Luego estaba Debo, una mujer de aspecto lánguido, con vestidos floreados y vaporosos. Llevaba el pelo corto -una melenita oscura y brillante-, lo que acentuaba su mandíbula prominente y sus labios pintados de rojo intenso. Tenía los ojos grandes, de un verde muy pálido, y todavía era hermosa. Mi madre decía que se teñía, porque a su edad debía tener el pelo gris. También decía que las tres se vestían como si pertenecieran a otra época, pero como yo sólo tenía seis años y tres cuartos no sabía de qué época me hablaba. Desde luego, no se parecían a nadie que yo conociera; no tenían nada que ver con Joy Springtoe, en cualquier caso. Debo fumaba mucho. Aspiraba por su boquilla de marfil, y la punta del cigarrillo se encendía como una luciérnaga. Luego expulsaba el humo por un lado de su boca o lo sacaba formando nubecillas como una locomotora. No dejaba salir el humo, sino que jugaba con él como si la divirtiera. Su voz, a diferencia de la de Daphne, era aguda y quebradiza, y su risa parecía un cacareo. Hablaba como si tuviera la boca llena, sin mover las mandíbulas.
– No miréis detrás de la silla, chicas -susurró Daphne-. Aquel niño tan mono se ha escondido otra vez.
– Pero no tiene que esconderse de nosotras -cacareó Debo-. ¿No le han explicado que no mordemos?
– Se esconde de «la señora Danvers» -dijo Daphne-, y la verdad es que lo entiendo.
– Pues parece una señora muy amable -dijo Gertie.
– A ti te lo parece, desde luego -respondió Debo, esbozando una sonrisa de un rojo intenso.
– Nunca te enteras de nada, Gertie. ¡Es una mujer espantosa! -exclamó Daphne.
Cuando las tres desaparecieron de mi vista, aguardé a que llegara Joy Springtoe. Pasaron un par de hombres que no me vieron. Ya empezaba a perder la esperanza cuando Joy salió de su cuarto y se acercó a donde yo estaba. Pero esta vez no caminaba con su habitual paso elástico: estaba llorando. Me sentí tan conmovido que, arriesgándome a que me viera Madame Duval, salí de mi escondite.
– Mischa. ¡Me has asustado! -dijo Joy llevándose una mano al pecho. Se secó los ojos con un pañuelo y consiguió esbozar una sonrisa-. ¿Me estabas esperando? -Me miró con expresión pensativa-. Ven conmigo, quiero enseñarte una cosa. -Me cogió de la mano y me llevó hacia su cuarto. Yo estaba emocionado. Nunca antes me había cogido de la mano.
La habitación olía muy bien. Las ventanas, abiertas de par en par, daban al huerto y a los viñedos, y dejaban entrar un aire cargado de olor a hierba recién cortada. Joy había dejado el camisón de seda rosa extendido sobre la ancha cama, y en la almohada se apreciaba todavía el hueco dejado por su cabeza. Cerró la puerta, cogió una fotografía enmarcada sobre la mesita de noche y me hizo un gesto para que me acercara. Me senté tímidamente en la cama junto a ella, con los pies colgando. Nunca me había sentado en la cama de una mujer que no fuera mi madre, y me asustaba pensar que en cualquier momento se abriría la puerta y alguien me pillaría allí, me sacaría a rastras y me daría una paliza.
Era la fotografía de un hombre en uniforme.
– Era mi amor, mi corazoncito. -Suspiró hondamente y acarició la imagen con la mirada-. Mi sueño era casarme con él y tener un niño como tú. -Rió para sí-. Supongo que no entiendes lo que te digo, ¿verdad? Mi francés es un poco limitado, pero no importa. -Me abrazó y me dio un beso en la coronilla. Noté que me ponía rojo como un tomate, y confié en que ella no lo viera-. Murió aquí en Burdeos al final de la guerra. Era un hombre valiente, mi amor. Espero que nunca tengas que ir a la guerra. Es terrible para un hombre tener que luchar por la propia vida, perderlo todo. Mi Billy murió en acto de servicio, en una guerra que no era la suya. Sin embargo, a lo mejor sus esfuerzos te han salvado a ti, y eso me hace sentir un poco mejor. Si Estados Unidos no hubiera entrado en la guerra, podía haber ganado Alemania, ¿yqué habría sido de ti? Un día me gustaría tener un niño como tú, un niño muy guapo, de ojos azules y pelo rubio. -Me despeinó con la mano y sorbió por la nariz. Yo me puse rojo, y esto le pareció divertido, porque sonrió. Aunque no hubiera sido mudo, habría sido incapaz de hablar en aquel momento.
