No pudo esperar más. En un arranque de desespero embarcó en La Spezia con los barcos y los hombres que pudo reunir.
Nunca le pareció la navegación más lenta, ni los días más largos. Todas las velas desplegadas, los remos a todo empuje, los gritos y los látigos de los cómitres parecían lograr poco. «Cada día que pasa es ayuda para el Turco.» Ofrecía premios y halagos a los bogas.
La llegada a Nápoles aumentó su angustia. Lo que había en hombres y barcos era poco. El Cardenal Granvela usaba un tono complaciente y paternal. No era eso lo que necesitaba. Soldados, dinero, barcos. Pero no para dentro de una semana o dos, sino ya, de inmediato. «Esta es la hora en que yo debería estar entrando en La Goleta.» Las cartas de Soto desde Madrid no eran más alentadoras. No sólo no había prisa sino que tampoco había gran preocupación. Otras cosas ocupaban el interés del rey.
Antonio Pérez apuntaba al error de no haber obedecido la orden de demoler las fortificaciones. Tal vez, le daba horror pensarlo, habría quien viera aquello como una buena lección para el atolondrado. «Es así como me miran.» Los días de Nápoles terminaron. Las noticias que recibió en Messina confirmaron sus temores. Túnez estaba cercado por tierra y por mar. Era la última noticia, no de hoy ni de ayer, sino de hacía ocho o doce días, la que trajo una embarcación mercante, un pescador o un fugitivo. Lo que podría estar pasando hoy no lo sabia ni podía saberlo. DOCE Había que imaginarlo con horror o con esperanza. La fortaleza había resistido, habían logrado rechazar el ataque y esperaban solamente la llegada de las fuerzas auxiliares.
O no habría podido resistir. Lo que tenía que pasar ya estaba pasando o ya había pasado, y era tarde irremediablemente. «Vuestra Alteza ha hecho todo lo que se puede. Confiemos ahora en el Señor.» Hubo que retardar la salida. Tenaces tempestades de días enteros retenían las galeras en el puerto. «Es locura, señor, salir con este tiempo», decían los viejos marinos. Caía en súbitos abatimientos. «Todo está contra mí.» Salieron hacia Trapani. No pasaban de un centenar de galeras. Qué posibilidades podía tener aquella modesta fuerza frente a todo el poderío y la astucia marina de El Uchali y las fuerzas de tierra enemigas. La tempestad volvió más recia y por interminables días no se pudo salir.
Hasta que apareció aquella nave francesa, maltrecha, fugitiva, con cincuenta soldados de la guarnición de La Goleta a bordo.
Hacía días, el 23 de agosto, había sido tomada la fortaleza. Muchos jefes pasados a cuchillo. Cervellón y otros tomados como esclavos. La ciudad estaba en poder de Sinan, el jefe turco.
Juan Zanguero, el capitán de los soldados fugitivos, contaba espantosos detalles de la lucha. El exterminio, la matanza, el saqueo.
Don Juan oía en ahogado silencio, los puños y los dientes apretados. «Cuenta más horrores, Zanguero, más horrores, todos los que sepas.» Luego añadió unas palabras que nadie se atrevió a oír: «El rey estará contento».
Su situación había cambiado. Era lo que sentía en la forma en que lo trataban los grandes funcionarios y en los decidores silencios que se hacían ante él. «Fue una lástima. Vuestra Alteza hizo todo lo que se podía. Desgraciadamente…» Desgraciadamente, lo sabia, había fracasado. Las culpas recaían sobre él. Había desobedecido al rey al no desmantelar la fortaleza de La Goleta. Había salido tarde y mal y no había podido llegar a tiempo.
Un cierto tono de insoportable conmiseración había en las palabras de los cortesanos. Con Juan de Soto se descargaba. «¿Qué soy ahora? Nadie lo sabe y menos yo mismo. Los virreyes me hacen menos caso que nunca; no tengo ninguna autoridad sobre ellos. La Liga se acabó, la flota está dispersa y sin recursos. He quedado para recuerdos y pequeñeces. Para arreglar los pleitos de los genoveses.» Ya evitaba hablar del posible reino para él. «Me verán como un majadero que no sabe lo que es, ni menos lo que puede. Si me quedo aquí irá cayendo sobre miel olvido y la insignificancia; ahora más que nunca necesito que se me reconozca, que se me dé el rango que me pertenece y que me han negado siempre. Que se me dé una situación de verdadero poder y no este engaño que nunca se resuelve.» Decidió en un ímpetu presentarse en Madrid sin permiso y sin aviso. Era un desafío al rey. Soto trató de aconsejarle paciencia. No quiso oír. «Peor que todo seria continuar en la situación en que me hallo.» Con dos galeras salió para Barcelona. Era otra aventura, distinta y acaso más difícil que las que hasta entonces había corrido.
