Corrió a la cocina con el pañal, lo metió adentro de una bolsa de nailon y lo tiró a la basura. Felipe la siguió con su andar de pato y la mochila en la mano. Lucía anduvo también como un pato unos pasos. Sonrió: ahora iba a andar así todo el día.
– Orrr -roncó Felipe. Los ronquidos de Carlos se oían incluso desde la cocina.
Guardó el táper del cereal y el de la fruta en la mochila de Felipe. Se cortó un trozo de budín para comer por el camino. Era un budín de pasas.
El olor a cigarrillo y a encierro la hizo retroceder en el umbral como si hubiera destapado una olla. Apoyó las llaves sobre la mesa y Felipe corrió a abrazarse a sus rodillas.
Carlos dejó caer el libro de La princesita caprichosa. Se levantó del sofá, le dio un beso y le miró los labios pintados.
– Hoy estuvo terrible -dijo.
Felipe sacudió su dedo: “nonono”. Se reía y tenía el pelo mojado de champú. Lucía lo saludó: índice con índice, el saludo de ET. Después le dio un beso de sapo y se quedó un instante contra su carita acolchada.
– Qué calor. -Prendió el ventilador de techo y las aspas hicieron titilar las guirnaldas del árbol de Navidad.
– Voy a ver si trabajo un poco -dijo Carlos.
Felipe esperó hasta oír las dos vueltas de la llave para ponerse a llorar: “papápapá”. Entonces Lucía lo alzó en brazos y lo llevó a la ventana para que viera la luna.
– Luna -dijo él.
El domingo a la tarde habían ido al Jardín Botánico. Era el mejor momento de la semana: Felipe en su cochecito, los dos juntos frente al mundo; Lucía mostrándoselo, él descubriéndolo. No entendía a esas madres que compraban cochecitos invertidos: los bebés bajo el toldo cóncavo, aburridos de verles siempre la cara. El cielo estaba celeste, casi turquesa, y la luna era un semicírculo blanco en medio del camino de piedras que dividía el Jardín. “Luna, luna”, había dicho Lucía. No recordaba que la luna podía salir antes que se hiciera de noche. Habían jugado a llegar caminando hasta ella como si estuviera esperándolos al final del camino. A la salida del Botánico, Felipe persiguió la luna por la calle, señalándola con el dedo y llamándola hasta que llegaron a casa. Después la había descubierto en la terraza. Desde entonces la buscaba día y noche, en las ventanas y en los libros infantiles.
La remera y el short flotaban en la bañadera de plástico junto al pato y el delfín de goma. Un pañal abierto impregnaba el baño de un olor ácido. El olor podía venir también del inodoro, que tenía la tapa levantada. Lucía tiró de la cadena y se quedó un instante con la cara frente al espejo, sin mirarse.
– Ahora vamos a cocinar -dijo por fin.
Felipe salió del baño y la siguió a la cocina.
Papilla de papas, zanahoria, zapallo, pollo, arroz, carne, manzana, banana, pescado. Papillas de distinta textura y color, con la combinación exacta de proteínas, vitaminas y grasas. Nunca le había gustado la cocina pero ahora era experta en papillas. Peló una zanahoria, una papa y un zapallito y los puso a hervir. Los miró borronearse bajo las burbujas. Su vida entera había cobrado la consistencia de una papilla. Tenía todos los ingredientes que necesitaba, pero no podía verlos ni disfrutarlos. Todos estaban confundidos, hervidos, mezclados, aplastados.
Felipe se comió la papilla mirando Caperucita roja en versión japonesa. Caperucita era una cruza de Heidi y Peter Pan, volaba, tenía la cara, la boca y los ojos redondos, demasiado redondos; el lobo cantaba “Kaaawai, kaaawai, fu-man-chí”. Bailaba, hacía gimnasia y se comía a Caperucita y a su abuela con palillos. No, se las comía de un bocado, sin masticar. Cerca del final, Felipe se bajó de la silla y entró en fase Duracell. El sueño lo hacía dar vueltas por la sala. Se estrellaba contra las puntas de las mesas y los marcos de las puertas. Se caía, lloraba, se levantaba, se caía, lloraba, se levantaba, como el conejo de la propaganda de las pilas.
