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Cuando volvió a Villagarcía tampoco cesó la desazón. Ya no lo veían ni le hablaban de la misma manera. Como si fuera otro. «¿Qué pasa conmigo, tía?» Empezó a sentirse inseguro, como si hubiera una conspiración contra él. Todos parecían haber cambiado, ya no eran los mismos.

En el tratamiento, en ese mudo clima de distancia que se crea pronto entre dos personas de distinto rango. Los maestros ya no le llamaban la atención de la misma manera que antes. «Permita Vuestra Merced que le señale.» Le cedían el paso. Galarza mismo parecía mirarlo como si anduviera revestido de una invisible armadura.

Don Luis dejó de tutearlo para hablarle en tercera persona. Como si hubiera otra persona allí. En ocasiones, aquel hombre tan poco hablador, se ponía a explicarle las peculiaridades de la etiqueta tan complicada que el Emperador había implantado en la Corte. Los nuevos oficios. Lo que significaba cada sitio en torno a la Majestad real, cada actitud, cada tono de voz con el que el soberano se dirigía a cada quien. Lo que significaban las órdenes caballerescas. ¿Cuántos eran los caballeros del Toisón? Sólo reyes y príncipes podían llevar al cuello aquella espesa collareda de oro que remataba en el carnerito plegado, que había visto brillar en las manos de los albaceas.

Tenía la sensación de que paso a paso, hora tras hora, el misterio se iba a aclarar.

Acaso seria allí mismo en Villagarcía o, tal vez, en el propio palacio de Valladolid en alguna solemne ceremonia.

También, en la misma medida en que se daba cuenta de que había comenzado a ser otra persona, se aferraba a la rutina de la que había sido su vida ordinaria, y que todo seguía y seguiría igual.

Mirando pasar aquellos largos días campesinos de sol a sol, de horas de estudio, de velada soñolienta, de amaneceres con terciana, de cuentos de aparecidos y milagros y de largas oraciones y rosarios.

«Ya huele a hereje achicharrado», decía la moza de fogón entre el humo de la carne asada. No se hablaba de otra cosa en Villagarcía. Se iba a celebrar en Valladolid el gran Auto de Fe. Desde los confesores, más atareados que nunca, hasta la gente de servicio hacían constantes referencias al gran espectáculo que se iba a celebrar. Jeromm oía con interés y adivinaba el cuadro de lo nunca visto. Irían los príncipes, los arzobispos, los inquisidores, los grandes personajes de la Corte. El cuadro variaba del que describían los clérigos hasta las escenas de Infierno de los criados. Uno por uno, en fila continua, irían apareciendo los malditos. Habían abandonado a Dios por el Diablo. Jeromín había visto representaciones del Diablo en las iglesias y en los libros de devoción. Cuernos, patas de cabra, larga cola de serpiente, fuego en los ojos y en la boca y hedor de azufre. «Vade retro», había que persignarse. Lo que más odiaba y temía era la cruz. Había quienes recordaban de vista o de oídas viejos Autos de Fe pero aquél seria el más grande que se hubiera visto nunca. Jeromín preguntaba sin sosiego: «¿Los van a quemar vivos? ¿A todos?». Primero se encendía la hoguera y luego subirían las llamas hasta los cuerpos atados a un palo. Se oirían sus gritos y maldiciones.

Lo peor fue saber que él tendría que estar presente. La voz se corrió pronto. La princesa Gobernadora le había escrito a Doña Magdalena para invitarla y para que llevara con ella «al muchacho».

Pero era poco lo que pudo saber de Doña Magdalena. Se pasaba en oración y penitencias lo más del día, con sus dueñas y su confesor. Jeromín lo supo con espanto.

Entre los herejes que iban a ser juzgados estaba un hermano de la señora. ¿Quién podía estar a salvo?

