Los escuderos. También los dos clérigos: "Van a ser tus maestros. Tienes mucho que aprender». No se atrevía a hablar. Con angustia vio despedirse a Prevost.
Después lo llevaron a su alcoba. Quedó atónito. En nada se parecía al camastro en que dormía en Leganés. Una gran cama de columnas en medio de una vasta habitación, con un crucifijo dorado sobre la cabecera, cuadros de santos, una mesa, sillas y aquella ventana que daba a la lejanía del campo.
La primera noche fue de desamparo y temor. Después que rezó las oraciones con la señora lo llevaron a la alcoba y quedó solo. Se sentó sobre el borde de la cama, encogido. Oía ruidos lejanos, voces del campo, ladridos. La luz de la vela parpadeaba en su palmatoria sobre la mesa. El cansancio lo fue venciendo. Se tendió de espaldas y se sumergió en el sueño. Ana de Medina entraba a buscarlo. Como en las madrugadas de Leganés, lo sacudía para despertarlo. "¿Qué haces aquí? Vámonos.» Despertaba.
No era la casa de Leganés. Era aquella inmensa cámara de sombra que lo rodeaba. No sabia si estaba despierto. Si soñaba aquel sitio o si iba a despertar en Leganés. «¿Qué hago aquí?» Lo volvía a ganar el sueño. ¿Dónde y cómo iba a despertar?
En los días siguientes fue conociendo la casa y las gentes. Muy pronto Galarza, que lo atraía por su rudeza y sencillez, lo llevó a ver la armería, una larga sala llena de armas y de fantasmas.
Armaduras italianas con los brazos reunidos sobre un mandoble pulido, una armadura de caballero con el caballo de madera cubierto de hierros y arneses. Arcabuces, ballestas, escudos, espadas y aquellas armas extrañas de lejanas guerras, sables curvos y cascos con una media luna encima. También banderas y pendones desgarrados. Galarza le explicaba los combates de donde provenían, Pavía, Mulhberg, Túnez, y le contaba las hazañas del Emperador. A caballo con la armadura puesta, de pie bajo la tienda dando las órdenes del combate, entrando al galope, majestuoso e impotente entre los piqueros enemigos. Galarza describía las formaciones, los movimientos, el empleo de las armas y muchas anécdotas en las que él mismo aparecía realizando hazañas.
Con frecuencia lo veía Doña Magdalena. Le costaba trabajo hallar el modo de hablarle. Le había dicho: "No me llames señora ni Doña Magdalena. Desde ahora soy para ti otra cosa. No soy tu madre pero trataré de serlo. ¿Por qué no me llamas, más bien, tía?". Le costó trabajo atreverse. Se enredaba en las palabras para no tener que llamarla ni señora ni tía. Pero cuando estaba solo empezaba a sentir la nueva ternura de aquella presencia desconcertante.
Los capellanes estaban con él gran parte del día. Don García de Morales, alto y solemne, con su cuidada sotana y sus ojos de angustia, que debía explicarle la religión y la filosofía. No se limitaba a las largas y tediosas horas de clase, donde quiera que lo topaba reanudaba el monólogo sobre la divinidad, los santos, los misterios y los famosos maestros de Teología que había conocido en Salamanca. Decía Salamanca como Galarza decía Pavía. Le hacía preguntas sobre los puntos de la lección del día, pero las más de las veces se soltaba en una confidencia solitaria, para la que no parecía esperar respuesta. Nunca logró olvidar aquellas extrañas lecciones y aquel tono de voz.
No parecía hablar para él sino para alguna otra presencia que el niño no podía advertir.
»Mundo, demonio y carne son los enemigos del hombre. Lo vas a oír decir muchas veces, Jeromín, pero yo te digo que el verdadero enemigo del hombre es el demonio, es él quien quiere perdernos. No es fácil verlo, nunca se presenta de modo franco ante nosotros, viene disfrazado y oculto, para engañarnos. Hay que sospechar de él en todo porque en todo puede estar. Nos tienta con las debilidades de la carne, pero sobre todo nos pierde con las temibles tentaciones del pensamiento. Son las peores de todas.
Lanzarse a pensar es un inmenso riesgo, una forma sutil del pecado de la soberbia.
