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Llegó el día de visitar al rey. Sabia lo que le iba a decir por lo que Pérez le había respondido a sus cuestiones. Se arreglará lo de Italia, se pospondrá lo del reconocimiento de la condición de Infante, no habrá promesa firme en lo de la corona de Inglaterra. Así fue. Pasó por las salas y las antecámaras. Lo saludaron con respeto y alguna curiosidad. Era como si regresara de otro mundo. Lo miraban de una manera distinta, mezcla de envidia y desdén. Algunos le asestaban miradas de cazador. Le hubiera provocado decir en voz alta: «Si, miradme bien, soy Don Juan de Austria, aquel que una vez, hace ya mucho tiempo, derrotó a los turcos, que antes también derrotó a los moriscos en Granada, tal vez ya no recuerdan, pero seguramente recordarán que soy, sobre todo, el atolondrado que perdió a Túnez. Pueden saciarse de yerme». El rey lo recibió sin mostrar sorpresa ni curiosidad. «Me contento de que hayas venido.» Tenía una rara sonrisa borrosa, entre grata y burlona. «Hablemos de Italia.» Olvidado de todo lo demás, le habló con pasión de las dificultades de su acción en los dominios italianos. Granvela y sus marrullerías, Terranova y sus desacatos; los desdenes de Zúñiga en Roma, los interminables meses de esperar una decisión que siempre llegaba tarde. La falta de dinero y vituallas. Los amotinamientos, las contradicciones y aquel pantano de intrigas en que ahora estaba metido entre las facciones de Génova con riesgo de que los franceses se aprovecharan y de que el Papa metiera mano. «Soy todo y no soy nada, señor.» «Eso lo vamos a remediar». Le había indicado su deseo de que la visita a la Corte fuera breve. Le habló resueltamente como si se confesara de lo insostenible que resultaba su posición personal. «Me tratan de Alteza y no soy Alteza. Me dan trato de Infante por ser hijo del padre de Vuestra Majestad, pero no se me ha reconocido en la Corte.» Fue largo y divagante lo que respondió el rey. Palabras de afecto en las que volvía y resonaba el nombre de hermano, la seguridad de que eso vendría pero en su ocasión.

Más vago estuvo el rey en lo referente al trono de Inglaterra. El Nuncio le había hablado, el Papa le había escrito, los católicos ingleses ponían muchas esperanzas en esa posibilidad. No se oponía pero volvía con insistencia sobre las dificultades y la oportunidad. No era el momento todavía, había que estar seguro de que el Turco no se iba a mover de nuevo, de que el rey de Francia no se opusiera y, sobre todo, de que Flandes estuviera pacificado.

Al final, y como si recordara de pronto, le dijo: «También tenía que hablar de algo delicado y poco grato, de la situación de la Madama Bárbara Blomberg en Flandes. Hace algún tiempo el duque de Alba le escribió al secretario Zayas, y otros informes lo confirman. Algo habrá que hacer pronto». Le tendió la carta. La leyó lentamente con horror, sintiendo que la mirada del rey estaba sobre él observando sus reacciones. A ratos parecía no entender. «Aquí pasa un negocio que me tiene en mucho cuidado… El negocio anda ya tan roto y derramado que conviene que con muy gran brevedad 5. M. le ponga remedio…; la madre del señor Don Juan vive con tanta libertad y tan fuera de lo que debe a madre de tal hijo que conviene mucho ponerle remedio, porque el negocio es tan público y con tanta libertad y soltura que… ya no hay mujer honrada que quiera entrar por sus puertas… los más días hay danzas y banquetes.» No se atrevía a levantar la vista. Le dolían las palabras «negocio roto y derramado», «madre de tal hijo». No halló qué decir. Confundido y torpe tendió la carta al rey.

«No se debe aguardar más, señor.» Salió huidizo de la audiencia y fue a encerrarse solo con su ira y su vergüenza.

Se le hizo permanente aquella sensación de que, aunque nadie le hablaba de ello, todos pensaban al verlo en Bárbara Blomberg, la «Madama» de Amberes. Era una insoportable presencia invisible que lo acompañaba a todas partes. No era la sola. Había también la otra, de la que si le hablaban, la del Emperador. Tampoco le había resultado ~ fácil porque había en ella presente una comparación callada y desventajosa.

