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Caminábamos por la acera, a la sombra de las casas, porque mi madre prefería pasar desapercibida. Cuando llegamos a la plaza, me apretó la mano. Yo mantenía los ojos fijos en el suelo, y seguía con la vista los pasos de mi madre, con sus zapatos negros con hebilla y sus calcetines blancos. Notaba perfectamente que todo el pueblo nos estaba mirando, y ni siquiera la imagen de Joy Springtoe podía evitar que el miedo me oprimiera el pecho. Me acerqué a mi madre y alcé la mirada para comprobar que iba con la barbilla bien alta, desafiante, aunque su respiración era agitada, como si no pudiera llenarse el pecho de aire.

A pesar de lo horrible que resultaba la experiencia, mi madre nunca faltaba a misa; sólo había faltado un domingo en que yo estuve enfermo. Cada domingo iba a la iglesia, como había ido antes y durante la guerra. Decía que se sentía a salvo en la iglesia, y que nada podía privarla de rendirle culto a Dios. ¿Acaso no sabía que Él no estaba allí?

Entramos en la iglesia y avanzamos por el suelo de losetas, por delante de severas estatuas de santos y de los fieles que nos observaban con hostilidad, hasta las primeras filas de sillas donde solíamos sentarnos. Mi madre se arrodilló y apoyó la cabeza en las manos, como hacía siempre. Yo me atreví a mirar alrededor. La gente murmuraba y nos miraba. Las señoras mayores hacían gestos de asentimiento, como si aprobaran que mi madre estuviera de rodillas pidiendo perdón. Mi mirada se encontró con la de una señora y aparté la vista. Tenía ganas de llorar, me picaban los ojos.

El padre Abel-Louis entró -una imagen siniestra con su túnica púrpura- y los murmullos cesaron. No pude evitar una mueca de disgusto. Tarde o temprano, clavaría la mirada en nosotros y nos haría sentir el peso de su reprobación. Mi madre se sentó. Su movimiento habría llamado la atención del sacerdote, de no ser porque cada domingo nos sentábamos en las mismas sillas, frente a una melancólica Virgen María. El padre Abel-Louis volvió hacia nosotros su mirada severa y empezó a hablar. Me estremecí. ¿No se daba cuenta mi madre de que esta iglesia ya no era la casa de Dios?

Saqué del bolsillo mi pelotita de goma y jugueteé con ella, la única forma de superar mi terror. La hacía girar sobre la palma de la mano y me acordaba de mi padre. Si mi padre hubiera estado vivo, no habría permitido que pasáramos miedo. Habría atado al cura en medio de la plaza y le habría hecho pagar sus maldades. Nadie era más importante que mi padre, ni siquiera el padre Abel-Louis, que se creía el mismo Dios. Cómo deseaba que mi padre estuviera allí para protegernos. No me atrevía a alzar la vista por si el cura me leía los pensamientos. Como era imposible resistir el peso de su mirada acusadora, intentaba no mirarle. Si no le miraba, estaría a salvo. Si me tapaba los oídos para no oír su voz, casi podía creer que no estaba. Casi.

Finalmente, el reloj dio las doce y el cura invitó a los fieles a tomar la comunión. Era el momento de marcharnos. Me puse en pie de un salto y seguí a mi madre. Sus tacones resonaban en el suelo de piedra. Siempre deseaba que fuera más discreta a la hora de marcharse. Era como si quisiera que todo el mundo la oyera. Noté la mirada del cura clavada en mi espalda y pude oler su ira como si fuera humo. Pero no miré a mi alrededor y me limité a seguir a mi madre con la mirada fija en sus tobillos, en esos calcetines blancos que le daban un aspecto más de niña que de mujer.

