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Comenzó el sermón. «Oiremos al maestro Melchor Cano», se susurró en el balcón.

A la tribuna del estrado había subido un hombre de cabello gris, de gestos firmes y seguros y de voz retumbante que se agitaba como una llama dentro de su hábito. Fue un largo sermón. Lo perdía a ratos Jeromín distraído mirando los rostros de los penitenciados. Uno en particular que llevaba una gruesa mordaza de trapo sobre la boca.

Le explicó la tía: «Es el bachiller Herreruelo, no ha querido arrepentirse. Le han puesto la mordaza para que no pueda seguir lanzando blasfemias». El predicador hablaba de los falsos profetas que vendrían cubiertos con piel de oveja pero que por dentro eran lobos rapaces. Un lobo con piel de oveja se podía acercar, sin que nadie se diera cuenta hasta el último momento. Así eran los herejes. Quién hubiera sospechado que Don Juan, el hermano de Doña Magdalena, era un hereje, quién se hubiera atrevido a pensar Siquiera que el Arzobispo de Toledo, con su gran anillo de oro, era otro hereje.

A ratos se adormitaba, se le cerraban los ojos y doblaba la cabeza.

Jeromín vio acercarse al balcón al Arzobispo de Sevilla, cubierto de ornamentos, seguido del Gran Inquisidor y del secretario. Se colocaron frente a los príncipes. La voz poderosa retumbó: «¿Juráis como católicos príncipes defender con vuestro poder y vuestra vida la fe católica que tiene y cree la Santa Madre Iglesia Apostólica de Roma para que los herejes perturbadores de la religión cristiana que profesaban sean punidos y castigados… sin que hubiera omisión de su parte ni excepción de persona alguna?».

»Si, juramos», dijeron casi a una voz los dos príncipes.

Apenas había vuelto a su sitio el prelado cuando se oyó una poderosa voz que desde el estrado gritaba: «Oíd, oíd, oíd». Era el relator que desde su tribuna iba a tomar el juramento a la inmensa multitud. Lo que se oyó al final de la pregunta fue un inmenso aullido retumbante: «Si… si, juramos, juramos», hasta apagarse en el espacio abierto de la mañana.

El relator comenzaba con el caso del doctor Cazalla. Con su coroza de papel y el sambenito amarillo había sido llevado a una tribuna baja. El relator narraba las abominaciones y errores del clérigo traidor. Narraba visitas nocturnas, reuniones con monjas y curas, los horrores de los alumbrados y dejados, nombraba al fraile maldito que se puso a dudar de la palabra de Dios en un convento de Alemania, del pecado de orgullo de hacer leer los Libros Santos en lengua vulgar.

Jeromín cabeceaba soñoliento. Lo despertaba a ratos el vocerío. Hablaba ahora el reo. Pedía perdón. Subían otro relator y otro reo y volvía el clamor de las acusaciones.

Cuando llegó el turno de los dieciséis reconciliados, ya se había ido la mañana y el sol comenzaba a declinar.

Fue entonces cuando su tía se desató en llanto. Eran señores de la nobleza, monjas, beatas, damas de la Corte y curas que habían confesado sus culpas y se habían reconciliado. Al final de cada perorata, el relator anunciaba la pena: «Confiscación de bienes, prisión perpetua, penitencia diaria, privación de títulos y privilegios, condenación a trabajos serviles».

Llegó el turno de Don Juan de Ulloa. Doña Magdalena, la cabeza entre las manos, sollozaba. A Don Juan de Ulloa Pereyra, Comendador de San Juan, vecino de Toro, cárcel y sambenito perpetuos, confiscación de bienes y privación de hábito y honores de caballero.» Ya empezaba la tarde cuando terminó el Auto. Los catorce condenados al suplicio marcharon con los guardias al quemadero. La muchedumbre los siguió. Los otros regresaron a la cárcel de la Inquisición entre los insultos de la turba.

Al salir la princesa, Jeromín se arrodilló. «Tengo que verte pronto.» Al bajar, muchos curiosos se le acercaban para verlo. «Es un príncipe.» Trataron de levantarlo en hombros. Galarza y la gente de servicio lograron apartarlo y llevarlo a casa.

Ni el conde de Miranda, ni la gente de la casa le dieron explicaciones. Doña Magdalena y su hermana se habían encerrado en su alcoba.

