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Ahora los podía ver de cerca. La princesa era inquieta, agitada, dicharachera. Reía con facilidad de lo que había ocurrido y de sus propias frases. «Una debería estar preparada para estas cosas. Desde que la Corte se vino a Madrid no ha habido sino incendios. Son las casas nuevas y el desacomodo de las gentes en ellas. Se olvida una vela encendida, se vuelca un candil y hay también mucha mala voluntad oculta. ¿Saben lo que pasó con una criada morisca en la casa de mis primos? La incendió de propósito.» Con el día siguiente comenzó en su plenitud la nueva circunstancia. Era una extensa vivienda, llena de cuartos, pasadizos y escaleras en la que varias casas estaban entrelazadas por puertas y crujías. Había comenzado un nuevo tiempo.

El primer contraste que se le hizo patente fue el de Don Luis con Ruy Gómez.

Todo lo que en Don Luis era prudencia y paso de muía segura, callar y ver, palabras pocas y precisas, era ligereza y finura en Ruy Gómez. Nunca había visto tan de cerca a un hombre como aquél. Era el cortesano. Más tarde cuando leyó a Castiglione lo pudo comprender mejor. Revelaba vida interior, era preciso e ingenioso en la palabra, hacía observaciones penetrantes y tenía una manera de sonreír que podía ser al mismo tiempo benévola y burlona. Oía y podía irse de la conversación sin que aparentara perder interés. Cuando la charla se desbordaba en afirmaciones superficiales le bastaba una palabra, un guiño de la mirada, un gesto de la boca, para llevar las cosas a otro punto.

Todos sabían su astuta influencia sobre el rey, pero él lo aparentaba poco. Daba una impresión de seguridad difícil y diestra.

El contraste entre Doña Magdalena y la princesa de Éboli era todavía más grande.

Todo lo que era comedimiento y mesura en su «tía», era ímpetu, afluencia palabrera, cambios de voz, inquietud constante. Hablaba con las palabras, atropelladamente, pero también con las manos, los gestos y hasta los silencios. Negaba y afirmaba con vehemencia. «Eso no es así.» Calificaba con motes graciosos y disparatados a los más graves personajes, imitaba modos de hablar y de andar, irrumpía en risa sin motivo aparente.

«Han visto ustedes mamarracho semejante.» Hablaba de un gran señor o de una dama de la reina.

Lucía atractiva, a pesar de sus muchos partos. Cuerpo menudo, talle delgado, bellas manos volanderas, hermosas facciones, boca voluntariosa y aquel ojo izquierdo que se movía solo y como suelto en el aire. Y el parche negro que le daba aquel toque de extrañeza y hasta de maleficio a su presencia.

¿Qué ocultaba con el parche? Era la pregunta que todos se hacían. «Es tuerta. Le vaciaron un ojo de niña.» «No. Es bizca, mete un ojo y prefiere tapárselo para que no se lo vean.» «Tiene una nube.» Una mancha lechosa de ópalo, de cristal turbio, de madreperla, de luna velada. Era la Excelentísima Señora princesa de Éboli, Ana de Mendoza y de la Cerda, la esposa de «Rey» Gómez, la dama de la reina, señora de tierras y castillos, de vasallos y siervos. A espaldas de ella eran todas las cosas imaginables: la amante del rey, la «tuerta», la ambiciosa, la descocada e intrigante.

El otro personaje al que pudo entonces conocer de cerca fue a aquel Antonio Pérez que podía ser todo y que no parecía ser nada. Le llevaba siete años, en la edad en que esa diferencia puede contar mucho. No era un paje, sino un caballero de la Corte.

Ayudaba en todo a Gonzalo Pérez. Cuando se decía delante de ella que era hijo del poderoso clérigo, la princesa de Éboli sonreía con descarada picardía. «Ruy Gómez es para mí otro padre.» Parecía un cortesano italiano por lo rebuscado del vestir y de las maneras. Se movía teatralmente, exageraba los gestos, metía en la conversación palabras en francés, italiano y hasta en latín para asombrar interlocutores lerdos. Cuando hablaba de otros países parecía asumir papeles distintos. Acompañaba la palabra con gestos amanerados, algo de impudentemente femenino asomaba en sus actitudes. «Tiene cosas que no parecen de hombre.» En el apagado vocerío del rumor lo llamaban «el Pimpollo». El aura de la cercanía al rey cubría todas esas incongruencias.

