– ¿Te gustan los gatos? -le había preguntado Elsa en la oficina.
– Sí -dijo Lucía, sin apartar la vista de la pantalla. Habría contestado lo mismo si le hubiera preguntado “¿te gustan los mariscos?” En realidad no le gustaban, pero nunca servían mariscos en el bar en el que comían al mediodía. Ni gatos.
– Entonces te voy a pedir un favor.
Lucía dejó de teclear, miró hacia el otro escritorio. Elsa le devolvió una mirada ansiosa y volvió a su teclado. Hubo un silencio incómodo, tan largo que la pantalla mostró la foto de Felipe junto al árbol de Navidad, con su remera de Mickey y una cuchara azul en una mano.
– Mi gata parió ocho gatitos y no puedo tenerlos.
Elsa le había vendido rifas, cremas de aloe vera, cosméticos, tupperwares. Esta vez se trataba de un gato.
Lucía llevaba el gato adentro del bolso de lona, sobre la falda, porque estaba prohibido subir al subte con animales. Apoyó las manos sobre el bulto tibio, como cuando estaba embarazada, pero le pareció que así atraía más las miradas, además, la pollera había empezado a pegársele a las piernas por el calor. Puso sus manos a los lados del cuerpo y el gato acabó por deslizarse fuera del bolso. Por suerte ya estaban por llegar. No había pasajeros en el asiento de enfrente y el suave ronroneo se confundía con el traqueteo del subte.
¿A Felipe le gustaría tener un gato? Elsa había dicho que a todos los chicos les gustaban las mascotas. ¿Y a los hombres? No había tenido tiempo de preguntarle a Carlos. En realidad, hubiera podido llamarlo desde la esquina de la oficina, mientras Elsa corría a su casa en busca del gato. Pero todo había sido demasiado rápido. Igual que con Felipe. Siempre parecía que ella tomaba todas las decisiones.
Entró con el gatito color té con leche abrazado contra el pecho. Felipe tenía el pijama mal abrochado y Carlos la cara lisa, como si hubiera dormido mucho.
– Me afeité -dijo-. ¿Y ese gato?
– Tato -dijo Felipe.
– Es de Elsa. De su gata. Bueno, ahora es nuestro.
– Con este calor, un gato -Carlos se rascó la barba que ya no estaba. Él tampoco le había consultado ese cambio.
– Me voy a trabajar -dijo, pero se quedó hundido en el sofá, sacudiendo la cabeza.
– Elsa me regaló un libro donde explican todo lo que hay que hacer.
– Claro, debe ser tan útil como los libros que enseñan a criar bebés… -Carlos resopló-. En verano largan pelos por toda la casa.
– Se defienden del calor como pueden.
Lucía oyó el ruido de la llave del estudio y dijo, segura de que Carlos todavía podía oírla:
– Sería mejor que se quedara en tu estudio. Así puede salir a la terraza.
El gato se paseaba cauteloso por el living, con el pelaje erizado y las orejas en punta. Felipe iba detrás de él, pero el gato se escapaba entre las patas de las sillas, descubrió el árbol de Navidad y se puso a jugar con las bolas de vidrios de colores y las guirnaldas.
Lucía se sentó en el sofá y dejó caer el bolso. Felipe y el gato se habían sentado ahora en el pequeño rectángulo de parquet que no estaba cubierto por la alfombra. Felipe le ponía la mano sobre el lomo y el gato movía la cola contento, las orejas bajas.
– Tato -dijo Felipe. Lo trataba con cuidado y ternura, como si fuera un bebé más chico.
Lucía se inclinó para acariciarlo. No era un gato de raza. Los gatos pequeños no tenían raza, como los bebés. Una constelación de manchas blancas le cubría el lomo. Una mancha pequeña, oscura, acababa de crecerle cerca del hocico. Felipe se acercó más y le tocó una oreja, y Lucía se quedó un rato acariciando a los dos.
Una semana después, Tato y Felipe ya comían la misma comida. No eran papillas sino trocitos de carne, verdura, frutas. Cada uno en un extremo de la mesa enana.