Desde que desembarcó empezó el juego de las ingratas sorpresas, los disimulos y los nuevos reconocimientos.
«¡Qué maravillosa sorpresa nos da Vuestra Alteza!» Sorpresa era, bastaba ver las expresiones desacomodadas. «Ya era tiempo de que volviera Vuestra Alteza.» Topó con caras nuevas y con viejas caras que tenían otra expresión. Envió adelante a Soto y sin más aguardar siguió a Madrid.
Antonio Pérez salió a recibirlo en las afueras. «Vuestra Alteza me va a honrar alojándose en mi Casilla.» Esplendoroso, sonriente, cubierto de sedas y de joyas, erguido, seguro, parecía otro distinto del que había conocido. Volvió a respirar aquella nube sofocante de perfume que lo rodeaba. «Mucho has cambiado, Antonio.» «También Vuestra Alteza.» ¿En qué sentido lo decía? Esa iba a ser desde entonces la nueva dificultad, conocer los nuevos sentidos que habían adquirido las viejas palabras. Fue frío el saludo de Pérez para Juan de Soto. Junto a Pérez estaba aquel hombre gris y pesado, de ojos duros y palabra sentenciosa y áspera. Era Juan de Escobedo, gente de Ruy Gómez, lo llamaban «el verdinegro».
Oyó a Pérez hablar con condescendiente tono de superioridad de lo que pensaba el rey. «No le ha gustado esta venida sin su permiso, pero ya se le ha pasado, como se le ha pasado el disgusto por lo de La Goleta.» No pudo callar. «Ya sé, toda la culpa es mía, cometí la gran falta de querer pensar con mi cabeza y tomar decisiones ante los propios hechos que estaban ante mis ojos. A propósito, Antonio, no sabes lo que han dicho en Nápoles.» Rió con falsa risa y añadió: «Granvela con la bragueta y Don Juan con la raqueta, perdieron La Goleta». Antonio Pérez se sonrió apenas.
Poco a poco fue dándose cuenta de lo que había cambiado en la Corte y de la nueva actitud para con él. Había un cierto tono de apiadada condescendencia cuando le hablaban de La Goleta. «La guerra es un azar.» El duque de Alba le dijo entre paternal y agresivo: «Habéis aprendido mucho. En la guerra no se deja de aprender nunca.
Sintió las grandes ausencias, los huecos y vacíos en el paisaje humano, la de la princesa Doña Juana, la de la reina Isabel de Valois, tan distinta de aquella alemana hacendosa y triste que era la reina Ana. Había la gran falta de Ruy Gómez. Muchos lo recordaban con nostalgia. Tan distinto de Antonio Pérez. Y había también, muy aparente para todos, la ausencia de la princesa de Éboli. «¿Qué es de mi tuerta?» Con lo que le contaron en sucesivas confidencias pudo reconstruir el cuadro.
A la muerte de Ruy Gómez, Doña Ana había caído en una inmensa depresión. Se fue de Madrid a sus tierras de Pastrana y decidió profesar como monja en el convento de Carmelitas Descalzas que allí había fundado. Escobedo le explicó un día: «Su vida sin Ruy Gómez no era posible para ella. Estaba hecha a un poder inmenso por medio de aquel hombre. Al través de él mandaba y gobernaba. Eso no lo ha podido soportar».
El drama había terminado en comedia. No quiso someterse a las duras reglas del convento. Peleó con la Superiora, pretendía mantener hábitos de gran dama con servidumbre y visitas. Terminó mal con la propia Madre Teresa de Jesús. El nuncio mismo había dicho: «Es un magnifico espectáculo este combate entre dos féminas exaltadas y autoritarias». Terminó por irse del convento a su palacio de Pastrana para cerrarse de negro en un alarde de viudez. Estaba todavía allí pero era evidente que de un momento a otro se presentaría de nuevo en la corte.