Joy ya no lloraba cuando bajó al comedor, y yo regresé al edificio de las caballerizas. Era domingo, el día libre de mi madre. Siempre la acompañaba a misa los domingos, aunque odiaba ir a la iglesia. Los vecinos del pueblo la detestaban tanto que si la hubiese dejado ir sola, temía que se le echasen encima.
Encontré a mi madre frente al tocador, muy formal con su vestido y su jersey negros, tocada con un elegante sombrero también negro. En cuanto me abrazó, notó el aroma a Joy Springtoe, y me olisqueó el cuello.
– ¿Hay otra mujer aparte de mí? -me preguntó divertida-. Me siento celosa.
Le sonreí y volvió a olisquearme, esta vez con mucho aparato.
– Es una mujer hermosa y huele a flores. Gardenias, creo. No es francesa, es… -hizo una pausa- de Estados Unidos, de ojos verdes y pelo rubio, con una risa muy contagiosa. Me parece que estás enamorado, Mischa. -Bajé la mirada, convencido de que, en efecto, había entregado mi corazón, igual que los hombres-. Oh, y me parece que ella lo sabe, porque el lenguaje del amor no necesita palabras. -Apoyó los labios sobre mi frente-. Me parece que tú también le gustas.
Mientras recorríamos el camino que atajaba a través de los campos, me sentía tan henchido de felicidad que mis pies no tocaban el suelo. Pensar en Joy Springtoe me libró de los temores que me inspiraba la iglesia. Recordé su rostro bañado en lágrimas y supe que había conseguido que dejara de llorar. Mi madre tenía razón: yo también le gustaba.
Pequeñas moscas planeaban en el aire cálido, con sus alas diminutas centelleando al sol. La brisa movía suavemente los cipreses, haciendo danzar sus ramas. Yo llevaba un palo en la mano con el que iba golpeando las piedras. Caminábamos en silencio, escuchando el trino de los pájaros y el rumor del viento. El cielo estaba despejado y el sol brillaba, aunque no estaba todavía en lo más alto. Cuando oí el tañido de las campanas de la iglesia y vislumbré las techumbres de tejas rosadas del pueblo, tomé a mi madre de la mano.
La iglesia de Saint-Vincent-de-Paul se yergue dominante sobre el pequeño pueblo de Maurilliac. Se me antojaba idónea para el padre Abel-Louis, cuya mirada severa y acusadora aparecía en mis pesadillas, pero no para Dios. Si aquella era la casa de Dios, hacía mucho tiempo que Él había emigrado, y el padre Abel-Louis se había instalado allí como un cucú. La iglesia estaba hecha de la misma piedra clara que las casas del pueblo, con el mismo tejado de un descolorido rosa pálido y una aguja larga y estrecha. El pueblo se había ido construyendo alrededor de la plaza cuadrada donde se alzaba la iglesia. Allí estaba la boucherie, con su toldo rojo y blanco y su pulido suelo de azulejos, con los salchichones colgando del techo, además de las reses muertas, cubiertas de moscas. La boulangerie-pâtisserie,en la misma plaza, olía a pan recién hecho y a los apetitosos pasteles que invitaban a entrar desde el escaparate. Si yo hubiera sido un niño como los demás, me habría escapado a menudo al pueblo para gastarme el dinero que me daba mi madre en chocolatines y tourtières. Pero no lo hacía porque no me querían allí. Luego estaba la pharmacie,donde mi madre compraba la crema para mi eccema, así como un pequeño café y algunos restaurantes que disponían sus mesas en la acera bajo los toldos que lucían los tres colores de la bandera francesa. Estaba seguro de que los Tres Faisanes comían aquí pato y foie gras, y bebían buen vino del château. Y tal vez Joy Springtoe compraba tarta de manzana en la pastelería; parecía una mujer amante de los dulces.