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Allí terminaba el largo viaje. Desde Villagarcía, desde más atrás, desde Leganés, desde antes de Leganés, de lo que no tenía memoria. Día tras día, paso tras paso, para llegar finalmente allí, para entrar en la cámara misma donde estaba la Majestad Sacra, Real y Cesárea.

No debía parecerse a nadie. Todo lo tenía, todo lo podía, era hacia él que se dirigían todas las peticiones y los miedos. Debía resplandecer y brillar como un lámpara. De la cabeza le brotarían las Potestades como de la frente del Crucificado. ¿,Con qué voz hablaría? «Tengo miedo, tía.» Hubiera querido que el trayecto durara más. Marchaban en silencio. Doña Magdalena llevaba el azafate con el regalo en la litera. Un par de guantes de fina cabritilla adobados con perfume. Avanzaba sobre la sombra de la muía. Los cascos sonaban tenuemente sobre la tierra seca. Se puso a contar los pasos. Varias veces se acomodó la gorra y se ajustó el jubón. En la portada de la iglesia había movimiento de gentes.

Reverencias, saludos, muchos finos caballos tenidos de la brida por palafreneros.

Cada paso lo acercaba al final. Repetía todo lo que le habían dicho que tenía que hacer. Ya iba a verlo, a verlo tan cerca como a Don Luis, a oírlo, a retener en su memoria cada gesto, cada detalle del traje o de la palabra.

De la puerta de la iglesia se destacó Don Luis. Ayudó a la señora a salir de la litera, le dio el brazo y con Jeromín al otro lado penetraron en el templo. Había poca gente.

Caballeros y frailes se acercaron a saludar a la señora. Se avanzaba paso a paso. Estaban ya al pie de las gradas. Sobre el altar una gran cruz de plata y en la pared del fondo un cuadro en el que el Emperador y la Emperatriz miraban hacia el cielo donde estaban las Divinas Personas. Los tres se persignaron ante el Sagrario, torcieron a la derecha a la pequeña puerta de vidrios que sostenía entreabierta un ayuda de cámara.

Eran cuatro cortos escalones y se entraba en una habitación en penumbra. Se distinguía con dificultad. Las paredes estaban cubiertas de cortinas negras, una cama junto al muro del fondo. Una mesa, algunas personas y aquel sillón donde se fue aclarando una borrosa figura. Levantó la cabeza para saludar a la señora y tenderle la mano.

Doña Magdalena se inclinó y la besó. «Me permites, Luis, que le bese la mano a tu esposa.» Le había oído la voz, se la había oído pero sin poder saber lo que decía. Se concentraba en abarcar aquella figura hundida entre mantas y cojines. Desde las piernas cubiertas por una manta, vio las manos que acariciaban un pequeño gato y arriba aquella cabeza inclinada sobre el pecho, la gorra oscura y la barba gris sobre el largo mentón.

Ordenó poner una silla para la señora y luego mandó abrir las cortinas. Fue una nueva presencia. Ahora lo veía a él que avanzaba con el azafate del regalo hasta arrodillarse. Sin decir palabra tendió el obsequio. Lo tomó un criado. Algo dijo a la señora.

La mano temblorosa tendida estaba ante su cara. Posó los labios y la sintió fría. Ahora le había puesto la mano sobre la cabeza. Sin peso. Sintió que le hablaba. Por entre el labio caído una voz acuosa decía algo. Le hablaba a él y él no lograba entender.

La alcoba y las figuras, las voces y los gestos empezaron a cambiar continuamente.

Desde que volvió a la casa de Cuacos con Doña Magdalena no hizo otra cosa que preguntar y callar en un estupor sin fondo. El día se hizo corto, la noche lenta y sobresaltada. «¿Qué fue lo que dijo, tía?» Se lo repetía y sentía que faltaba algo o mucho.»¿Estuve bien?" Había estado muy bien, le aseguraba. Lo que él dijo, o iba a decir, o hubiera querido ahora haber dicho, se confundía en su mente. Hablaba a solas y a veces era él mismo quien hablaba, y otras era el Emperador. Era más difícil saber lo que había dicho, lo que hubiera dicho ante aquellas cuestiones que habían estado en su cabeza desde las conversaciones con Galarza y con los clérigos en Villagarcía. Qué lástima que no hubiera habido el duelo con el rey de Francia. Le hubiera gustado preguntarle, o le preguntó, o le preguntaba ahora, para poder satisfacer al preceptor, por qué no quemó al hereje Lutero. O pedirle que lo dejara junto a él para siempre.

