El mundo lo cercaba y lo acosaba. "Que hablen con Doña Juana, que hablen con el rey, mi hijo.» Don Luis describía con detalles la vida monótona del refugiado.
Las devociones y sacramentos, los Oficios de todas las horas, las lecturas piadosas, el conversar con Luis Quijada o con algún viejo amigo recibido excepcionalmente.
Se iba a mirar el parque y el estanque de las truchas, y observaba embelesado a Juanelo mostrarle sus más nuevos e ingeniosos relojes.
El Emperador quería que Don Luis se quedara a acompañarlo. "He tratado de excusarme pero tendré que hacerlo. Mi señor me necesita, y yo debo estar junto a él…» Se comenzaron los preparativos para el traslado. En Cuacos, la aldea junto al monasterio, había dispuesto arreglar una casa. "No va a haber mucha comodidad, Magdalena.» «¿También iré yo?» «Tú y el niño antes que nadie", le había dicho.
Alguna vez se había atrevido a preguntarle: "Tía, ¿quiénes son mis padres?». Se daba cuenta de que buscaba evadir la respuesta. "Tu padre es un gran señor, un muy gran señor. Yo misma no sé quién es, pero algún día lo sabremos todos.» Lejos debía estar la ocasión, entre los largos y lentos días del castillo. Preguntaba a Galarza y a los clérigos por los grandes señores de la corte del Emperador, le nombraban arzobispos, duques, condes y secretarios poderosos. Volvía y volvía a mirarse la cara en los espejos. Buscaba las facciones de aquel desconocido padre. Si existía, por qué no lo llamaba y se daba a conocer. Don Luis debía saberlo. ¿«Quién es, señor»? "No puedo decirte nada ahora, Jeromín, pero lo vas a saber y te contentarás mucho.» Las gentes del castillo hablaban de sus padres y sus pueblos. "Por el alma de mi padre», "decía mi padre, que esté en la Gloria". Sólo él no podía hablar así. No podía ir más allá de decir, con mucha incomodidad, "mi tía», o a lo sumo "mis tíos».
Una noche, en vísperas del viaje, se despertó en un alboroto de muchas voces. Un gran resplandor penetraba en su cuarto. Se oía un crepitar de fuego y penetraba un humo acre. Don Luis entró, a medio vestir, para tomarlo en brazos y sacarlo hacia el corredor. Los criados subían con cubos de agua para arrojarla al incendio. Ardían muebles y tapices. Cuando se apagó el fuego, cada quien tenía una versión de lo que había pasado pero todos lo miraban a él como si acabaran de encontrarlo por primera vez.
De Villagarcía salió la pequeña tropa. Montados iban Don Luis, los escuderos y Jeromín. En el medio iba la litera de Doña Magdalena llevada por dos machos pacientes. A pie venían criados y soldados. Se avanzaba con lentitud. Mucho tardó el castillo en desaparecer de la vista, más tardaban en acercarse desde la lejanía las casas y las aldeas del camino. Podía acercarse a la litera para hablar con su tía. A ratos encontraban otros viajeros, se detenían, se saludaban, preguntaban por los mutuos amigos y parientes, se cambiaban noticias. O topaban un sacerdote con sus acólitos. Era entonces la ocasión de bendiciones, encomiendas de misas y alguna Salve rezada en común.
Cuando ya entraron a Extremadura, Don Luis recordaba el viaje que había hecho con el Emperador. Era como si constantemente cambiaran de compañía y de tiempo.
Lo que dijo el Emperador al ver cada uno de aquellos lugares. Lo que preguntaba y recordaba. "Estas ya son las tierras de» Nombraba a uno de los poderosos señores dueños de aquellos inmensos dominios. Se cansaba de la litera y bajaba para estirar las piernas y marchar un poco. Como ahora lo hacia Doña Magdalena. Ponían la litera en tierra y aparecía sonriente la señora. Se caminaba un trecho a pie y se hablaba del tiempo.
"¿Cuándo llegaremos a Yuste?", preguntaba Jeromín. Veía hacia lo más lejano como si esperara divisar el monasterio. «¿Falta mucho?» Era de días la cuenta, pero le parecía que andaban más lentamente a medida que avanzaban. Como si el aire se hiciera más duro de hender y la tierra más larga de caminar. Todo se iba poniendo más lento con aquella proximidad oculta.
