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El príncipe de Orange aprovechaba la situación. Lo acusaba públicamente de violar la paz, de provocar de nuevo la lucha armada. En proclamas y manifestaciones públicas halagaba los sentimientos antiespañoles. Los Estados resolvieron suspender toda negociación con Don Juan. El Taciturno no sólo había escrito a los reyes denunciando la perfidia española, sino que acusaba al Gobernador de mala fe. Publicó cartas tomadas a los correos de Don Juan para demostrar su desprecio por los flamencos y sus torvas intenciones. Invitaba a todos, protestantes y católicos, a luchar junto a él por la libertad de conciencia y contra el invasor extranjero.

Todo se tiñó de hostilidad y desconfianza. En cualquier lugar se sentía en territorio enemigo, cercado de acechanzas, amenazas y mentiras. Las provincias se habían puesto en pie de guerra contra los españoles: «Nos aborrecen y yo también los aborrezco.

Felizmente la hora de los fingimientos se acabó».

Habían proclamado de nuevo la Pacificación de Gante, aquel insolente documento de desafío abierto. Se suspendieron las negociaciones con el Gobernador y se preparaban para la guerra.

Con los recursos que tenía había comenzado a formar un ejército. Pasaba de la exaltación desmedida: «Que se alcen. Los aplastaremos», al abatimiento más completo.

Madrid se había puesto inmensamente lejos. Nada parecía resolverse. No venían cartas, ni recursos, ni tropas. Llegaba alguna misiva de Antonio Pérez, tan meliflua y sin contenido como siempre. Poco de Escobedo. «Que me devuelvan a Escobedo.» Como si los tuviera presentes, a muchos los podía imaginar en la facha y el gesto.

Dirigió una carta a sus viejos soldados «para que pasara de mano en mano»: «A los Magníficos Señores, amados y amigos míos, los capitanes y oficiales y soldados de la infantería que salió de los Estados de Flandes». «El tiempo y la manera de proceder de estas gentes ha sacado tan verdaderos vuestros pronósticos que ya no queda por cumplir de ellos sino lo que Dios por su bondad ha reservado.» Les hablaba en la lengua con la que siempre se había entendido con ellos: «Me querían prender a fin de desechar de si religión y obediencia. Toda la tierra se me ha declarado por enemiga y los Estados usan de extraordinarias diligencias para apretarme pensando salir esta vez con su intención». «Y si bien por hallarme tan solo y lejos de vosotros estoy en el trabajo que podéis considerar y espero de día en día ser sitiado, todavía acordándome que envio por vosotros y que como soldado y compañero vuestro no me podéis fallar, no estimo en nada todos estos nublados.» Le parecía ver las abiertas sonrisas seguras.

«Venid pues, amigos míos, mirad cuán solos os aguardamos yo y las iglesias y monasterios y religiosos y católicos cristianos, que tienen el su enemigo presente y con el cuchillo en la mano.» Tenía que hacer referencia al rey: «Tengo por cierto que 5. M. con las veras y con la calidad que le obligan y en la misma conformidad hará las provisiones, lo podéis vosotros ser que yo os amo como hermanos».

Lo que sabía de las provincias era cada vez peor. Los Estados no sólo lo iban a desconocer, sino que se preparaban a sustituirlo. Con su astucia paciente, el Taciturno buscaba posibles candidatos. El archiduque Matías, hermano del Emperador, príncipe católico de la casa de Austria, sobrino del rey Felipe. ¿Cómo el Emperador Rodolfo, su viejo amigo de los años de la Corte con Don Juan Carlos, había podido aceptar aquello? «Buena jugada de pícaros.» Junto al archiduque, el jefe de las fuerzas seria Guillermo de Orange. Ahora parecía haber logrado todo para realizar su ambición.

El apoyo de los Estados, un buen pretexto de guerra, un títere regio de fe católica, y el mando efectivo en sus manos.

Había que cortar aquella inacabable lucha sorda. Ahora las cosas iban a ser claras y finales. No iba a continuar aquel rompecabezas de argucias y mañas de fulleros.

