Desde el primer momento hubo los que lo trataban de «Alteza», que fueron muchos, y los pocos que se limitaban al «Excelencia», que había ordenado el rey. «Excelencia», le decía el duque de Alba y también Ruy Gómez. Don Carlos y la princesa Juana le decían «Juan, tú». Muy frío y ceremonioso, el secretario Pérez le decía «Excelencia», y el viejo marqués de Mondéjar lo decía casi con desprecio. Aquel tratamiento inseguro y cambiante lo perturbaba. «Vuestra Alteza», cuando lo oía algo se le agitaba por dentro. «Su Alteza.» «¿Mi Alteza'?«Eran grados, tonalidades, actitudes, matices que le costaba trabajo distinguir al principio, pero que estaban llenos de significaciones y sobreentendidos que sólo más tarde pudo ir conociendo. En cada sucesiva visita al palacio le parecía descubrir cosas nuevas en aquellos cortesanos que se movían como los autómatas de los relojes de Juanelo.
Con Don Carlos la relación fue difícil y cambiante. No se sabia nunca en qué tono estaba hasta que comenzaba a hablar. Las más de las veces despectivo y soberbio, otras curioso y sonriente, pero siempre con violentos cambios de actitud. Soltaba improperios y burlas, con aquella voz chillona y la mirada torcida. Había que estar a la defensiva. Tal vez eso mismo lo hizo acercarse más a Alejandro Farnesio, que tampoco se sentía cómodo junto al príncipe.
Se hablaba de la próxima boda del rey con la Princesa Doña Isabel de Valois, hija del rey de Francia. «Es bella, sabes. Vi su retrato cuando se habló de que me podía casar con ella. Ahora se casa con el rey, mi padre.» Desmirriado, inseguro, vacilante, con fáciles arrebatos de furia, no había paz con él. Con Farnesio se cruzaba miradas de angustia ante las salidas del príncipe.
Antes de la boda se iban a celebrar Cortes en Toledo para jurar al príncipe. «Por fin lo van a hacer. Han tardado bastante. No todo el mundo me quiere. ¿Lo sabias, Juan?» A veces, en la conversación, se le escapaba decir: «Cuando yo sea rey», pero de inmediato se detenía como asustado y añadía: «Si es que me dejan serlo algún día».
El traslado de la Corte a Toledo fue su primera experiencia de aquel complicado y aparatoso desplazamiento de coches, jinetes, literas con pajes, alabarderos, acémilas de carga, carros de bueyes y estandartes. Los pueblos enteros se vaciaban en el camino para ver pasar al rey que, desde su silla de manos, movía aquella cabeza inexpresiva hacia las gentes arrodilladas.
Poco antes había llegado la noticia de que el rey de Francia, Enrique II, en un torneo para celebrar la boda de su hija había sido herido en un ojo por la lanza de su contrincante y después de una corta y horrible agonía había muerto. Se pasaba la noticia en voz baja. «No es de buen agñero.» Desde el borde del Tajo vio la ciudad entera en su colina, empinada en sus piedras grises y en sus ladrillos sangrientos hasta las cuatro torres del Alcázar. Las murallas la orlaban con su crestería hostil. Se oían campanas. Los ojos subían hacia las nubes grises. Entre las nubes debían estar los Santos y las Divinas Personas de la Gloria.
Cuando el desfile entró al puente, Don Juan se irguió en su caballo para desafiar las miradas.
Días después hubo que prepararse para recibir a la reina Isabel. Por el desfiladero donde «mala la ovisteis, franceses» venia la niña reina a su desconocido reino. El rey salió a encontrarla en el camino. En su hacanea ligera la risueña joven, bajo un parasol de seda, rodeada de damas y caballeros, era una fiesta del color. Frente a ellos el séquito oscuro de Don Felipe. El duque de Alba, quien había representado al rey en la boda lejana, hizo la teatral ceremonia de la entrega. «Junto a ella el rey se ve más viejo», dijo Don Carlos.