Lucía les leía Ali Babá y los cuarenta ladrones y Tato paseaba un poco por el living antes de echarse junto a Felipe a los pies del sofá. Cuando llegaba la hora de dormir, los seguía hasta el cuarto, pero Carlos iba a buscarlo y se lo llevaba a la cocina. Mientras Carlos cocinaba, Tato volvía a cenar. Más tarde se acurrucaba a sus pies en el estudio, junto al ventilador. Lucía llevaba una taza de café para Carlos y un bol de leche para Tato. Cada tanto, Carlos dejaba de teclear y apoyaba su mano en el lomo del gato.
Cuando Lucía llegaba del trabajo se encontraba a los tres en el sofá. Un olor punzante como el sol a mediodía se adhería con pequeñas garras al sofá y la ropa de los tres. Tato había aprendido a orinar en la caja con piedritas de colores que Lucía había puesto en un rincón del baño, como recomendaba el libro. Pero el olor lo acompañaba por toda la casa.
Una noche hacía tanto calor que sacaron el colchón a la terraza. Se acostaron con Felipe en medio de los dos, y Tato veló toda la noche junto a ellos, paseándose por la baranda.
Lucía podía dejar a Felipe y a Tato jugando con una pelota mientras Carlos trabajaba. Tato había resultado ser el único juguete del que Felipe no se aburría nunca, y le enseñaba a buscar los lugares más frescos de la casa. Una tarde Carlos se había distraído y los encontró durmiendo la siesta en el lavadero, rodeados de ovillos de lana, carritos, osos de peluche y animalitos de plástico.
– Miau -decía Tato.
– Miau -decía Felipe. Y también tete, mamá, papá, ardilla. Hacía mucho que no decía luna. Desde la llegada de Tato se había olvidado de la luna.
Lucía se sacudió la lluvia del pelo y la ropa y se limpió los pies en el felpudo antes de entrar. Felipe daba vueltas por la casa: “Tatotato”. Carlos estaba desparramado en el sofá, los ojos raros.
– Se fue -dijo alzando los hombros.
Lucía no dijo nada y empezó a buscar a Tato por toda la casa. Iba dejando un reguero de gotas y Felipe la seguía, caminando entre sus piernas como antes hacía Tato.
– Fui al baño. Felipe dormía. La ventana del estudio estaba abierta. Cuando volví a cerrarla, por la tormenta, ya no estaba -Carlos parecía hablar para sí mismo. Se rascaba la cabeza.
Buscaron en las alacenas, en los armarios, debajo de las camas, entre las sábanas, en la biblioteca. Lucía se acordó entonces del consejo del libro: la chapa con los datos para localizar a los dueños del gato colgada del cuello o, mejor, el chip identificatorio detrás de la oreja. Cualquier veterinario podía colocarlo en cuestión de minutos. No le habían hecho mucho caso al libro de los gatos, tampoco al libro del primer año del bebé. Sin embargo algunos consejos eran importantes. Como en las recetas de los libros de cocina: para no equivocarse había que seguir al pie de la letra todos los pasos.
– Fue mi culpa -dijo Carlos.
– No -dijo Lucía-, yo lo traje.
Felipe ronroneaba, como Tato. Había tomado la costumbre de ronronear cuando tenía hambre. Lucía fue a la cocina y buscó galletitas. Le dio una a Felipe, que se pasó la lengua por los labios.
Llenó una mamadera con agua y otra con leche y las puso en el bolso junto con el paquete de galletitas. Dejó todo sobre el sofá, junto a Carlos, y se encerró en el baño. Se delineó los ojos y se puso rimel. No se pintó los labios. Se puso perfume.
Entraron al Jardín Botánico y buscaron a Tato por todos los caminos. Vieron gatos blancos y negros, grandes y pequeños, grises, amarillos, un gato pelado y otro cojo, ningún gato pequeño color té con leche.
El aire estaba fresco y perfumado después de la lluvia. Bajaron por Las Heras hasta Recoleta. En las calles había luces de colores y árboles de Navidad y papanoeles en las vidrieras. Ningún gato. “Tatotato”, decía Felipe y señalaba el aire.
Pasaron por el cementerio y Felipe saludó a los ángeles de las bóvedas que se veían desde la entrada. Lucía sintió algo tibio en la nuca, pero no era Tato sino el brazo de Carlos. ¿Cuánto hacía que no salían, que no caminaban de noche? Le rodeó la cintura y fueron hasta el ombú gigante. Se acercaron con cuidado de no enterrar las ruedas del cochecito en el barro, y tocaron el tronco para pedir un deseo. Era un rito que había inventado Carlos.