De los más altos personajes hablaba con atrevido desenfado. «El rey dice… «El Cardenal tiene una manía.» «Este Papa tiene dos sobrinos que van a dar mucho que hacer.» «Gonzalo Pérez me ha dicho que todo el que se acerca a un rey es sospechoso.» «Aprendí latín con Nunio en Lovaina, Mureto y Sigonio en Venecia.» Era notorio su atractivo para las mujeres. Pasaba de una a otra con soltura y a todas decía cosas gratas o atrevidas. «No hay leona más fiera, ni fiera más cruel, que una linda dama.» Las tomaba de las manos y decía golosamente: «Manos para ser lamidas y besadas». O soltaba entre hombres: «Sin amores no sé vivir, que soy como las putas».

A través de él comenzó a mirar otra Corte que era diferente de la que hasta entonces había creído conocer. Hablaba con atrevido desparpajo como si lo enseñara a ver por debajo de las apariencias lo que era menos atractivo y laudable que lo que se veía por encima. «Sonrisas de reyes cortan más que filos de espadas afiladas.» «La lengua es lo más engañoso, pues del aire forma el engaño.» «Los privados de los reyes tienen que ser grandes hechiceros.»

Había que irse a Alcalá de Henares. El príncipe se había marchado pocos días antes.

Farnesio y él irían a acompañarlo para realizar estudios y disfrutar del clima sano.

Don Juan fue a vivir con Don Carlos en el cerrado y cavernoso palacio que había construido el Cardenal Cisneros. Piedra gris labrada, rejas de hierro retorcido, claustros, patios, altas salas, corredores, pasadizos, escaleras y alcobas oscuras. Alejandro Farnesio tuvo otro alojamiento.

Honorato Juan, fraile y maestro de filosofía, iba a dirigirlos en los estudios. Fue grande el séquito; cada quien con su casa y servicio. Don García de Toledo y Luis Quijada llevaban la autoridad y representación del rey. En días sucesivos vinieron el rector, los maestrescuelas, los profesores con sus altos cuellos y sus boinas de raso, las autoridades locales, los vecinos notables y la chusma curiosa de estudiantes, capigorrones, medio pícaros y medio ascetas, que llenaban las aulas y formaban grescas en las calles.

Se había despedido de los Éboli con efusión. «Yo no sé sino decir tú», le había dicho la princesa, «a veces hasta al rey». «Serás Juan, tú.» Azorado, le respondió apenas: «¿Y yo?» «Tonto, tú también», para añadir incitante y cambiante: «Depende de las horas y las circunstancias».

Con la princesa había entrado al mundo de las mujeres, con su fácil manera de tratar a los hombres, de jugar con ellos, para atraerlos o repelerlos, en un juego de animal de presa. Provocativa, desdeñosa, con aquel ojo oculto, se aniñaba a ratos en los juegos y chácharas con las jóvenes de su casa. Algunas muy bellas, como aquella sobrina Maria de Mendoza, que tanto se le parecía en mejor. Con su ojo izquierdo '.desnudo y viviente como un pez de oro. Donde estaba ella era a ella a quien había que ver. No había lugar para otra cosa. El príncipe de Éboli, Antonio Pérez, los amigos íy servidores cercanos no giraban sino alrededor de ella. «No te me vas a escapar, Juan; no lo olvides.» No la olvidaba. Ahora en Alcalá pensaba más en ella y volvía a su invisible presencia más que cuando estaba en su casa de Madrid. En los sueños fiebrosos de la adolescencia era con ella con quien se encontraba en un lecho imposible. Siempre se interrumpía aquel sueño cuando intentaba levantarle el oscuro parche. «No, eso no.» Era el despertar.

Todo estaba regulado minuciosamente en Alcalá. Apenas levantados venía a unírseles Farnesio. La oración, la misa, el desayuno y, luego, el desfile de los maestros.

Latín, filosofía, historia, composición. La imaginación se ausentaba del gangoso parlamento. «¿.Me siguen Vuestras Altezas?» Regresaban al tema a trechos. Después venían la comida, los paseos, las visitas y, en todo momento, las intimas confidencias y las esperanzas.