De allí en adelante todo fue fiestas. Por la afinidad de los años y los gustos se fornió en torno a la reina un grupo juvenil que alborotó con sus juegos, invenciones y risas la tiesa etiqueta habitual. Estaban junto a ella continuamente Doña Juana, el príncipe Don Carlos, Farnesio y Don Juan. En el Alcázar de Toledo todo fue risas y contento, hasta que la reina enfermó de viruelas y hubo que hacer una tregua. «Ha sido un golpe maestro de Su Majestad», le explicaba Don Luis. «Se asegura la paz con Francia y queda con las manos libres para arreglar las cuestiones de Flandes y para enfrentar al Turco.» Era aquél el juego que Don Juan tenía que aprender. El difícil y confuso juego de esquinas de España con Francia, con Inglaterra, con los protestantes alemanes y con el Turco. Como piezas de ajedrez, castillos y caballos estaban listos para iniciar movimientos inesperados. La política consistía en neutralizar a unos para derrotar a otros. No se sabia nunca qué ocultas alianzas podían estarse haciendo en todo momento y no se estaba seguro de contar con nadie.
Poco después se instalaron las Cortes de Castilla en la catedral. Se iba a jurar al príncipe Don Carlos como heredero del trono.
En medio de la gran ceremonia, en el vasto estrado que ocupaban las reales personas y los Procuradores, Don Carlos iba a ser reconocido solemnemente, ante Dios y su pueblo, como heredero del rey. Las inmensas capas y mitras de los arzobispos marcaban el espacio ante las sillas en las que se pusieron Don Felipe, la princesa Juana, Don Carlos, los altos dignatarios y señores, los heraldos y los reyes de armas. Y él, Don Juan de Austria, que en muchas maneras también estaba siendo reconocido y jurado en aquella lenta ceremonia. Una gran ausencia que todos no podían dejar de sentir era la del Cardenal Arzobispo Carranza, que a esa misma hora estaba encerrado en un calabozo de la Inquisición. La poderosa ausencia de Carranza y. la borrosa presencia de Don Carlos llenaban el cavernoso espacio ceremonial.
Flaco, inseguro, preso dentro de si mismo, el príncipe parecía no llenar su sitio.
Estaba como en hueco. Cuando las palabras del juramento comenzaron, después de los salmos y los trenos del órgano, parecían no ser a él a quien se dirigían. Don Juan sintió que su presencia hacía un contraste ingrato con el patético heredero. Las palabras volaban. «Oíd, oíd, la escritura que aquí os será leída del juramento y pleito, homenaje y fidelidad…, al Serenísimo y muy esclarecido príncipe Don Carlos, hijo primogénito de Su Majestad, como príncipe de estos reinos durante los largos y bienaventurados días de Su Majestad y después por rey y señor natural propietario de ellos.» Juró la princesa, luego el viejo marqués de Mondéjar que subió al altar con su pesado y lento paso. Luego lo habían llamado a él, el «Ilustrísimo Don Juan de Austria». Con sus atuendos coloridos parecía un gallo de pelea. Luego siguieron largos y espaciosos los juramentos de señores y prelados.
Don Carlos torcía la cabeza y desplegaba la mirada con recelo.
La Corte se iba a establecer en Madrid. Los que la conocían hablaban con menosprecio de aquel amontonamiento de casas bajas y de calles torcidas en torno de un viejo Alcázar remendado. En sus días de Leganés se había asomado a ella, con asombro de niño campesino, para acompañar al maestro Massys en alguna compra.
No se alojaría en el palacio, como los príncipes de la sangre, sino en una casa con sus «tíos». Fue allí donde comenzó realmente su educación cortesana. La diaria rutina de las visitas, los corrillos y las noticias susurradas. Poco a poco fue reconociendo los espacios y los grupos humanos, las personalidades y las funciones. El enjambre humano que revoloteaba en torno al rey que permanecía metido en su cámara leyendo papeles y escribiendo menudas notas con su pareja letra de escribano.
Se iba haciendo conocido de los cortesanos y se familiarizaba con las gentes y los recintos. Había una correspondencia entre grupos y espacios. Los más jóvenes se reunían en la antecámara de la reina. También allí se encontraba la princesa Doña Juana y el príncipe. Alejandro Farnesio siempre iba a su lado. Al rey se le veía poco.