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Había una geografía de la guerra que era a la vez la geografía de la herejía. Había visto en los mapas los sucesivos frentes de lucha. La religión era como un reino sitiado por enemigos poderosos. Había habido que replegarse en Alemania, en los Países Bajos, en Francia. España era como una plaza sitiada y el Emperador era el castellano. Fuertes líneas de defensa iban sucediéndose como en una suprema concentración de resistencia. Un día era Roma y había que tomarla contra el Papa mismo. El Emperador se había ido replegando a lo más seguro. Se iba a venir a España, y allí, rodeado de fortalezas y monasterios, llegaría finalmente al bastión central, donde estaría con Dios.

Las lecciones del Padre Guillén Prieto eran distintas. Con su hora aburrida de dictado y escritura, con su cantaleta de declinaciones latinas. Tantas formas distintas de nombrar la rosa o aquel catálogo de las maneras del silogismo. Jeromín se cansaba y se iba por la imaginación a otros sitios. Pero había también la hora de leerle los poetas, los que describían batallas y los que cantaban al amor. Y, sobre todo, había los libros de caballería. Amadís conquistaba reinos y servia a las princesas. Luchaba solo contra gigantes y encantadores. Vencía siempre. Hermoso, valiente, sin tacha. Su espada entraba en las filas enemigas como la guadaña en el trigo.

Lo mejor del día eran las horas del caballo. Cambiar del paso al galope y a la carrera, cambiar los aires a la voz del maestro, hacer vueltas rápidas y paradas bruscas.

Arrancar con la corta lanza en ristre contra el estafermo, tan rápido que el golpe del contrapeso no lo alcanzara.

Fue aprendiendo a conocer los caballos, sus humores, sus modos, sus pasos, sus avisos, el lenguaje de las orejas y de la cabeza. "Estás más para andar con los caballos que con los libros», le decían los clérigos.

En poco tiempo se había adueñado del castillo, conocía todos los lugares y todas las gentes. Los mozos de mulas, la gente de cocina, las criadas contadoras de consejas, las horas, los usos, los trucos para no ser visto o no ser llamado, las mañas y los hábitos de todos.

Pero sobre todo había aquella presencia que se hacia sentir constantemente y a la 'que nunca había llegado. Doña Magdalena le hablaba de él continuamente. "Cuando lo conozcas te va a gustar mucho.» Estaba en sitios lejanos acompañando al Emperador.

Galarza le contaba las guerras y las aventuras. Desde las batallas, hasta el crucifijo que iban a quemar los moriscos y que el señor, espada en mano, logró rescatar de las llamas. Aquel mismo crucifijo que ahora estaba en la cabecera de su lecho. O la herida que recibió en el asalto de Túnez junto al Emperador.

Se había ido habituando a aquella larga enumeración de los reinos del Emperador, tantos y tan distantes, hasta aquellas Indias del Mar Océano.

Había también los fantasmas de Villagarcía, los que surgían en la sombra del anochecer, los que arrastraban cadenas o lanzaban quejidos. Entrevistas formas de mujeres, de penitentes, de agarrotados. Las criadas les conocían las horas, los nombres y las peculiaridades. Andaban a media noche por los claustros, los caminos de ronda, las sombras de los muros. Cada uno tenía su propia historia. Llegó a aprendérselas más pronto que las de los libros que le enseñaba Don Guillén.

Hablaba con Doña Magdalena, le costaba trabajo acostumbrarse a decirle "tía».

«¿Me voy a quedar aquí para siempre?» Las respuestas no eran tan claras como él hubiera deseado. Faltaba por venir el señor de la casa. Le daba angustia lo que podía ser aquel encuentro. «¿Es mi tío?»

Entre las grandes presencias invisibles que poblaban Villagarcía, la más constante de todas era la del señor del castillo y esposo de Doña Magdalena, Don Luis Quijada.

En el anochecer o en la madrugada llegaban al castillo los correos con noticias que la señora comentaba y que luego recorrían toda la ancha casa hasta las cocinas. "Mi señor Don Luis», decía Galarza con reverencia.»El Mayordomo del Emperador», decía alguno de los clérigos. No faltaba un enano que dijera, para que lo oyera Doña Magdalena: "Bellas damas y buena cerveza hay en Alemania».