Ante el Emperador, ¿cómo iba a ponerse?, ¿qué le iba a decir?
El camino daba vueltas y se desviaba como si no quisiera llegar. Cuando empezó el ascenso de los montes la marcha se hizo más fatigosa. Se iba el día en un corto trayecto. Ya andaban por las tierras del conde de Oropesa. Cruzaban torrentes, trepaban cuestas. Dos peones fornidos tomaban la litera para pasarla sobre las piedras y los remolinos de agua. Al fin llegaron a Jarandilla. Al día siguiente entraron en Cuacos y vieron entre la arboleda el monasterio y el palacio.
Habían llegado. Era allí, enfrente. La cuesta, la arboleda junto a la iglesia que se metía hacia adentro en un apretujamiento de troncos, ramas y hojas. Detrás estaba el palacio. Y dentro…
Don Luis se fue desde la primera mañana. Lo llevó con él. Lo vio saludar personajes que iban siendo más numerosos a medida que se acercaban. "Puedes ver el huerto, pero no vayas a entrar en la casa." Habló a unos guardias para que lo dejaran penetrar y él se dirigió hacia la iglesia. Por allí se entraba más directamente a las habitaciones reales.
Podía cerrar los ojos y ver de nuevo todo aquello en la más inmediata presencia y en los cambios de luz de sus horas. Lo vio tan intensamente. A poco de entrar en el huerto surgía la rampa de piedra que subía a la terraza. La terraza se abría por dos lados, con su baranda. Pudo contar las columnas en dos filas, las puertas y ventanas.
Al través de la reja se divisaba contra el muro el respaldo de un sillón. Estaba vacío.
No se oía sino el viento entre las hojas. La gente que divisaba parecía hablar en voz baja. Como se habla en la iglesia o cerca de los moribundos. En el huerto topó con los sirvientes y los jardineros, y el hombre que limpiaba el estanque. Fue la primera vez en que oyó aquel grito desgarrado que lo llenó de susto. Era el graznido de aquel gran pájaro de todos los colores metido en su jaula de hierro. Lo llamaban guacamaya.
Se fue acercando con temor. Era roja, azul y verde, más grande que un halcón, pero con aquel pico ganchudo y las dos manchas blancas donde estaban los ojos tan redondos y fijos. «Es un pajarraco de las Indias.» Había oído hablar de las Indias en Villagarcía. Más allá del Mar Océano. Las islas, los indios. Don Luis los había visto en Castilla donde a veces los traían como curiosidad. Medio desnudos con la cara pintada. Aquello era más grande que todos los reinos de España.
Todos los días hallaba manera con Don Luis y sin él de llegarse desde Cuacos hasta el jardín de palacio. Hizo amistad con jardineros y guardias. Había pajes de su edad que lo fueron aceptando con desconfianza. Todos tenían algún nombre resonante. «Soy hijo del marqués, del conde, del Sumiller de Corps, el sobrino del obispo.» «¿Y tú?» Jeromín a secas.
No había mujeres en aquel palacio. Lo comentó con su tía en Cuacos. No se veían sino frailes, la silueta de algún alabardero y los oscuros jubones y capas de los personajes que a veces asomaban por la terraza.
También había entrado en la iglesia. Era más pequeña que la que vio en Valladolid.
Un medio cañón de bóveda desnuda con el altar en alto. A la derecha estaba aquella puerta baja y estrecha que daba a la alcoba del Emperador. Siempre había algún Oficio.
"Mañana iremos a saludar al Emperador», le había dicho Don Luis. Durmió mal y vio aclarar el día con angustia. Sobre una silla Doña Magdalena había puesto las ropas que debía llevar. Pasó la mañana en preparativos y consejos de su tía. Irían hasta la iglesia y Don Luis les esperaría a la entrada para llevarlos a la presencia de Su Majestad. «La presencia de Su Majestad», esas palabras se iban a repetir continuamente en su mente.
Le dijeron lo que tenía que hacer. Hacer la reverencia, arrodillarse, entregar el obsequio, callar, responder lo justo. En su sillón estaría el Emperador.
Salieron de Cuacos, Yuste parecía más lejos en lo alto de la cuesta.