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Arturo Uslar Pietri

La visita en el tiempo

A la memoria de Federico de Onís

Lentamente el pequeño grupo se puso en marcha por la cuesta abierta y terrosa en cuyo fondo asomaba entre la arboleda, junto a la fachada del templo, una mancha de paredes rojas. En medio, la litera de la señora oculta bajo el arqueado capacete.

Los criados de servicio, el escudero Galarza en su caballo y él sobre su muía, con el mejor jubón de raso y toca con pluma blanca. Iban en silencio entre el tenue sonido de los cascos y de los pasos. Veía cómo la luz del sol deshacía las figuras sobre el suelo en largas patas y abultadas sombras. A ratos Doña Magdalena asomaba la cabeza bajo el capacete de la litera para verlo y hacía un movimiento de aprobación con la cabeza. A medida que avanzaban se iba precisando más la traza de los edificios entre las ramas, como si fueran creciendo ante sus ojos. Era alta y gris la fachada de la iglesia, a su lado, bajo los árboles, corría el muro bajo de la cerca de piedra por donde se entraba al parque y al palacio. Allí estaba el Emperador. Imponente, poderoso, rodeado de un aura sobrecogedora. El temor le iba creciendo por dentro a medida que avanzaban. Todo el largo viaje, de tantas leguas y años, iba a llegar a su término.

Le vino al recuerdo el ritmo de aquella gallarda, tan danzarina en la vihuela, que era la que más le gustaba al Emperador según le había dicho su padre, el "violeur"

como él decía, o el músico como decían los muchachos de Leganés. Era la única persona a quien había llamado padre. En la tarde, al regreso de los campos en la casa labriega, oía el revolotear de la notas de la vihuela. Entraba sin hacer ruido, su padre, Francisco Massys, se interrumpía y lo invitaba a sentarse ante él en el taburete. "Eres pequeño todavía, Jeromín, pero nunca es tarde para conocer la música, la más bella cosa que Dios puso en el mundo." No hablaba como la gente de Leganés, tenía una manera de pronunciar las erres y las eses muy distinta a la de Ana de Medina, su madre. Ahora sabia que tampoco era su madre aquella atareada labradora que pasaba el día entre las siembras, los cacharros de la cocina y las oraciones. "Oye, Jeromín." Era lo que ahora oía. Los dedos saltaban de una a otra cuerda, mientras la otra mano subía y bajaba por el largo cuello de la viola y se iba llenando la estancia de aquellas resonancias contrastadas, cortas y largas, que parecían cruzarse en el aire. Los compañeros de juego le preguntaban: "¿Es cierto que tu padre fue vihuelero del Emperador?~. Se acordaba que siempre tenía que replicar con orgullo: "Vihuelero no, violeur". Era así como lo decía el viejo Francisco Massys. "Háblame del Emperador, padre." "Esta era la gallarda que más le gustaba." En su sillón, solo y vestido de negro, lo mandaba a llamar. "Maitre François, quiero oír aquella gallarda.» No sería así tampoco. Tal vez le hablaría en flamenco. Después de todo los dos eran flamencos. Su padre hablaba con gusto de los flamencos. Las bellas ciudades tejidas de piedra como encajes, las torres altas y esbeltas y los carillones. "La torre del carillón es como una gran viola y las campanas son las cuerdas." "Calla, mujer", exclamaba su padre cuando el ruido de las cacerolas de la cocina borraba las notas de las cuerdas. Salía la viola casi redonda y abultada, llena de brillos oscuros como un vientre de hormiga, con el cuello estrecho y alto que remataba en una testa tirada hacia atrás de la que pendían como crespos las clavijas y los extremos de las seis cuerdas.»No hay instrumento más noble, Jeromm.» La gallarda variaba, a ratos permanecía como estremecida sobre una sola cuerda pero luego, como si se multiplicara la mano, sonaba como un coro, las notas saltaban en grupos, se acercaban y subían para cortarse de pronto como en mitad de un salto.

Su padre le hablaba del Emperador. "¿Cómo iba vestido?" Había visto en un manoseado juego de naipes, que a veces sacaba su madre para leer la suerte, la figura de los reyes.