En la sala del estrado, Doña Magdalena se sentaba sobre cojines. Estaba aquel retrato, que Jeromín había mirado muchas veces, en traje de guerra, con ancha banda de seda terciada sobre el hombro, la mano izquierda sobre el pomo de la espada, media armadura, botas de gamuza, y la actitud de serena arrogancia de un hombre de mando.

Miraba al sesgo, con ojos grandes y un poco melancólicos, frente calva, cerrada barba negra y bigotes.

Su muda presencia continua iba siempre acompañada con otra mucho mayor y más imponente que no aparecía en ningún cuadro de la casa. Su Sacra y Real Majestad, el Emperador, el César, el rey más poderoso del orbe.

No pasaba hora sin que alguien lo invocara ante el niño. En los combates, en las grandes ceremonias palaciegas, en trato y disputa con los reyes de Francia y de Inglaterra, con los príncipes alemanes, con el Papa. "Dos veces desafió al rey de Francia a combate singular.» Era Galarza quien le describía cómo iba a ser aquel duelo insólito. Francisco 1 y Don Carlos, frente a frente espada en mano. Galarza describía cómo hubiera sido el ceremonioso duelo. Los reyes de armas, los testigos, los padrinos, los tiempos marcados de los asaltos. "Nuestro Señor hubiera vencido a aquel fanfarrón.» Las noticias que llegaban al castillo eran escasas pero muy comentadas. Las daba la señora, las repetían las dueñas, los capellanes, los escuderos y por último se disolvían y cambiaban de boca en boca de la gente de patio y cocina.

Un día anunciaron que había muerto la reina Doña Juana. Se asustó Jeromín. Doña Juana, la madre del Emperador. Debía tener tantos años como olvidos encima. Vivía recluida en el castillo de Tordesillas, con servidumbre, guardias y ceremonias tristes de reina loca. «Era ella la reina en propiedad y no Don Carlos.» Era la imagen del capellán, pero otra distinta surgía de los comentarios de dueñas y mujeres de servicio.

Estaba loca desde siempre, encerrada en una estancia oscura, tirada en un rincón. No hablaba, o decía cosas que nadie entendía. Y sin embargo era la reina. Era así de misteriosa la Gracia de Dios.

Un día llegó la más increíble noticia. El Emperador había abdicado en Bruselas.

Don Luis le había escrito a su tía. Doña Magdalena se encerró con sus damas a rezar con desesperación. Nunca se había oído nada semejante, nunca había ocurrido un cataclismo de esa magnitud. El Emperador por su propia voluntad se despojaba de su poder, dejaba las coronas de España, designaba los herederos y se despojaba de todo. En Bruselas, rodeado de magnates, de obispos, de príncipes, de gente asombrada, llorosa o llena de miedo ante lo nunca visto. Como si se hubieran derrumbado de golpe todas las torres y los muros de las fortalezas. Una peste sin nombre que mataba por dentro y cambiaba las vidas y las expresiones. Cosa grande, cosa increíble, cosa de fin de mundo. Se hacia la cuenta de su edad, de sus achaques, de los desengaños que lo atormentaban. Los luteranos malditos, los franceses falaces, el turco cruel que llenaba de velas el Mediterráneo, los pleitos de Italia. ¿Qué iba a quedar? Don Felipe el hijo, Don Carlos el nieto, el hermano Don Fernando.

El clérigo Guillén trató de explicarle aquel suceso nunca visto. "Los reyes están puestos por Dios y es Dios quien los puede quitar.» ¿Qué le habría dicho Dios al Emperador?

También regresaba Don Luis. Años tenía sin venir a sus tierras y sin ver a su mujer.

Todo entró en desatado movimiento. Limpiezas, arreglos, preparativos de toda clase.

¿Qué iba a hacer él? ¿Qué cara iba a poner el temido señor cuando lo viera por primera vez? «Él te conoce, te quiere y se preocupa mucho por ti, Jeromín.» La ceremonia del recibimiento fue preparada y ensayada. Cuando el vigía anunció que se acercaba la comitiva del señor, todos se dirigieron a sus sitios señalados, sonó la campana de la iglesia y retumbó la primera salva del cañón.