Le pululaban las preguntas y los temas fallidos de la conversación que pudo ser.

En el sueño había momentos en que estaba solo con él. Lo veía lozano y entero como en los retratos que había entrevisto en alguna pared de Yuste. Con Luis Quijada lograba pocas respuestas. Más le enseñaba Galarza. Quería volver a la alcoba y volvía todo el tiempo en un sueño despierto que lo mantenía como ausente. Lo que vio desde afuera, lo que oyó decir en aquellos meses de quieta ansiedad, lo que los criados y servidores dijeron delante de él, lo que le repitieron, lo que recordó y adivinó en todos los días de su vida, se fue mezclando en las horas y los años hasta formar una eternidad sin principio ni fin. Fue reconociendo los grandes señores que entraban y salían con su cortejo. El Prior y los frailes, los duques y los condes, los embajadores, el doctor Mathesio con sus pociones, los maestresalas, los trinchadores, los camareros, los cocineros, y hasta los mozos de mulas. Los más eran criados flamencos y hablaban entre ellos en su ininteligible lengua. Supo que con el Emperador hablaban en francés. "Sire", le decían. Charles Prevost que lo saludó con cariño. Los ayudas de cámara iban y venían del cuarto de los arcones con las ropas, los vasos, los jarros y los platos de plata relumbrante.

Cornelio Buje se ocupaba de la cava. Olía a moho en la cavernosa estancia en la que guardaba barricas y botellas. Echaba vino en una copa, lo miraba contra la luz, luego hacia una gárgara con él y lo escupía. Aquel flamenco narizón, rojo y maldiciente que era el maestro cervecero, entre sus calderos de cobre moviendo la cebada fermentada. Adrián Guardel, el maestro de cocina, que hacia girar los corderos en el asador y sacaba de los barriles los puñados de ostras.

Fue conociendo cada estancia, cada pared, con sus colgaduras y sus cuadros, cada mesa cubierta de cajas de plata con reliquias y de dorados relojes que sonaban sus campanillas. El gran sillón de brazos y piernas movibles, para que el Emperador no hiciera esfuerzo en cambiar de posición. La silla de manos para sus salidas. Conocía los cuadros, uno por uno. Las grandes figuras azulosas, entre follajes y lejanías verdes de los tapices, en los que aparecía el Emperador dirigiendo el asalto de Túnez. Fue allí donde oyó por primera vez aquellos nombres que nunca más iba a olvidar. Solimán, el sultán de Constantinopla, el pirata Barbarroja, Andrea Doria, la Serenísima República de Venecia, y las galeras con los remos alzados como brazos de furia.

Desde el huerto algunas veces logró atisbar al Emperador sentado en la terraza, lo ocultaban siluetas de frailes y caballeros. Divisaba a su "tío».

Martillos dorados golpeaban las pequeñas campanas que Juanelo ajustaba sin tregua. Cada cuarto de hora uno o más relojes soltaban su repique cantarino. Nunca se había percatado tanto de la presencia del tiempo. Fluía y goteaba en cada uno de aquellos campanilleos difusos. No había manera de olvidar el tiempo en aquella casa. A lo largo de los años, todas las veces que pensó en Yuste, y fueron muchas, lo primero que le venia era el martilleo de las horas.

Pretervan Oberistraten estaba siempre en la farmacia entre frascos, almireces y morteros. Levantaba a contra luz un aflautado vaso y contaba las gotas que dejaba caer de un pequeño frasco. Eran las pociones y los menjunjes que el doctor Mathesio ordenaba.

El aroma de pan tierno rodeaba a Preterva Uvocis y Andrea Platineques que sacaban con palas de madera las hogazas del horno. Más apetitosas todavía eran las salsas de Nicolás de Merne, que había servido en la Corte de Francia. Miraba hacer pasteles al maestro Cornelio Gutimaun.

Fracein Ningali rodeado de frutas parecía salir de un tapiz de verdura.

En las horas de la mañana se acercaba a los hortelanos y jardineros. Aporcando surcos, sembrando matas, hablando poco. Oía el alboroto del gallinero al fondo, era que Hans Fait había entrado a atrapar dos gallinas.