Junto a él todo el tiempo, sin dejarlo un momento, con reverencia y precedencias. A quién llamar primero para qué. Cómo poner el orden de la casa. «De eso me encargaré yo y el Mayordomo. Todo será fácil», le dijo Don Luis. «Vivirán ustedes conmigo?» «Sí, por lo menos por un tiempo, mientras Vuestra Excelencia lo crea conveniente.» Le había dicho «Excelencia», a él, a Jeromín. Protestó. «Tiene que ser así y Vuestra Excelencia tiene que acostumbrarse.» El Rey de Espadas de la baraja lo amenazaba: «Te voy a cortar la cabeza por atrevido». Ose veía ante el rey Felipe, que le decía con voz dura: «Todo ha sido una equivocación. ¿Quién has creído que eres?». Los bufones se acercaban a hacerle mofa. «Cómo te atreves a entrar aquí, eres un labriego, apestas a bosta.» Podría huir. Irse de nuevo a Leganés a esconderse en la casa de Ana de Medina.
Lo irían a buscar los guardias y lo traerían a rastras. Tendría que aprender a usar otras ropas, otra habla. Cada gesto podía ser motivo de burla.
Pero era el hijo del Emperador. La sangre del rey era también la suya. Con esa sangre debía venir un aliento. No era él sólo quien iba a aparecer de pronto ante los señores de la Corte, sino la sangre y el ánima que le había dado la Majestad Imperial.
Dentro de él, de alguna manera, debía estar insuflada aquella naturaleza y ella debía brotar espontáneamente según se fueran presentando las ocasiones. El no tendría sino que abandonarse a la fuerza de esos dones que eran suyos.
Había oído a los teólogos hablar de reengendrar y recriar. En algunas vidas, como en la del mismo Cristo, se podía producir un nuevo nacimiento. Un nuevo nacer con otra personalidad después de la muerte de la personalidad anterior.
Jeromín había muerto. Nadie más lo iba a llamar así más nunca.
Había nacido otro, casi lo sentía bullir dentro de su cuerpo. Al salir el sol de la nueva mañana todos lo iban a ver como lo que era y había sido siempre sin saberlo.
Tendría espada, arnés de parada, escudo, el Toisón al cuello, pluma blanca sobre la toca, deslumbrantes trajes de finas sedas y terciopelos y un caballo espléndido para encabezar desfiles entre el vocerío de las muchedumbres.
Pero no tenía nombre. «¿Cómo me voy a llamar?» «El rey lo decidirá oportunamente», le había dicho Don Luis. «¿No va a quedar nada de lo que he sido, de lo que he creído ser hasta ahora?» De Villagarcía a Valladolid fue como un viaje nuevo nunca hecho antes. Al día siguiente la visita al palacio. Todo era prisa, tropiezo, desacomodo, ansiedad. Habituarse a los caballeros de su casa. El trato, el cómo, la ocasión de cada quien. A su lado Don Luis lo dirigía como un trujamán de retablo. El vestir con aquellas ropas insólitas y tiesas, la gorguera, la capa, la toca, la pluma y la espada. No enredarse con ella, no dejarla suelta, saber poner la mano sobre la empuñadura. La gorguera apretaba, el jubón resultaba grande. Todos aquellos gentiles hombres de su casa se movían con soltura y agilidad en sus aparatosas vestimentas. Por más que Don Luis le había explicado y hasta ensayado, la llegada al palacio fue aterradora. El trayecto en carruaje, Don Luis al lado, los caballeros de servicio en escolta montada. La entrada entre los alabarderos que hacían el zaguanete. La organización del grupo para la entrada. Las grandes puertas y más tapices en las paredes de los que nunca vislumbró en Yuste. Presentaciones, reverencias, Don Luis al lado susurrándole nombres. Saludos rápidos y torpes, hasta desembocar en el salón donde estaba el rey. Fue a él casi al único que vio. Al lado el príncipe Don Carlos. desmedrado, cabezón, pálido, que lo veía fijamente. Aquella joven señora junto al príncipe era la que lo había saludado en el Auto de Fe, la princesa Doña Juana. La única sonrisa. Entre el grupo de los grandes el duque de Alba, que parecía estar solo sin contacto con los demás. El rey se adelantó y le tendió los brazos, lo estrechó y luego habló a los demás. «Señores, os presento a mi hermano», y luego pronunció aquel nombre, «Don Juan de Austria».