Leyeron La princesita caprichosa sentados en el sofá. Después bailaron flamenco y Felipe dio vueltas tocando castañuelas imaginarias, hasta que se cansó y volvió a tropezarse, a llorar y a caerse.
– Papá -dijo señalando la puerta cerrada, mientras Lucía lo llevaba en brazos a su cuarto.
– Papá trabaja. -Papá tiene el reloj invertido, es como si fuera japonés. Papá vive en otro planeta.
En el último pañal del día había una caca blanda y pálida, con pequeñas hebras de tabaco.
– Buá -dijo Felipe, y le pateó la panza, un pie con pantufla y el otro no.
“Malena canta el tango como ninguna”. Y después sólo “lalalalalalala su corazón”. Cuando ya estaba a punto de dormirse, Felipe se levantó otra vez y se apoyó en la baranda de madera. Le acarició el pelo. Un abrazo con olor a pollo y su cara contra la suya:
– Mamá, nene -dijo señalándola y señalándose.
Lucía soltó un suspiro y sintió que el aire se llevaba el hastío y el cansancio, como una tormenta de verano que despeja el cielo. Felipe volvió a decir las palabras mágicas y después las dijo ella, y volvió a decirlas. Por la calle pasaron dos chicos corriendo y riéndose, aunque ya era tarde. Después oyeron rebotar varias veces una pelota.
– ¿Por qué le cantás Malena? -preguntó Carlos. Revolvía con la cuchara el fondo de la licuadora.
Lucía no contestó. Abrió la alacena e inspeccionó el contenido de las cajas de pasta.
– ¿Qué querés comer? ¿Hago tallarines?
– Mno, me termino la papilla de Felipe.
Volvió a encerrarse en su estudio, esta vez sin llave. Lucía apoyó el oído contra la puerta, pero no oyó el teclear de la máquina. Abrió la heladera: danoninos, yogurts de soja e ingredientes para papillas. Olió el envase de la leche descremada y lo vació en la pileta. Motas y coágulos blancos sobre el acero. Calentó leche entera y llenó un vaso y una mamadera. Les puso miel y una cucharada de cereal. Dejó la mamadera de Felipe sobre la mesa de luz y se tomó su leche sentada en la cama. Se quedó dormida con el vaso en la mano. Del otro lado de la pared, Felipe respiraba despacio.
La remera húmeda de Carlos. El olor violento a café, sudor y tabaco, y su propio aliento, empastado de leche y sueño. Cerró los ojos e hizo memoria: Carlos tenía esa remera desde la tarde anterior.
Los despertó el llanto de Felipe.
– La mamadera está sobre la mesa de luz -murmuró Lucía-. Pero seguro que hay que hacer otra.
Carlos se levantó y fue hasta el cuarto de Felipe sin calzarse las pantuflas. Destapó y olió la mamadera y fue a la cocina a hacer una nueva.
El ruido de la leche entrando a borbotones en la garganta. Un llanto cortito y el tchuptchup del chupete.
Pasaron unos minutos, o quizás unas horas, hasta que Felipe volvió a llorar. Lloraba y tosía. Tosía y lloraba.
– Va a vomitar -dijo Carlos, pero no se movió.
Lucía se levantó de la cama, se puso las pantuflas al revés y fue hasta la cuna. Felipe parecía más pequeño y al mismo tiempo mucho más pesado de noche. Tosía y tenía la cara roja de llanto. Lo llevó a su cuarto y lo arrastró como una bolsa hasta la almohada. Pero seguía tosiendo y llorando.
– Va a vomitar -dijo Carlos otra vez.
Lucía lo incorporó y lo alzó en brazos, y la ola de vómito los alcanzó a los dos. El llanto se hizo más fuerte, incontenible. Corrieron al baño a limpiarse. Lucía se sacó el camisón y arrancó las sábanas de la cama, y se acostaron desnudos sobre el colchón que olía a leche cortada. El bebé en medio de la almohada, como un cartílago que unía el cuerpo de los dos.
Habían dejado la ventana abierta para que entrara algo de aire, pero sólo entraban las bocinas y las frenadas de los autos. Lucía pensó en la ropa sucia en la bañadera, en los pies sucios de Carlos. Enterró su cara en el pelo del bebé, como esos chicos que aspiran pegamento para drogarse, y se durmió.