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En la Embajada algunos criados se dieron cuenta de la importancia del visitante.

Zúñiga aconsejó seguir al día siguiente, con dos capitanes españoles, para ver en Joinville al duque de Guisa.

Todo lo que recibió en el último trecho fueron malas noticias. No fue fácil la entrevista con el duque de Guisa. Veía lo de Flandes desde el punto de vista de la guerra francesa. Pero hubo cierto asomo de simpatía espontánea entre los dos.

Luxemburgo fue formándose dentro de la espesa bruma oscura. Siluetas de torres, algunas luces, un eco de campana. Poca gente en las calles. De algunas tabernas salían gritos de borrachos. En el palacio se dieron a conocer. Con el cabello medio teñido todavía, comenzó a recibir dignatarios. Volvió a oír el sonido de aquella lengua de los flamencos de Yuste. El Burgomaestre, los capitanes, algunos miembros del Consejo de Bruselas, que estaban en la ciudad por azar.

Las primeras noticias confirmaron sus temores. Le hablaron de conspiraciones, traiciones y el reiterado recuento de las depredaciones de los soldados sin paga. «No hay dinero, no hay soldados.» Las primeras cuentas lo abrumaron. Eran millones de ducados los que se necesitaban. Los banqueros no prestaban más. El rey de España estaba en bancarrota. Eran aquellos negociantes de las altas casas y los grandes arcones de hierro. Flamencos, genoveses, judíos salidos de España.

«Es como si el mundo se me viniera encima», le dijo a Gonzaga. Desde la tarde siguiente las noticias fueron peores. Durante todo ese día y los sucesivos llegaron en atropellada profusión de correos, fugitivos y viajeros, las descripciones aterradoras de Amberes saqueado por las tropas. Media ciudad incendiada, los comercios robados, la soldadesca alzada y borracha. Españoles, alemanes, valones, se entremataban por las presas. El gobernador de la ciudadela había sido engañado por los mercenarios alemanes. Tropas de merodeadores habían venido al auxilio de la guarnición para robar y degollar con grandes pendones de Jesús Crucificado y de la Santísima Virgen. Desde lejos una nube de humo y de chispas cubría las torres de la ciudad.

Cuatro días después, sin poder conocer aún la magnitud de los daños ni la situación de las provincias, vino la información de que Guillermo de Orange había hecho firmar por la mayoría de las provincias un Tratado de Pacificación. La enumeración de los puntos acordados sonaba como una sentencia de muerte. Ayuda a los Estados Protestantes de Holanda y Zelanda hasta que las tropas del rey de España fueran retiradas y convocados los Estados Generales para revocar las medidas restrictivas impuestas antes. Sólo Luxemburgo y Limburgo no firmaron.

No le quedaba más camino que plegarse y negociar. Escribió al rey diciéndole que el solo nombre español era odiado. Le pedía también que le enviara a Escobedo retenido en Madrid. Y pedía «dinero, dinero, más dinero».

Cada vez se hacían más exigentes y atrevidos los miembros del Consejo de Bruselas. «No soy el jefe de un ejército derrotado que firma una capitulación y, sin embargo, es lo que quieren que haga.» Si Escobedo estuviera a su lado estaría más tranquilo.

Sorpresivamente, los Estados Generales le presentaron un conjunto de peticiones que le parecieron escandalosas. Debía licenciar en cuarenta días los mercenarios, retirar las tropas españolas, reparar todos los daños causados por los motines, mantener y respetar todas las antiguas leyes y usos del país. Por su parte, las provincias contribuirían con parte de los gastos, reconocerían a Don Juan como Gobernador y respetarían la religión católica.

Las instrucciones que llegaron de Madrid lo condenaban a aceptar lo inaceptable.

No le fue fácil. Lo que sentía era el ímpetu de desconocer todo aquello y recurrir a las armas. Continuamente cayeron sobre él los consejos de calma y prudencia. «¿Qué perpetúa el Edicto Perpetuo? La derrota de España.» Había que poner buena cara, disimular los agravios, tragar lo intragable y esperar.

