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"¿Cuál es la casa del maestro Massys?» Los niños, asustados, interrumpieron su juego para mirarlo. Asomaba como una cabeza de palo pintado en un retablo de titiritero.

Huyeron cuesta arriba hacia el poblado. El carruaje se detuvo en la casa de Ana de Medina. El hombre bajó con dificultad ayudado por uno de sus criados. Vio los niños acezantes, vio la mujer en la puerta y se fijó en él. No en ningún otro sino en él. «¿Cómo te llamas?» Ana de Medina hizo un saludo cobarde. "Es la casa del maestro Massys.» Pasó adelante solo con ella mientras los chicos se que4aban afuera. De afuera los veía hablar sin poder oir. Vio que le entregaba un papel, que Ana lo mostraba al cura que había llegado al ruido de la novedad. Luego lo llamaron. A él solo. «Jeromín, saluda a Don Carlos Prevost.» De allí en adelante todo fue rápido. «Te vas a ir con él, que te va a llevar para una casa grande.» Ana hablaba entre sollozos. Apretaba y besuqueaba al niño. "El señor Don Carlos es un gran caballero, ayuda de cámara del Emperador nuestro Señor. Con él vas a irte.» Lo lavaron, lo vistieron de limpio para sentarlo a la mesa que estaba puesta con los cubiertos y los platos que el extraño visitante había traído. El señor lo veía y hablaba como nadie antes nunca lo había hecho. "Hermoso niño.» Eso nunca se le olvidó. Luego le estuvo diciendo, ante el silencio de la Medina y del clérigo, todo lo bueno que lo esperaba. Iba a vivir en un castillo señorial con servidores.

Fue entonces, ahora lo veía, cuando comenzó verdaderamente el viaje que ahora parecía estar llegando a su término. Todo fue desenvolviéndose de un modo sorprendente. A cada momento veía surgir una extraña novedad. Desde la ventanilla del carruaje vio irse el pueblo y empezar de nuevo los campos. El señor, entre silencios y cabeceos de sueño, le había hecho preguntas, parecía querer saberlo todo, su padre, su madre, los juegos, las clases. "¿Sabes leer?" No respondió. «Vas a aprender mucho ahora, en tu nueva casa.» A Prevost no iba a verlo más hasta allí, hasta aquel punto donde lo vio como la primera vez: solemne, pesado, alisándose siempre el jubón con las manos, y con aquellas erres y eses. Con las demás gentes que fue encontrando en los años era diferente lo que le sucedía. Sobre la impresión del primer día se iban sobreponiendo las de todos los sucesivos que les habían ido cambiando y fijando las facciones. Cuando se ponía a recordarlas en los distintos tiempos era como si hiciera y deshiciera caras.

Llegó a la tarde a su primera venta. Un desteñido bloque de paredes, portones, corrales y techos oscuros junto al camino. El ventero vino a saludar al señor Prevost.

"¿Es vuestro hijo?» El alboroto de los mozos, desunciendo las mulas, cargando los bultos, los gritos llamando las criadas, el revuelo de las gallinas, y la sala de comer llena de humo.

En una mesa, con varios amigos, un hombre cantaba con un guitarrón.

Hubo una jornada y otra jornada. "Nos acercamos a Valladolid.» Desde lejos divisaron las torres de los campanarios, las almenas de la muralla. El camino se fue llenando de gentes.

Nunca había visto tanta gente ni tanto bullicio. Dejaron el coche junto a la muralla y penetraron a las calles por una puerta con vigilantes. Lo que había adentro lo asustó.

El gran bullicio de personas, de voces, de vendedores, de jinetes, entre las cabezas asomaba alguna silla de mano o se abría el gentío para dejar pasar un grupo de arqueros montados.

Don Carlos se fue metiendo, con paso seguro, por entre el gentío. Fue sabiendo de boca de Prevost que la villa estaba de fiesta, que habían llegado grandes personajes, y muchas tropas que aguardaban al príncipe Felipe, el hijo del Emperador. "Va a casarse a Inglaterra.» Se iba haciendo menos espesa la muchedumbre a medida que avanzaban por calles alejadas del centro. Estaban ahora frente al muro de un convento y el caballero tiraba de la cuerda de la campanilla. Se oyó adentro el alboroto del metal. Abrió un lego.