Estuvo como alelado el resto del anochecer. Habló poco. Algo muy grande iba a pasar, había empezado a suceder, en él mismo, dentro de él mismo.

Debían estar ardiendo todavía a aquellas horas los restos de los ajusticiados.

Casi sentía el acre olor de la carne chamuscada. Los agarrotados, los quemados, los rescoldos de leña y los cuerpos arderían en la sombra. Iba a morir o iba a nacer de nuevo.

Sin darse cuenta había comenzado a soñar con desnudeces de mujeres en las madrugadas rijosas. Revuelto y asustado despertaba. Con los mozos del servicio había hablado de las increíbles cosas que pasaban entre los hombres y las mujeres. Bastaba salir al campo en primavera para estar asaltado todo el tiempo con la brama ardiente de los animales. El salto impetuoso del toro sobre la vaca paciente, el porfiado del caballo sobre la yegua coceante, el repetido alboroto de la persecución del gallo a la gallina hasta alcanzarla, sujetarla con el pico, doblarla echada y cubrirla en un violento espasmo. Oía los cuentos de las bellaquerías de mozos y mozas. En la soledad del campo o en los resquicios de la noche.

Vio salir a la Josefa de la puerta de atrás por entre las pacas de heno hacia la cabaña de tablas de las herramientas. Fuerte, ancha, colorada, con una trenza negra anudada a la espalda, iba ramoneando, buscando chamizas y nidales de huevos. Canturreaba un aire de danza. Asomó a la puerta y se detuvo con susto. «Señor, qué sorpresa.» Se fue acercando con la cesta al brazo, un pañolón rojo al cuello y los ojos buscones.

Hablaba de los huevos y de las gallinas con un sonsonete entrecortado. «¿De dónde eres?» Dio el nombre de una aldea desconocida.

Ya se habían puesto juntos. «Hay yemas sin engalladura, ¿lo sabia el señorito?» No lo sabía. «Es diferente, no puede ser lo mismo, los ponen las gallinas solas sin que las haya pisado el gallo. Gallina la bien galleada y moza la bien requebrada.» Lo miraba de un modo tenaz y casi insolente. Se daba cuenta de su timidez y embarazo. «Si lo ven conmigo le regañarán. «Él enrojecía con facilidad. «El señorito es un guapo mozo. ¿No se lo han dicho? Deben hacerle mucha fiesta las damas.» Lo iba cercando continuamente. Sintió temor, con los otros muchachos hablaba de mujeres, de cómo era aquello. No faltaba el que se vanagloriaba de haber estado como varón con más de una. Todo lo que hacían para oponerse era fingimiento. «Te arañan y te insultan pero lo que quieren es que las montes como el caballo a la yegua.

Después se quedan quietas.» «Está hecho un pimpollo.» Lo contemplaba de frente. Olía a monte. «¿Nunca ha hecho la cosa mayor?» Tartamudeó y tuvo un impulso de buir. Pero se quedó.

«Caballo que no relincha cuando ve a la yegua, no vale una arveja.» Lo había dicho con un tono de desafío. ¿Qué podía él hacer ahora? Cada vez más solos y más próximos. Al lado de la entrada, entre la paja, había un nido con huevos.

Los dos se agacharon al mismo tiempo y toparon las cabezas. Ella le puso la mano en el hombro y se la corrió lentamente a la cabeza mientras se enderezaban. Se la pasó lentamente por el pelo. Ahora lo tuteaba. «Tienes un lindo pelo, lo mismo que el oro.

No te ha salido el vello de abajo.» Se sintió atrapado. Miró alrededor en busca de auxilio. Estaba solo el cobertizo.

Oía muy cerca la respiración gruesa de la mujer. Lo sostenía por un brazo mientras se echaba rápida sobre el piso. La miró con pavor levantarse las espesas faldas hasta la cintura. Los gruesos muslos se cerraban sobre una mancha de sombra. Comenzó a abrirle el jubón y a soltarle las bragas. Con un impulso incontenible se soltó. «Déjame. No quiero.» Corrió hacia afuera. Mientras corría se arreglaba la ropa sin detenerse. Subió las escaleras a saltos y fue a encerrarse en su alcoba. Se sentó al borde de la cama, entre el ahogo de la respiración anhelante. Vio que había dejado la puerta abierta y se levantó a cerrarla.