espíritu era liviano como si se hubiesen conocido la vida entera. Luego él la llevó, siempre caminando, al restaurante del Hotel Plaza, un buen lugar de ceviches y pejerreyes.
Cuando se hubieron sentado con la cerveza helada en la mano, comenzó la conversación propiamente tal. Hablaron largo de Chile, de la falta de perspectivas para salir de la dictadura, del drama de la unidad que no se daba, de las primeras banderas frente al tema de las elecciones libres, del desgaste político del año anterior -el ochenta y seis- que no resultó ser “el año decisivo”, de la remota posibilidad de plebiscito para fines del próximo año. Preguntó con mucho cariño por Magda y José Miguel.
– Están tan, pero tan renovados, que poco les falta para ser derechistas.
Él rió pero no dejó de precisar:
– La verdadera renovación, si se entiende como es debido, poco tiene que ver con la moderación.
Y cambió de tema en forma radical.
– Ya hemos despachado los temas objetivos. Ahora dime, ¿y tu marido?
– Ya no es mi marido.
La pregunta esperada. Él no se mostró asombrado.
– Lo supe esa noche en Cachagua. Supe que tu matrimonio tenía los días contados.
– Yo también lo sabía.
– Y si lo sabías, ¿por qué hemos perdido tanto tiempo?
Los hombres no entienden nada, pensó María. No saco nada con explicarle el miedo que tuve, que él sólo podía acelerar la ruptura y yo no quería romper. Que él no podía estar de por medio. Tenía que ser limpio entre Rafael y yo. No estaba preparada entonces. ¿Entendería él que ha sido necesario vivirlo así, meterme en esta soledad, sufrir todo lo que he sufrido?
– Ha sido duro, Ignacio. No lo festines.
Él le acarició espontáneamente el pelo, tocándola por primera vez.
– Supongo que lo ha sido. Perdona, es que la única vez que yo me separé no fue duro. El alivio fue tal que habría festejado días y días.
– Es un poco frívolo lo que dices. Siempre duele separarse, y sí que lo sé. Es un golpe duro y sólo viviéndolo a fondo puedes salir bien.
Le explicó su teoría que los romances surgidos de inmediato después de una separación estaban desahuciados, que si no pasa un tiempo determinado de elaboración, no se limpia el corazón y la nueva pareja paga los costos de ello.
– Parece que los hombres viven las relaciones y son las mujeres las que las piensan.
Una sonrisa irónica de María:
– ¿Recién te enteras?
– Bueno, todo está bien, entonces. Tú ya has cumplido esa etapa. Me parece, pequeña María, que la vida nos sonríe.
De nuevo le cambió el tema. Pasó a explicarle sus planes.
– A las seis me desocupo. Te iré a buscar en un auto del gobierno y te llevaré a pasear. Podemos recorrer Calacoto, La Florida, ir al Valle de la Luna y si aún nos queda tiempo vamos a San Francisco para que veas el mercado artesanal, o a la Zagárnaga para darte un amuleto del amor o uno de la fertilidad y veas los fetos de llama embalsamados. Luego te invitaré a comer al mejor restaurante de la ciudad, el último piso de nuestro hotel. ¿No lo conoces? Es redondo y transparente y podrás ver todas las luces del alto de la ciudad. Allí podremos tomar un buen Casillero del Diablo… no te asombres, los vinos chilenos están en todos lados, para celebrar nuestro encuentro y nuestra despedida.
– ¿Cómo? -la desilusión en la cara de María no se hizo esperar.
– Tomo el avión al alba mañana. Pero ya tengo todo arreglado. Me dijiste que partías el sábado, ¿verdad?
– Sí.
Entonces, con mirada maliciosa, le extendió un sobre. María lo abrió. Era un pasaje aéreo La Paz-Cuzco para el día sábado, a su nombre. Lo miró sorprendida.
– Pero, Ignacio, ¿en qué momento…?
– Las secretarias en este país son muy eficientes. He pensado en todo. Yo parto a Lima mañana. Debo dar dos conferencias, una el jueves y otra el viernes. Yo me iré de Lima al Cuzco y nos encontraremos allí el sábado. Mi vuelo es muy temprano, el tuyo no tanto. Estaré en condiciones de esperarte allá y hacerme cargo de ti.
Como María lo miraba embelesada, sin habla, él concluyó, levantándose de su silla para retirarse:
– El Illimani estaba despejado hoy. Como eso es muy raro, dicen que algo extraordinario sucede cuando se ve su cumbre.
Hicieron todo lo planificado y terminaron la noche en el restaurante redondo de cristales. La conversación fue fluida y a medianoche ya eran amigos. Se levantaron de la comida tarde y contentos, y María sentía ya el cosquilleo de lo que le esperaba, creyendo que esta magnífica comida era sólo la antesala de la noche en sí. Pero para su sorpresa, él la dejó en su habitación y allí se despidió. Le dio un largo beso, “rico, húmedo, apretado” lo describiría ella más tarde.
– Te espero en el Cuzco.
Ignacio caminó por el pasillo hacia el ascensor. María quedó ahí, parada a la puerta de la habitación, inmovilizada por el desconcierto. ¿Qué significaba que se fuera así? ¿Por qué no se quedaba con ella? ¿Qué había hecho mal? ¿Es que no la deseaba? ¿O todo su donjuanismo era pura exterioridad? Ella nunca imaginó que la noche pudiera tener ese final. Tembló un poco.
– ¡Ignacio!
Él ya estaba frente al ascensor y éste abría sus puertas. Ella no sabía qué decirle, su llamado era un impulso de la rabia. Le balbuceó incoherencias y él la detuvo.
– Seamos directos. ¿Te ofende que no pase la noche contigo?
– Sí, creo que sí. No lo entiendo…
– Ésta no es una más de tus historias fáciles, pequeña -le dijo irónico. Luego agregó, serio-: No te inquietes ni te pongas sospechosa de ti misma o de mí. No quiero dormir contigo hoy. No nos apresuremos, María. Tenemos la vida entera por delante para hacer el amor.
Volvió a besarla y se fue, sin que ella osase detenerlo esta vez. Estaba furiosa. Era una puñalada la que le clavaba y decidió resistir estoicamente.
Y aunque dudó mil veces y tuvo mil discusiones consigo misma, se subió al avión ese día sábado y partió al Cuzco. Como si la propia fuerza de gravedad la llevara, sin que su voluntad pudiese intervenir.
Cuando ya estuvo instalada a su lado en ese hotel azul y blanco frente a la plaza, en la ciudad más hermosa del continente, cuando ya se hubieron besado, tocado, acariciado y amado hasta doler, ella partió al correo y puso un cable a la oficina:
“No me esperen en la fecha acordada. ¿Recuerdan el cuento de la tía de Sara? Gané la lotería y estoy gozando mi suerte. Las quiere, María.”
Ángeles Mastretta