En el camino de vuelta retocé como un perrito al que hubieran tenido encerrado un tiempo en una jaula: perseguía mariposas, pateaba las piedras y saltaba sobre las largas sombras que arrojaban los cipreses sobre el camino. No tendríamos que volver a la iglesia en una semana. Cuando finalmente apareció el château en todo su esplendor, sentí un gran alivio. Mi hogar estaba allí, tras las paredes color arena y las altas ventanas de postigos azules. La imponente puerta de hierro guardada por leones de piedra sobre los pedestales representaba un refugio frente a la hostilidad exterior. Aquella casa era todo mi mundo.

3

Yvette se mostraba desagradable con todos. Siempre estaba ceñuda, con una mirada iracunda y los finos labios apretados en una mueca desdeñosa. Era una mujer gruesa, que ejercía en la cocina un control férreo y absoluto, decidida a causar el mayor sufrimiento posible a sus subordinados. Cuando gritaba y golpeaba la mesa con el puño, la rabia la hacía resoplar como a un toro hasta el punto de que parecía salir vapor de sus narices. Sólo se mostraba sumisa y obediente cuando Madame Duval entraba en sus dominios. Ante ella inclinaba la cabeza y se frotaba las manos, pero nunca sonreía.

Yo era su víctima ideal. No me gustaba entrar en la cocina, pero a veces no quedaba más remedio. A Madame Duval no le gustaba que un niño de mi edad correteara por ahí todo el día sin nada que hacer, y le ordenó a Yvette que me encargara tareas en la cocina, así que me pusieron a trabajar. De rodillas, tenía que frotar las losas de piedra hasta que me dolían las rodillas y me escocían las manos. También ayudaba a secar la vajilla, con mucho cuidado de no romper nada, porque los coscorrones que la poderosa mano de Yvette me propinaba en la nuca resultaban más dolorosos que las bofetadas de Madame Duval. Me ponían a lavar las verduras, a pelarlas y a cortarlas, a recoger los huevos en el gallinero y a ordeñar las vacas. Aquel año, por extrañas razones, me convertí en indispensable. De ser un incordio pasé a ser una inesperada bendición.

La cocina era una estancia amplia. Del alto techo y de las paredes colgaban las cazuelas de cobre, las sartenes y otros utensilios, así como ristras de ajos y cebollas y ramitos de hierbas aromáticas. Y a pesar de su terrible carácter, Yvette era bajita, de manera que cada vez que quería algo tenía que subirse a la escalera de mano, que milagrosamente no llegaba a romperse bajo su enorme peso. Además, Yvette era mayor -por lo menos para mí- y tenía vértigo. En cuanto subía un peldaño le crujían las articulaciones y le temblaban los gruesos tobillos. A menudo les pedía ayuda a Armande o a Pierre, hasta que un día tuvo una inspiración.

– Niño, ven aquí -dijo mirándome con ojos brillantes.

Obedecí al instante, suponiendo que el suelo no había quedado lo bastante brillante o que había pelado las zanahorias que no debía. Yvette me agarró por el cuello de la camisa con su manaza y me levantó en vilo, como si fuera un pollo al que iban a sacrificar. Yo pataleaba y me debatía, lleno de miedo.

– ¡Estate quieto, bobo! -me gritó-. Quiero que me alcances esa sartén.

En cuanto descolgué la sartén del gancho, volvió a dejarme en el suelo. Sentí alivio, y luego una gran sorpresa cuando ella me tocó la cabeza y me dio unas cariñosas palmaditas de agradecimiento. Fue un gesto inesperado, también para ella, probablemente. Desde aquel instante dejé de ser el niño esclavo que trabaja en la penumbra para convertirme en una herramienta fundamental. A Yvette le gustó el invento y me utilizaba continuamente, más de lo necesario. En cuanto a mí, me aficioné a que me alzaran en el aire y estaba orgulloso de mi nuevo papel. Ahora que me había convertido en su «agarrador» especial, Yvette ya no me pegaba, ni siquiera cuando me dejaba una mancha en el suelo. En ocasiones, cuando estaba ahí en el aire con los pies colgando y los brazos extendidos, tratando de agarrar los objetos más altos, me pareció que Yvette se reía suavemente.