En la lisonja más fáciclass="underline" «Hijo de tal padre», asomaba un término de medida insostenible. Era un parangón inevitable que tendía a rebajarlo y humillarlo. «Preferiría que no me lo dijeran tanto.» Llegaba a sentir que era una especie de negación de su propia persona. «Nunca me ven a mí. Nunca soy yo, sino la otra presencia que se interpone. Es como si me estuvieran negando y poniendo a prueba todo el tiempo.» Se había encontrado con Maria de Mendoza. Le tomó tiempo hacerlo a pesar de los recados insistentes que le hacia llegar ella. La halló más madura, más dulce, más resignada. «No he vuelto a ver a la niña. ¿Qué es de ella?» Él tampoco la había visto desde hacia años. «Tengo buenas noticias. Crece y en su día irá a un convento.» María de Mendoza oyó con calma. «Era su destino.» «¿Crees en el destino, María?» «Tengo que creer. En mi caso, en tu caso, en el de la niña.» Hubo un corto reanimarse de la antigua llama. Sin más palabras se abrazaron, se besaron, se estrujaron con furia y se hundieron en la sorda angustia de la carne.

«Es de noche en España, Antonio.» Redescubría la severidad, la tiesura, la falta de espontaneidad, los colores oscuros, los ojos temerosos, los largos silencios de la corte. «Es otra cosa Italia.» Pérez le había dicho que el rey tenía prisa en que regresara a posesionarse de sus nuevas funciones. «Yo también la tengo.» Era como una doble conversación en la que se sabía lo que se decía y se adivinaba lo que no se decía. Le parecía sospechoso el empeño de Pérez de mostrarse amigo.

Fue así como le oyó decir casi al desgaire: «Es tiempo de reconocerle sus grandes servicios a Juan de Soto». «Me ha servido mucho y muy bien.» «El rey podrá nombrarlo en algo de más importancia, como Proveedor de la Flota, por ejemplo.» «Sería muy bueno, siempre que siga a mi lado.» «Claro que sí, no sería posible de otro modo.» Pero más adelante, después de ponderar los méritos de Soto y la importancia del nuevo cargo, añadió casi incidentalmente: «Habría que encontrar a alguien para que se ocupara de la secretaría». Don Juan reaccionó rápido. «No quiero que Soto abandone mi secretaría. Nadie podrá hacerlo como él.» «No tiene por qué abandonarla, seguirá ocupándose de todas vuestras cosas, pero para el manejo diario hará falta otra persona.» Luego, en forma de confidencia o de propuesta: «Hay uno muy bueno. Vuestra Alteza lo conoce desde la casa de Ruy Gómez. Tiene también toda la confianza del rey». Soltó entonces el nombre de Escobedo.

«Tenía toda la confianza del príncipe y de Doña Ana.» Antonio hizo el largo recuento de sus méritos, era discreto, inteligente, valeroso. «En realidad tendréis dos secretarios, Soto y Escobedo.» Don Juan lo recordaba bien. Desde su aspecto físico, su enfermizo color de aceituna, sus brusquedades y agresivas franquezas. «Nadie como él conoce la Corte.›' Habló varias veces con él a solas. No terminaba de verlo claro. Miraba con demasiada fijeza, aflojaba los más duros calificativos sin pestañear, parecía conocer todo de todos. Pero era astuto. Desde el primer momento supo tratarle del reino prometido y esperado. Parecía estar al tanto de toda la intriga. «Es una gran causa. Puede cambiar la historia. Es lo que más me atrae para servir con Vuestra Alteza.» Se fue al convento de Abrojo antes de partir. Allí encontró a Doña Magdalena.

Le dio buenas noticias de la niña. Le habló bien de Escobedo, lo hizo sentirse a ratos niño otra vez.

En la efusión del momento le habló de «Madama Bárbara». No se inmutó Doña Magdalena. «No se puede esperar más para hacer lo que es debido. Me sentiría muy contenta de poder ayudar en algo.» Sintió alivio.

A los pocos días partió a embarcarse para Italia. Poco antes Escobedo le trajo una mala noticia. «El marqués de Mondéjar va de virrey de Nápoles.» Otra vez «el cabo de escuadra», dijo recordando los incidentes de la guerra de Granada. «Seguimos y seguiremos con las mismas contradicciones. Se me nombra lugarteniente del rey en toda Italia, con autoridad sobre los virreyes, y al mismo tiempo se me coloca a Mondéjar en Nápoles.» «Es el viejo más vidrioso que he conocido», comentó Escobedo.