Llegar a creer que podemos ir más allá de donde llegaron los grandes doctores de la Iglesia, que podemos hallar por nuestra cuenta nuevas y peligrosas verdades, es pretender subir adonde no podemos llegar, dejarse arrastrar por el demonio para ver mentiras como verdades y verdades como mentiras.» Cuando Jeromín ponía cara de incredulidad, Don García se acicateaba más.»Cada vez que el hombre se pone a pensar por su cuenta el Enemigo llega. De la manera más simple y desprevenida puede perderse el alma, con el más noble propósito de saber y perfección se puede estar inducido por el demonio. Nunca podemos sentirnos seguros y protegidos. Eres todavía muy joven para saberlo, pero no es tarde para decírtelo.
Hasta el Emperador ha sufrido mucho en ese combate sin tregua. Cuando tú no habías nacido, aquí mismo en España, en Toledo, en Toro, en Valladolid, aparecieron las sectas del demonio. Parecían gente de bien, santos varones y santas mujeres, y era el diablo el que los guiaba. No creían necesitar la infalible enseñanza de la Iglesia. Se creían puros, perfectos, iluminados por Dios. Estaban sin darse cuenta en las manos del diablo. Llegaron a horribles abominaciones. Rechazaban las enseñanzas de la Iglesia. Pensar en los misterios sin la segura guía de la Santa Madre Iglesia es meterse en un inseguro sendero rodeado de precipicios por todos lados."
"Alemania es la tierra de las herejías.» Decía y se persignaba: "El diablo tiene invadida esa tierra, por eso el Emperador ha tenido tanto que combatir en ella. La temible peste ha llegado a los teólogos. Allí apareció el padre de todas la abominaciones, el demonio mismo, Martín Lutero. De nada le valió ser fraile agustino, ni estar protegido en el convento, ni esforzarse en estudiar la Escrituras Santas y los Doctores. Era el diablo el que lo había escogido y lo llevaba a todas sus monstruosidades. Aquel mal fraile no sólo repudió la autoridad del Papa, los dogmas más santos, sino que elucubró los mayores disparates llevado por la soberbia del pensamiento. Lo más engañoso que hay, Jeromín, es la apariencia". Se le ponía la voz temblorosa al hablar de aquello.
«El Emperador lo tuvo en sus manos y, sin embargo, lo dejó ir. Sólo Dios y él saben por qué procedió así.» No era sólo con soldados que había que combatir. Galarza y Diego Ruiz no hablaban sino de los soldados, pero ahora, gracias a Don García, había sabido que había mucho más, que los soldados no eran sino los instrumentos de los poderes invisibles.
Estaban en todas partes, también en España, y podían estar allí mismo, en Villargarcia, ocultamente.
«Hay quienes le venden su alma por cosas materiales, hay otros que se la entregan, casi sin darse cuenta, arrastrados por el orgullo de saber más.» Le hablaba con pasión de los herejes, de los brujos, los nigromantes, y hasta los gitanos.
«Aquí en España ha habido muchos, desde los tiempos de los godos, en Toledo.» Le contaba cuentos de endemoniados y brujas. Le habló de un famoso doctor que hubo en Alemania, el doctor Fausto. Conoció gentes que lo habían conocido. Le vendió su alma al diablo y recibió el pago. Tuvo poder, sabiduría diabólica y el amor de las mujeres. Jeromín se asombraba. A ese precio era posible alcanzar todo. Don García le explicaba el horrible fin de aquel mal hombre. «Cuando se venció el plazo, vino el diablo a llevarse el alma del réprobo. Lo encontraron muerto, con la cara vuelta hacia la espalda.» Don García llegaba a preferir a los infieles. Por lo menos no engañaban a nadie, iban con el arma en la mano proclamando su falso profeta y se sabía dónde estaban y por dónde venían. Los peores eran los herejes de todas las pintas, judaizantes que fingían ser cristianos, falsos conversos, moriscos que simulaban haber cambiado de fe.
En la imaginación del niño se mezclaban y confundían las visiones terroríficas del fraile con las enseñanzas abiertas y simples del escudero. Galarza hablaba de compañías, de tercios, de fuego de arcabuces, de bombardas, de formas de ataque y defensa y, a lo largo del castillo, le mostraba las obras de arquitectura militar. Una fortaleza estaba hecha para no poder ser tomada sino por traición.