Fue entonces cuando pudo recorrer el país. Los largos campos llanos con sus retazos de cultivos, los molinos que saludaban de lejos y muchas torres de iglesia y fortalezas con su puñado de casas puntiagudas en torno. Gentes lentas, gordas, de gran comer y mucha cerveza. A veces caía en medio de una «kermesse» campesina. Las mesas tendidas en la plaza, hombres, mujeres y niños, comían, cantaban y bailaban. Enormes pucheros de sopa, carneros, cuartos de bueyes, los perros pululaban; por los bigotes rubios y las pecheras blancas chorreaba la grasa y la cerveza, mientras la música repetía monótonamente su son.

«No se parecen a nosotros, ni tampoco a los italianos.» «Ésta es la dificultad para entenderlos.» En las ciudades hubo visitas a ricas casas llenas de cuadros, espejos y colgaduras. Todo evocaba la riqueza. Llegó a la Gran Plaza de Bruselas. Era un salón abierto de piedra labrada. Sonaban las bandas, desfilaban los gremios con sus banderas, los ricos burgueses tintineaban bajo sus gruesas cadenas de oro. «Aquí hay más oro que en las Indias.»

Iba a ver a su madre. Desde que llegó había vivido en la inminencia de aquel encuentro. Había preguntado, con temor a la respuesta. La manera cómo le respondían sobre «Madama Bárbara» o «la señora madre de Vuestra Alteza» decía mucho más que las palabras. Habló con amigos, consultó al Confesor y dejó pasar días sin dar respuesta a los mensajes de «la Madama» y de su hijo, aquel Conrado Piramus, tan hermano suyo como el rey. Las formas de responderle los cortesanos la acusaban. «Lamentablemente», «infortunadamente», «se dicen muchas cosas acaso infundadas». En anónimos, en soeces «grafitti», se le injuriaba junto con su madre.

Los funcionarios le habían confirmado su resistencia a ir a España y, más que todo, a entrar a un convento. «Tendrá que ser por engaño, señor.» A medida que se acercaba el momento crecía su desazón. «No hallo qué hacer.» lía también había escrito solicitando que la recibiera. Hubo que resolverse a hacerlo.

Cuando llegó la hora de recibirla, en Luxemburgo, procuró que hubieran los menos ~ estigos posibles. La hizo entrar por una puerta excusada.

Quedó solo en la sala esperando que el ujier la trajera a su presencia; hasta que ~e abrió la puerta y vio aquella figura plena en el marco. Se puso de pie y mientras ella avanzaba estuvo viéndola con ojos de miedo. Era aquella mujer extraña, nunca antes vista, y era también su madre. La iba descubriendo y detallando a medida que se acercaba. Le oyó vagamente algunas palabras en francés: «Monseigneur», «mon fis».

Era alta, fuerte, colorada, cabello rojizo, avanzaba maciza y segura, demasiado color en las mejillas y los labios, mucho perfume, envuelta en un traje aparatoso de colores vivos. Le tomó las manos y se las besó.

«Por muchos años he deseado este momento, señor.» «Yo también, podéis creérmelo.» La invitó a sentarse a su lado. Lo hizo con desenfado.

Empezó una conversación que se disolvía en banalidades. «Sois un "bel homme".» Él la cumplimentó por su buena apariencia. Luego le dijo que la quería ayudar, que quería hacer todo por su bienestar. Hablaron de su hijo Conrado. Ofreció ayudarlo para que ingresara en la administración con un buen cargo. Hubo pausas largas en las que ambos se miraban y no cruzaban palabras.

Lentamente, tanteando el terreno, le habló de los peligros que ella podía correr en Flandes en aquella situación. «Estos herejes son capaces de cualquier cosa.» No parecía rechazar la idea. Hasta que se atrevió a decir, muy suavemente, que era tal vez mejor que se fuera a España, donde la recibirían con todos los honores.

Cambió instantáneamente. Una dura máscara de furia le alteró los rasgos, la voz se le hizo dura y cortante. Se negó rotundamente. Era la misma vieja idea del duque de Alba, el mismo siniestro propósito de sepultaría en un convento de España. «No iré nunca. No hay fuerza ni razón humana que me pueda obligar a hacerlo. Si era eso todo lo que tenéis que decirme…» Trató de calmarla. Con el tono más dulce que halló le explicó la conveniencia de que no estuviera en Flandes mientras él era Gobernador. Podía ir a Italia o a España a establecerse como la gran señora que era. La princesa Margarita de Parma podía recibirla o Doña Magdalena de Ulloa.