La cena
Tenemos esta costumbre desde hace más de veinte años. Todos los treinta de diciembre salimos solas a cenar. Sin maridos, sin hijos, nada. Sé lo que piensan: no parece ninguna hazaña que un puñado de amigas salga a comer una vez por año. Bueno, depende.
Recuerdo ese fin de año en que Patricia encontró la foto de una ex alumna de Andrés en su escritorio. Joven, pechos grandes, pelo negro. Lo que ella creyó entonces la primera infidelidad de su marido. Cuando ese treinta de diciembre Olga, Ema y yo llegamos a buscarla estaba tirada en la cama llorando.
– Vamos -le dijo Olga-, todos los hombres casados tienen historias con otras mujeres.
– Pará de llorar de una vez -le dijo Ema-. Siempre es lo mismo, todos los tipos después de los cuarenta se mueren por las de veintipico.
Esa noche nos emborrachamos las cuatro y terminamos cantando en una de las fuentes de la avenida Nueve de Julio. Ema se cayó dentro de la fuente y Patricia, Olga y yo nos tiramos para acompañarla. Algunas personas que pasaban caminando se pararon a mirarnos y unos tipos nos gritaron desde un auto. Nos reíamos a carcajadas y creo que las cuatro parecíamos felices.
O el año en que Ema tuvo su primer hijo. El bebé había nacido a principios de diciembre y Ema nos llamó el veintinueve para decirnos que suspendiéramos la cena. Las tres nos negamos.
– La posponemos entonces -dijo Ema-. Podemos ir el mes que viene.
– No -contestamos nosotras-. Tiene que ser el treinta.
Ema argumentó razones lógicas. Que el bebé tenía apenas veinte días, que lo estaba amamantando, que todavía no se había repuesto de la cesárea, que el marido no iba a saber qué hacer cuando el bebé llorara. Pero nosotras volvimos a negarnos una y otra vez hasta que Ema aceptó venir.
La noche de la cena le hizo mil recomendaciones a su marido antes de salir y volvió a entrar cuatro veces a besar a su hijo en el moisés. Fuimos a comer comida china y convencimos a Ema de tomar un café en el bar de la esquina del restaurante.
Ema no quiso café, pidió whisky. La mezcla le cayó pésimo. Había tomado vino en la comida y habíamos brindado con una copa de sidra -invitación de los chinos.
Cuando volvimos a su casa Ema estaba borracha. Tenía una de esas borracheras alegres. Sentamos a Ema en un sillón mecedor para que le diera de mamar a su hijo y entre Patricia, Olga y yo logramos embocar la teta de Ema en la boca del bebé. El marido se quedó en la cocina preparándole café. Enojadísimo con Ema. A nosotras ni nos habló. Cuando nos fuimos, Ema seguía en la mecedora, riendo y hablando con su hijo en una lengua indescifrable y el bebé le contestaba con pequeños gorjeos.
O el año en que el padre de Patricia estaba internado. Ella no se movía del cuarto de hospital. El médico le había dicho que el estado era muy grave, que tenía pocos días de vida. Olga había hablado el día anterior con la enfermera del turno de la noche. A las diez de la noche del treinta llegamos las tres al hospital y le dimos a la enfermera una buena propina para que lo atendiera mientras Patricia no estuviera. Patricia le hizo jurar a la enfermera que lo cuidaría. Fuimos al único restaurante cercano al hospital pero Patricia no quiso quedarse. Los empleados de la municipalidad habían reservado mesa para setenta personas. Cuando entramos, los mozos nos dieron guirnaldas, papel picado, maracas y serpentinas creyendo que veníamos con el grupo de los municipales.
– Hay que despedir el año con alegría -nos decía el que repartía el papel picado en la entrada.
– Nos vamos -dijo Patricia.
Y nos fuimos las cuatro sin animarnos a devolver el cotillón.
Hacía ese calor pesado de diciembre.
Compramos una pizza y algunas latas de cerveza y cenamos en el patio del hospital. Ema y Olga se habían colgado las guirnaldas como collares.
Brindamos con las latas de cerveza sin animamos a decir una palabra. Ema, Olga y yo nos fuimos antes de las doce.
