Se incorporó de la litera y vinieron a rodearía sus damas y los caballeros del séquito. Mientras se hacían las presentaciones la pudo observar con gula. Era posesiva y burlona.
Había sido aquella hermana menor de la que tanto hablaba la reina Isabel. Era también aquella otra que, en los días de Alcalá, había figurado entre las posibles esposas para Don Carlos. Era, sobre todo, la princesa que la reina madre de Francia había propuesto a Felipe II para reemplazar a Isabel muerta. «El destino de las princesas lo hacen los otros.» Del destino hablaron en el trayecto hacia Namur. «He sabido mi destino y el de toda mi familia. El doctor Nostradamus lo predijo deL modo más perfecto.» Hablaron del temido profeta ya muerto. Contó muchas profecías cumplidas. «Se concentraba y por los astros podía profetizar el destino de cualquier persona.» Recitó el oscuro cuarteto que parecía anunciar la muerte de su padre, el rey Enrique II, en un torneo: «En jaula de oro le romperán los ojos«. La reina Catalina le pidió los horóscopos de sus siete hijos. «Dijo que todos serian reyes.» Ya no faltaba sino uno, «mi hermano el duque de Alezón«. Se inmutaron los españoles. Era precisamente el joven príncipe francés que el Taciturno tenía como un posible candidato al Gobierno de Flandes. Cambió de tema con gracia.
Parecían estar solos. «Por mi han pasado muchos destinos, ahora sé que el único que me queda no es bueno.«No hay que decir eso, Vuestra Alteza lo tiene todo.» Sonrió al halago.
Desfilaron por la ciudad en fiesta hasta el palacio. Los vecinos se asomaban como si despertaran de la pesadilla de la guerra.
De la recepción en el palacio pasaron al banquete. Había música de violas y canciones de amor triste. Se sentían solos y segregados de los demás. «Todo ha cambiado con vuestra presencia.«Se había borrado la angustia y el cerco de amenazas. Ella dijo: «Somos como dos niños escapados de la casa, escapados de un presente que no nos agrada«. Hacía comentarios burlones sobre las damas y señores que le presentaban.
Recordaba con desparpajo personajes y cuentos de la Corte de Francia. Engaños del amor, historias de alcoba, picardías.
En el banquete, sentados juntos en la cabecera, comenzaron a tutearse. A través de ella percibía otros rostros. Isabel de Valois, aquel sueño de mujer inaccesible de sus años mozos, Catalina de Médicis, en el centro de la red de su intriga, y algo de las mujeres que había amado. Era distinta a todas. Lo fascinaba y le llegaba hondo. Tuvo la sensación de estar atrapado. «Puedes ser un peligro para lo que estoy haciendo aquí.
Pueden aprovecharse mis enemigos, pero no logro verte de esa manera. Olvidemos todo eso. Quiero vivir plenamente esta hora que nos regala el destino.» Pasaban en su parlería las cosas divertidas de la Corte de Francia. Lances de amor y engaño, imitaba gestos, soltaba palabras crudas. No había oído hablar así a ninguna gran dama. Tal vez a la princesa de Éboli, pero era otra cosa. Lo hacia reír como cuando le contó una escena representada por los comediantes italianos en presencia de la reina Catalina. El joven que pasa la noche oculto en la alcoba de la bella dama y al día siguiente se lo cuenta a un amigo. «¿Ch'avete fatto?» «Niente», respondió ante el asombro del otro que lo increpa: «¿Niente? ¡Ah poltronazzo!, senza cuore, non avete fatto niente, che maldita sía la tua poltronería».
Rió Don Juan y advirtió lo que había detrás de las palabras. Más adelante le dijo: «Me recuerda un romance de España que aprendí de niño. Trata precisamente de la hija del rey de Francia». Narraba y recitaba: «De Francia partió la niña de Francia la bien guarnida…». El caballero la halla extraviada en el camino y la recoge para llevarla a Paris. Era bella y la requiere de amores. Ella se defiende: «Tate, tate, caballero no hagáis tal villanía, hija soy de un malato y de una malatía el hombre que a mí llegase malato se tornaría». Ya entrados en la ciudad la infanta se burló. «¿De qué vos reís, señora?» «Ríome del caballero y de su gran cobardía tener la niña en el campo y le catar cortesía.» No se separaron en todo el día. A ratos llegó a retenerle la mano de finos dedos cargados de luminosas sortijas. En medio de los cortesanos y los criados se sentía al lado de ella más libre y más joven. En la noche hubo baile y fuegos de artificio. La llevó de la mano a formar parte del cuadro de los danzarines. No la veía sino a ella.