Retacos, lisos dentro de sus vestes rojas y cuadradas, con espadas en la mano, bigotes y barba, y con aquella corona que parecía la miniatura de una muralla almenada. No era así como lo describía el violero. Callado, más bien triste, vestido de oscuro, con una cadena de oro al cuello de la que pendía un carnerito. Su madre venía a interrumpirlos para decir que la cena estaba lista. "Lávate las manos, Jeromín.» El violero se sentaba en un taburete frente al Emperador como se sentaba ahora ante él. Tocaba la gallarda. El Emperador se iba aquietando, se le iluminaban los ojos, le asomaba una sonrisa y hasta llegaba a tamborilear con los dedos sobre el brazo del sillón. "Ésta debería ser la música de los combates." Compases y cadencias que subían y chocaban para rehacerse y volver a recomenzar.

Era para llegar a ese sitio que había emprendido el largo camino. Lo sentía ahora que ya iba a encontrarse en la presencia del Emperador. El camino que comenzó en Valladolid hasta Cuacos, más atrás aún, de Villagarcía, de Leganés y todavía más allá en la memoria perdida, en aquella travesía por el mar, borrada en retazos de recuerdo, desde alguna ciudad de Italia.

Había habido llanto y desesperación de Ana de Medina. Cuando entró a la casa de vuelta del campo, sudoroso, agitado, con miedo, su madre le salió a estrecharlo entre su gruesos trapos sudados. "Se murió tu padre, Jeromín." No hubo más música en la casa, ni tampoco quien le hablara del Emperador.

Lo que había era soporosa enseñanza de la lectura por el Padre Vela o por el sacristán. Se parecía a la salmodia del Oficio de los domingos. "Ele, a, la; ce a, ca; ese a, sa: la casa.» Todos esos sonidos canturreados había que aprender para nombrar aquello que se conocía de memoria, la casa. "Pe a, pa; de ere e, dre: padre." Concluía el canturreo adormecido y empezaba el ancho tiempo del campo. Con los otros muchachos se iba por entre los olivares y los troncos de alcornoque a jugar a moros y cristianos.

Los moros eran los infieles, los que se atrevían a no creer en Cristo, con los que había que acabar. A mojicones, tirones de cabello, ropas desgarradas, terminaban revueltos sobre la tierra.

Otras veces se metía solo por entre los árboles, sin hacer ruido, oyendo la brisa en busca del canto de un pájaro. Allí estaba, a pocos pasos, blanco y negro, piando sobre la rama. Traía aprestada la pequeña ballesta que le habían dado el día de su santo. Tenía su arco, su cuerda tensa, su gancho para disparar. Había que acercarse como una sombra, sin ruido, hasta tenerlo a tiro. Colocaba el dardo, tensaba la cuerda, tomaba la puntería sobre el pómulo, con un ojo cerrado, y soltaba el chasquido del disparo. Caía el pájaro y lo iba a recoger con prisa. Era un pequeño amasijo de plumas, sangre y polvo, lo levantaba por las patas, lo veía contra el cielo y luego se marchaba silbando con el pájaro colgado de un cordel, en busca de otro trino en otro árbol.

Todo estaba quieto en un gran espacio sin término, en un quieto tiempo sin cambios. La doctrina del cura, el deletreo con el sacristán, la aventura de los campos y los pájaros, los moros y los cristianos, los comuneros y los imperiales y los regaños de Ana, en aquella casa que se había quedado sola. La viola estaba encerrada en una caja negra, caja de muerto, sobre el arcón junto al muro. La casa y la vida fueron otras. Ya no se llenó más de música en las tardes. Lo que se oía ahora eran los ásperos regaños de Ana de Medina.

Hasta que llegó aquel día, donde todo empezó a cambiar de manera veloz. Lo primero fue la aparición por el camino de aquella gran caja oscura que rodaba sobre cuatro ruedas, tirada por cuatro mulas. Sobre una de la primeras cabalgaba un hombre de mala cara, sobre el capacete otro, doblado, sosteniéndose con una mano y con la otra moviendo una pértiga para picar las bestias. Detrás dos mulas cargadas de grandes cajas forradas en velludo y por la ventana estrecha de la caja rodante asomaba la cara mofletuda y los bigotes de un hombre pelirrojo y congestionado.