Mucho tiempo, casi todo el resto de su vida, le tomó tratar de comprender aquel momento. ¿Quién era Don Juan de Austria? No se sentía él mismo, era otro quien debía estar allí, se puso las manos en el pecho como para sentirse. Lo abrazó Don Carlos, Doña Juana lo besó y lo retuvo para mirarlo mejor: «Tenemos el mismo nombre». Terminados los saludos se alzó la voz del escribano que leía, como salmodia de misa, el acuerdo de la Orden del Toisón de Oro que lo proclamaba caballero. El rey le puso el collar. Los eslabones de oro, el corderito doblado, el tintineo del metal. Se fueron acercando para hacerle homenaje y volvió a oir aquellos nombres que tantas veces había oído mencionar a Don Luis. Duques, marqueses, condes, títulos que había oído en los romances de caballería. Iban desfilando ante él, apenas oía un nombre cuando aparecía otro rostro y otro nombre. Inclinaba la cabeza y procuraba sonreír.
Aquel cortesano sonriente, tan cuidado de su persona, era el príncipe de Éboli, Ruy Gómez, Mayordomo del rey. Esposo de aquella llamativa mujer con un ojo tapado con un parche negro. Aquel sacerdote de cabello blanco, que los señores saludaban con respeto, era Gonzalo Pérez, secretario de Su Majestad.
Entre tantas figuras y nombres se sentía confundido. Allí estaban mansos y quietos aquellos personajes de quienes tanto había oído. Mirándolos de cerca por primera vez, oyendo sus voces. El duque de Alba. Aquél era y no era Ruy Gómez, del que tanto había oído hablar en Villagarcía. Doña Ana, princesa de Éboli, una Mendoza altanera, bella y extraña, con aquel ojo tapado de matachín, que era imposible no estarlo viendo todo el tiempo. Otros nombres que le sonaron ajenos, el viejo marqués de Mondéjar, el De los Vélez, el Comendador Requesens, el marqués de Santa Cruz, con sus ojos astutos y su barba canosa en punta.
Y, sobre todo, había aquella cabeza, la que tenía el rey, la que aparecía repetida tantas veces en los retratos que había visto en Yuste. Triangular, con la larga quijada caída y el labio colgante. La del Emperador. La que ahora le veía de cerca al rey. Más joven, más móvil. La que llevaba con tanta gracia la princesa Doña Juana y la que parecía una máscara en Don Carlos, el príncipe. Más o menos acentuada estaba en todas aquellas cabezas de los príncipes vivos y los retratos muertos. Mucho más tarde las vio repetidas con obsesión en aquel retrato de la familia del Emperador Maximiliano reproducida en todas las posiciones. Esa misma cabeza que desde entonces él se puso a buscar en todos los espejos sobre sus propios hombros. ‹La tenía o no la tenía?
No supo cuánto duró aquello, porque al regreso a la casa con sus «tíos», que ya no querían ser llamados así, estuvo volviendo y volviendo sobre todos los detalles de lo que había ocurrido. ¿Por qué Juan? Fueron más las cosas que le dijeron que las que podía retener. Los reyes antiguos que se habían llamado Juan. El príncipe hijo de Don Fernando y Doña Isabel que iba a heredar todas las coronas de España y al que la muerte se lo llevó antes. Don Juan. Don Juan de Austria. ¿Cómo tendría que ser Don Juan de Austria?
Tuvo que cuidar su manera de hablar, ensayar otros gestos, irse haciendo a una nueva situación desconocida. A veces se franqueaba con el único ser con quien podía hacerlo. «Tía, me siento como si estuviera haciendo un papel en una comedia. Ayúdame a hacerlo bien.» «No es ningún papel, es vuestro verdadero ser.» ¿Era su verdadero ser o era un simulador? Como si se hubiera disfrazado o como si hubiera estado disfrazado toda la vida. Nunca sabía si lo estaba haciendo bien, si aquellos que lo rodeaban respetuosos no se estaban burlando dentro de si mismos de sus pifias y desaciertos.
Si no era el vergonzoso en palacio de la conseja.
¿Era a la derecha o a la izquierda, a un paso o dos pasos detrás del príncipe y de Doña Juana, era delante de Alejandro Farnesio? Había que aprender todo el arte de los saludos, las sonrisas y las reverencias, y el difícil juego de azar de los tratamientos: Vuestra Excelencia, Vuestra Señoría, Vuestra Merced, a quiénes se tuteaba y a quiénes no. Qué hacer con las manos y con la espada. Escrutar todo el tiempo la expresión de Luis Quijada para saber si lo estaba haciendo bien.