Susurrando, le dijo Galarza: «Se ha hecho hereje Don Juan de Ulloa». ¿Cómo se hacia hereje alguien? Le había dicho su confesor: «Hay que estar alerta a toda hora porque el enemigo penetra sin ser visto». Con los infieles era diferente. Lo decía Galarza. Se les conocía de primer golpe. Aparecían con sus estandartes, su media luna y su algarabía. Pero con los herejes no había manera de conocerlos a tiempo. Como gente del demonio eran taimadas y sigilosas. Lutero fue un fraile. No siempre se podía advertir quién estaba poseso. Había los que hacían contorsiones, echaban espuma por la boca, pero también un clérigo, una monja, sin que nadie lo sospechara, podían ser herejes. No había jerarquía ni dignidad que estuviera segura y a salvo. Su maestro le decía: «Se puede llegar a ser hereje sin darse cuenta. Creyendo acercarse más a Dios se puede caer en la más espantosa de las herejías, como muchos teólogos, por querer comprender mejor a Dios». -Lentamente caen, paso a paso, sin sentirlo, de una suposición en otra, de un sofisma en otro llegan a la herejía abierta.» Oía a Doña Magdalena: -El pobre Juan. ¿Cómo había sido posible?». «¡Qué va a pasarle ahora!» Oyó hablar del doctor Cazalla, de sus hermanos, clérigos y monjas, y de su madre ya muerta. Algunos sin resistencia y otros en el tormento habían confesado sus abominaciones. Iban a ser quemados vivos. -La herejía se ha ido metiendo en estos reinos, los han penetrado hasta el fondo. Hay que hacer un escarmiento.» Con Galarza había aprendido las defensas y los ardides de la lucha armada, pero para aquella lucha no había cómo prevenirse.

«¿Es cierto, tía?» Era cierto. Con serenidad, Doña Magdalena trató de explicarle.

«Juan, el pobre Juan» era dado a meterse en las más delicadas cuestiones de la religión.

En la naturaleza del Señor y en la significación de la Pasión. ¿Qué era lo verdaderamente importante? ¿Las buenas obras o la fe profunda y total en Cristo? «Se perdió Juan, se perdió.» "Irás tú acompañando a Magdalena, así lo quiere la princesa, le había dicho Don Luis.

Salieron en la alta madrugada, Doña Magdalena en su litera y él a caballo junto a Galarza y la gente de servicio. El camino se iluminaba de candiles y hachones de la gente que concurría a Valladolid para el Auto de Fe.

«Va más gente que para la Feria de Medina del Campo«, le comentaba Galarza.

Todos marchaban como en procesión. Todos de luto como para un entierro. Qué extraña feria aquélla. La terrible feria de la herejía y de la muerte.

Se oía el doblar de las campanas que tocaban a muerto. Las gentes vestidas de oscuro, negras colgaduras en los balcones, y a cada trecho se alzaba desde una tarima la voz de un predicador. Hablaban del demonio, de la justicia de Dios, del horror de la herejía. Pedían el fuego del Infierno.

El grupo de Doña Magdalena llegó al palacio del conde de Miranda. El conde y su esposa los recibieron en la ancha portada. Hubo las reverencias y presentaciones.

«Este es Jeromín.» A poco de llegar, le dijeron a Doña Magdalena que vendría a visitarla una de las mayores damas de la princesa Gobernadora. Era una visita insólita que debía tener algún motivo excepcional.

«Galarza, ahora más tarde lleve usted a Jeromín a recorrer la ciudad.» Querían alejarlo, era evidente.

Entre la gente aparecían, abriéndose paso y deteniéndose en las plazas. flotando sobre las cabezas desde sus cabalgaduras, los familiares del Santo Oficio que pregonaban el bando del Auto de Fe. Al paso se detenían a oír algún predicador, era la misma prédica que se encendía y apagaba de esquina en esquina. Las iglesias estaban repletas de fieles. Galarza lo encaminó hacia la Plaza Mayor. Todos hablaban. «Esta tarde es la Procesión.» «Esta noche es la Vigilia.» «Llegó Su Alteza, la princesa Gobernadora» «No sólo Doña Juana, también el príncipe Don Carlos.» «Llegó el Arzobispo de Sevilla.» «Llegó el Consejo de Castilla.» «Yo acabo de ver al Gran Inquisidor entrar al Palacio.

En el centro de la Plaza Mayor emergía el tablado para la Inquisición y los penitentes.

En lo alto el altar, luego los estrados para los inquisidores, las gradas de los penitentes, una alta tribuna para el predicador y los relatores, y otra más baja a la que subirían de uno en uno los herejes para oir sus sentencias. Una doble valía de maderos cortaba la multitud desde la Cárcel de la Inquisición hasta el tablado. Galarza le explicaba. Por allí saldría la procesión de los penitentes, con sus sambenitos y corozas, acompañados, cada uno, por dos familiares del Santo Oficio. Los llevarían a las gradas. Los irían llamando uno por uno. «El primero será el doctor Cazalla.» ¿Qué aspecto tendría?