«Soy el señor Prevost, el Prior me espera. Dígale que traigo al niño.» Siguieron al lego, se divisaba la arboleda de un huerto y los arcos del claustro. A la puerta de una sala los recibió el Prior, un tenue viejo de cera envuelto en un flotante hábito marrón, con los pies desnudos metidos en sandalias. Hablaban de él y lo miraban. "Te quedarás con nosotros por unos días.» Eso fue todo, no nombraron ni a su padre ni a su madre, como se hacía en el pueblo cuando alguien preguntaba por éclass="underline" "El hijo del maestro Francisco y de Ana de Medina». "Volveré a buscarte dentro de unos días», le dijo el caballero y regresó a la calle.

Estaba en otro mundo, en otro tiempo. Al paso de las horas lo llamaban, en la celda o en el huerto, para los Oficios en la iglesia, tan silenciosa, donde el eco de los rezos subía y bajaba por los muros como agua de lluvia. De día y de noche había que reunirse para las horas. Las soñolientas Laudes de la aurora, el Oficio de Prima en el amanecer. Ya no eran los gallos los que anunciaban el día sino el retintín de la campana en medio del sueño; el Oficio de Tercia a las 9, el de Sexta en el punto de mediodía. Al atardecer llegaban la Vísperas y más tarde las Completas. La noche se cortaba con despertares sobresaltados. La Primera Vigilia, la de la medianoche y la del amanecer.

También había el huerto, o el día de traerle ropa nueva, blanca y fina, como nunca había visto. Quería probársela toda de una sola vez. Diariamente se confesaba en el primer Oficio de la mañana. "¿Has pecado? ¿Has mentido? ¿Has hurtado algo? ¿Has tenido malos pensamientos?» Después del primer día el bullicio de la fiesta en la calle se hacía mayor y saltaba sobre los muros del monasterio. Bombardas y fuegos de artificio estremecían los Oficios y salpicaban de falsas estrellas el cielo de la tarde. Hubo una hora en que fue creciendo el estruendo y el vocerío. Atrevidamente se metió en el templo. Parecía vacio, en lo alto de la escalera del campanario estaba un lego que miraba hacia la calle. Trepó hasta allí. Vio, como un barco en un río, avanzar por lo más apretado de la calle un grupo de caballeros, un estallido de brillos, y sedas, altas plumas, espadas, picas desnudas, entre el redoblar de tambores, y a la cabeza de todos aquel joven, apenas sonriente, que agitaba la mano para saludar. "Es el príncipe Don Felipe, nuestro Señor."

Otro día, estando entre el follaje del huerto, vio al Prior conversar con la imponente figura de un señor como nunca había visto otro. Fuerte, alto, de larga nariz acaballada y una barba gris que manchaba el oscuro jubón. Estaba mirando hacia él y hablaba sin duda de él. Sintió miedo.

A la mañana siguiente Prevost lo vino a buscar y emprendieron viaje. Al final de la larga jornada vio el macizo cuadrado de un castillo con cuatro gruesas torres en las esquinas de las murallas. Prevost le dijo: "Es aquí donde te vas a quedar".

Estaba ante el puente y la gran puerta del castillo. Un hombre de aspecto militar se acercó a recibirlos. Se llamaba Galarza y era escudero del castellano. Los guió por los dos patios hasta llegar a la gran escalera de honor. Pesadas arcadas de piedra marcaban las dos plantas. Jeromín se agarró de la mano del señor Prevost.

Subieron la escalera y llegaron al corredor del piso alto. Vio puertas cerradas. Se oía el resonar de pasos. Al final llegaron a la puerta de un salón grande y oscuro.

Se detuvo. Prevost hizo una gran reverencia ante una señora sentada en un sillón. No había visto nunca una mujer así. Los encajes, la sedas, el lento gesto de las manos, y una voz más limpia y timbrada que la del oficiante en la misa. "Señora, es un gran honor para mi entregarle este niño, por orden de Don Luis Quijada.» Todos lo miraron.

Hubiera querido huir, irse a los suyos. "Se llama Jerónimo.» La dama se puso de pie y le tendió los brazos. Lo contempló un rato demasiado largo observándole el porte y las facciones. "Es un bello niño. Habrá que hacerlo ahora un caballero.» Lo abrazó con cariño. Sintió la suavidad de las manos y aquel vaho de olor dulce. No se parecía a Ana de Medina.

Lo saludaron las dueñas, dos viejas señoras enlutadas, de pelo blanco, muy tiesas.