Estallaron los fuegos de artificio. Desde la plaza volaban por el cielo nocturno chorros de luces en medio de las explosiones de los cohetes. Se separaron de los espectadores agrupados en los balcones. Solos llegaron hasta la cámara reservada para ella. Se vieron a los ojos antes de entrar y luego penetraron sin decir palabra. Cerró la pesada puerta. A la luz de los candelabros se alzaba el gran lecho dorado cubierto de cortinas, como la escena de un teatro. En los tapices de la paredes estaba la batalla de Lepanto.
En la tela azulosa flotaban las galeras bajo la figura de la Virgen entre las nubes, y en primer plano Don Juan, de armadura, casco y bastón de mando, con la mano extendida dirigiendo el combate. «No hay como huir de ti.» La tomó en sus brazos y comenzó a besarla ávidamente Cesó la sonrisa, hubo algunas palabras que él ni oyó. La llevó hasta el borde del lecho. Había cerrado los ojos y respiraba ansiosa. Antes de volcarse dijo apenas: «Doucement».
Vio partir a la reina. Con ella se iba aquella fugaz hora de alegría. Lo que quedaba ahora era la desesperada situación que amenazaba por todos lados. Escobedo debía haber llegado a Madrid, pero no había noticias. Seguramente no las habría en mucho tiempo. Sintió que era el momento de hacer un gesto audaz y crear una situación nueva que obligara al rey a actuar.
Podía ocupar sorpresivamente la fortaleza de Namur. No debía presentar dificultades, después de todo era el Gobernador y podía entrar en el recinto a visitar. «Los Estados lo van a ver como una provocación y todo va a empeorar con ellos.» «Es precisamente lo que quiero para no seguir en esta lenta muerte en que me tienen.» Organizó una partida de caza y salió con un séquito armado muy numeroso. Antes de empezar la marcha llamó a los principales y les dijo: «Vamos a ocupar el castillo por sorpresa». Asignó a cada quién su tarea. Todo debía hacerse con rapidez y sin violencia innecesaria.
Llegaron al trote hasta la puerta del fuerte desprevenido. Al galope y espada en mano penetraron al interior ante la sorpresa de los guardias. El comandante y sus oficiales no sabían qué hacer ante aquella inesperada situación.
«Pasaba por aquí y resolví hacer una visita.» Cada quien hizo lo que tenía asignado.
Ocuparon los depósitos de armas y municiones, las entradas, las garitas. Sin desmontar habló en voz alta al confuso comandante.
Dijo cómo había aceptado todo lo que habían exigido los Estados. «He cumplido más allá de lo que era posible.» «Me han tratado como si hubieran derrotado las fuerzas españolas en batalla abierta.» El sacrificio había sido inútil. Cada día los herejes pretendían más. «Si los rebeldes hubieran cumplido lo prometido por su parte, no me hubieran puesto en la necesidad de hacer esto.» «De ahora en adelante la situación va a ser clara. Los que estén de parte del príncipe de Orange y de los Estados contra el-rey serán considerados traidores y tratados como tales. Decidan ustedes.» Hubo algunos escasos vivas, pero los más quedaron pasivamente en silencio.
Mandó un emisario a Bruselas para explicar las razones de su acción y pedir apoyo en su lucha contra los rebeldes. No esperaba ninguna respuesta favorable, pero sentía un gran alivio. «Ha terminado esta comedia de mentiras; lo que venga ahora será distinto. Hablarán las armas y se sabrá a qué atenerse.» La noticia corrió como el eco de un estampido. Los Estados entraron en febriles conciliábulos. Protestantes y poderosos señores católicos mostraron su disgusto.