Dice Patricia que la enfermera estaba con el padre como se lo había prometido cuando ella llegó. Que el padre la miró, le sonrió y le preguntó con voz serena: “¿Llegaste?” Que murió unas pocas horas después, antes de que empezara a amanecer.
Hoy es treinta de diciembre otra vez. Habíamos quedado con Patricia en que a las diez pasaba por su casa a buscarla con un remise. A las ocho me metí en la ducha. A las nueve me pinté las uñas. Después me maquillé, me vestí y pedí un remise para las diez menos cuarto. La última semana había hecho una dieta para estar deshinchada esa noche. Cambié las cosas de la cartera y me miré por última vez en el espejo. Estaba deshinchada.
María Fasce
El gato
MARÍA FASCE nació en Buenos Aires en 1969. Es licenciada en Letras, escritora, periodista, traductora y editora. Publicó El oficio de mentir, Conversaciones con Abelardo Castillo, el libro de relatos La felicidad de las mujeres (Premio del Fondo Nacional de las Artes 1999), la novela La verdad según Virginia y la obra de teatro El mar. “El gato” es un relato inédito.
Felipe no podía comer pasas. Pero ese grumo morado en medio de la mostaza del pañal era una pasa. Lucía cerró el pañal con el mismo movimiento con que las vendedoras del shopping habían envuelto los regalos de Navidad. Buscó uno limpio debajo del cambiador y sostuvo con la mano izquierda al bebé, que se agitaba como una lombriz patas arriba y repetía “nenenene”.
– Mamá. Felipe. Felipe. Mamá-dijo señalándose y señalándolo.
– Nenenene -insistió Felipe.
La cabeza despeinada emergió de la remera de Mickey. Lucía le puso la colonia con que lo habían perfumado por primera vez en la nursery de la clínica. El olor le quedaría en las manos hasta la noche. En otra época usaba perfumes exóticos, de cítricos y maderas. Ahora olía como todos los bebés que nacían en la Clínica Bazterrica.
– Vamos a abrir la persiana que ya es de día -le dijo a Felipe, que empezó a jugar con el cordón de la cortina hasta que ella le puso un oso de peluche en cada mano. Al salir de la habitación se clavó la punta de la mesa de luz en el muslo.
– Papá -dijo Felipe señalando el bulto informe que roncaba bajo la sábana. Agitó su manito, adiós.
– Sí -dijo Lucía-, papá.
Hundió la cara en la nuca blanda. Por debajo de la colonia había un suave olor a azufre.
Dejó a Felipe en el piso del baño y abrió la canilla.
– Ahora mamá va a bañarse mientras vos jugás acá con Barny y Donald. Después vamos al jardín.
Felipe se apoyó en el borde de la bañadera empuñando un ejemplar despedazado de Alí Baba y los cuarenta ladrones que acababa de encontrar en el canasto de la ropa sucia.
– No, ahora mamá no puede leer.
El libro cayó al agua. Después cayeron Barny, Donald, el champú, la jabonera y la crema de enjuague. Como ya no tenía nada más que tirar, Felipe señalaba las páginas mojadas y lloraba. El chupete. ¿Dónde había quedado el chupete? Felipe salió del baño pero no volvió con el chupete sino con un papanoel de felpa y los osos de peluche, que también fueron a parar al agua.
– Ahora mamá va a lavarse la cabeza -siguió Lucía sin mirar los muñecos cubiertos de espuma. Desde que Felipe había nacido, mucho antes de que pareciera entenderla, se había convertido en una relatora de sí misma-. Ahora mamá se seca.
Se miraron por el espejo del baño. Vio la cara sonriente de su hijo y después un cuerpo desconocido, con una marca roja en el muslo. Salió de la bañadera y se envolvió en la toalla.
Se puso los zapatos mientras Felipe le tironeaba la toalla de la cabeza. Llegaban tarde. Buscó el bolso y de repente se encorvó husmeando el aire como un gato. Había dejado el pañal sucio en el cuarto. Felipe lloraba y daba golpecitos en la puerta para salir. El chupete también estaba sobre el cambiador.