Esperaba hora tras hora la respuesta de Madrid. No llegaba. En Namur estaba como en la orilla de aquel país cada vez más extraño y ajeno. No había noticia del regreso de las tropas. No había dinero. ¿Qué hacia Escobedo? ¿Qué decía Antonio Pérez? ¿Qué pensaba el rey?

Lo habían abandonado a su suerte. Sacaba la cuenta del tiempo ido sin respuesta.

Setenta y ocho días desde que Escobedo se había ido, cincuenta y siete días que había llegado a la Corte, sesenta y cuatro días desde que era un cautivo en aquel castillo de Namur, cincuenta días desde que llegó la última carta.

No le había parecido bien al rey la toma del castillo de Namur. Era el fracaso final de aquella política de pacificación que había defendido Ruy Gómez y también Antonio Pérez. Frente al hecho cumplido no le quedó más alternativa que aceptarlo y atender a los requerimientos de Don Juan.

Debió contribuir mucho la presencia de Escobedo en la Corte para decidir aquella acción. Para Antonio Pérez no debió ser fácil. Lo que hasta entonces se había reflejado en las cartas era más indecisión que otra cosa. Le anunciaban el regreso de las tropas y el envio de cuantiosos recursos. En aquel ambiente de preparativos de guerra sintió que recobraba fuerzas y salud. «Que callen las lenguas y hablen las armas.» En octubre comenzaron a llegar las tropas de Italia. Viejos soldados de Flandes y capitanes de los tiempos del Mediterráneo y hasta de las Alpujarras. Con ellos vino Alejandro Farnesio. «Contigo vuelve la fortuna.» Fue un encuentro de desbordado afecto.

Tenían mucho que recordar juntos. Las campañas del mar, la guerra de Granada, los tiempos de Italia. Hablaron de los vivos y los muertos, de Margarita de Parma. “Mucho la quiero y mucho le debo.” En Flandes había comprendido lo acertado de los juicios de la princesa. «Todo lo que me dijo resultó cierto. Era ella quien tenía razón.› Pasó la sombra de Don Carlos en la remembranza. Ruy Gómez y su comprensiva discreción.

La princesa Juana, la reina Isabel y sus alegres tiempos. A ratos reían como niños.

Del rey: «Mucho lo respeto y lo quiero, pero no lo puedo entender›'. «Lo que finalmente resuelve, llega siempre como una tardía confirmación de sospechas.»Conoce muy bien el arte de negar sin decir no.» Pintaron a varios Antonio Pérez. "Debo tenerlo por amigo mío», opinaba Don Juan. «Sí, pero a su manera›', observaba Farnesio. Recordaron las repetidas contradicciones entre lo que prometía y lo que lograba. «Nunca se sabe con quién está finalmente.» Don Juan reconocía que siempre había aprobado sus planes y colaborado en ellos. La empresa de Inglaterra la había tomado como suya.

«Es posible, pero lo cierto es que se las arregla para no quedar mal ni comprometerse ante Su Majestad." Le confió a Farnesio: «Ya he dejado de pensar en todo eso. Ahora no me queda sino ganar la guerra y terminar bien«.

La actividad de los rebeldes se multiplicaba. En rápida sucesión desconocieron el Edicto Perpetuo, depusieron a Don Juan como Gobernador, designaron al Taciturno como jefe de los ejércitos. Habían proclamado al joven archiduque Matías como Gobernador. Daban vueltas a los hilos de la intriga, visibles e invisibles.

Mientras, en el campamento se preparaban la tropas; había ocurrido la entrada triunfal en Bruselas del Archiduque y de Guillermo de Orange. Los estados, los magistrados y el pueblo se lanzaron a las calles a ovacionar al Taciturno y a su nuevo príncipe.

Don Juan recordaba la atmósfera de tensión y recelo del día que lo recibieron. «Nos odian.» Los días finales de enero fueron de continuo quehacer. Las tropas del Tacituno avanzaban hacia Namur. Con Farnesio y Gonzaga y con los jefes de los tercios entró en un febril anticipo de combate. Los rebeldes se habían detenido a una legua de distancia, en Gemblours, y estaban dispuestos en orden de batalla. Los informes los describían como un improvisado y desordenado amasijo de hombres armados de todas las- procedencias: valones, alemanes, gente del Norte, y hasta franceses, escoceses e ingleses.