Sigurdur Óli calló.
– Elínborg me ha dicho que esta noche te alojaste en el hotel -añadió.
– No te lo recomiendo. En la habitación hacía frío y los empleados no te dejan tranquilo. Pero la comida es buena. ¿Dónde está Elínborg?
En el comedor reinaba un gran ajetreo, y se oía un agitado murmullo de voces de los huéspedes del hotel, que disfrutaban del bufé. La mayor parte eran extranjeros, vestidos con jerseys de lana, botas de montaña y gruesos anoraks de invierno, aunque lo más lejos que irían sería el centro de la ciudad, a diez minutos de allí. El personal de servicio se encargaba de que las tazas estuvieran llenas de café y de retirar los platos usados. Por los altavoces sonaban suavemente canciones navideñas.
– Hoy empieza el juicio, ya lo sabías -respondió Sigurdur Óli.
– Sí.
– Elínborg ha ido para allá. ¿Cómo crees que irá todo?
– Supongo que unos pocos meses, y encima en libertad condicional. Como siempre, con esos cabrones de jueces.
– Pero no podrá conservar la custodia del niño.
– No lo sé -respondió Erlendur.
– Maldito canalla -exclamó Sigurdur Óli-. En la picota tendrían que ponerlo, en pleno centro de la ciudad.
Elínborg se había encargado de la investigación. Un niño de ocho años fue ingresado en el hospital a consecuencia de una violenta agresión física. No lo pudieron convencer para que explicara algo sobre la agresión. La hipótesis inicial era que sus compañeros de clase más mayores la habían tomado con él fuera del colegio y lo habían golpeado con tanta violencia que le rompieron un brazo, le fracturaron el pómulo y le saltaron dos dientes de la encía superior. Se fue a su casa en muy mal estado. Su padre avisó a la policía en cuanto llegó a casa del trabajo, poco después. Una ambulancia trasladó al muchacho a urgencias.
El niño era hijo único. Su madre estaba internada en la sección de psiquiatría del hospital de Kleppur cuando sucedieron estos hechos. El muchacho vivía con su padre, director y propietario de una empresa de internet, en una hermosa vivienda unifamiliar de dos pisos con espléndidas vistas, situada en el barrio de Breidholt. Como suele suceder, el padre estaba muy afectado por la agresión y hablaba de vengarse de los chicos que maltrataron de forma tan execrable a su hijo. Exigió que Elínborg diera con ellos.
Elínborg no habría descubierto la verdad, probablemente, si el chalet no hubiera tenido dos pisos y la habitación del niño no hubiera estado en el piso superior.
– Se lo está tomando de una forma demasiado personal -dijo Sigurdur Óli-. Elínborg tiene un chico de esa misma edad.
– No hay que dejar que estas cosas te afecten demasiado -respondió Erlendur con la cabeza en otro lugar.
– No me digas.
La tranquilidad del desayuno fue interrumpida por un ruido procedente de la cocina. Los huéspedes levantaron la vista y se miraron unos a otros. Un hombre de potente vozarrón discutía, entre insultos, sobre algo imposible de oír. Erlendur y Sigurdur Óli se levantaron y entraron en la cocina. La voz pertenecía al jefe de cocina, el mismo que había importunado a Erlendur cuando se metió en la boca una loncha de lengua de ternera. Estaba enfrentándose a gritos a la técnica de laboratorio que quería tomarle una muestra de saliva.
– ¡… Y lárgate de aquí con tu bastoncillo de mierda! -le vociferaba el cocinero a una mujer de unos cincuenta años que había abierto sobre la mesa una cajita de muestras. Ella seguía insistiendo amablemente, pese a las imprecaciones de aquel hombre, hecho que no contribuía precisamente a calmar su ira. Al ver a Erlendur y Sigurdur Óli se puso aún mucho más frenético.
– ¡Estáis locos! -aulló-. ¿Creéis que yo he bajado al cuartucho de Gulli para ponerle un condón en la polla? ¿Estáis locos o qué? ¿Qué mierda es esa? No estoy dispuesto. Ni hablar. ¡Me importa una mierda lo que digáis! ¡Podéis meterme en la cárcel y tirar la llave, pero no pienso participar en esta imbecilidad de los cojones! ¡Enteraos bien! ¡Gilipollas!
Salió de la cocina como una tromba, lleno de viril dignidad, tocado con el gorro de cocinero, alto como una chimenea, y Erlendur sonrió. Miró a la técnica de laboratorio, que le devolvió la sonrisa y se echó a reír. Aquello alivió la tensión que reinaba en la cocina. Los cocineros y camareros que estaban allí también rompieron a reír.
– ¿Tan mal va la cosa? -preguntó Erlendur a la técnica.
– No, en absoluto -respondió ella-. Todos han sido muy comprensivos. Este es el primero que se lo ha tomado a la tremenda.
Sonrió, y su sonrisa le pareció a Erlendur muy bonita. Tenía la misma estatura que él, espeso cabello rubio muy corto, llevaba un jersey multicolor de punto con botones por dejante. Por debajo del jersey se veía una camisa blanca. Vestía pantalones vaqueros y zapatos de cuero negro de calidad.
. -Me llamo Erlendur -dijo como sin querer, extendiendo la mano. Aquello la desarmó un poco.
– Sí -dijo, tomando su mano-. Yo soy Valgerdur.
– ¿Valgerdur? -repitió él. No vio alianza en sus dedos.
El móvil de Erlendur sonó en su bolsillo.
– Perdona -dijo al tiempo que conectaba el teléfono. Oyó una voz conocida de antiguo, que preguntaba por él.
– ¿Eres tú? -dijo la voz.
– Sí, soy yo -dijo Erlendur.
– No acabo de entender estos móviles -dijo la voz del teléfono-. ¿Dónde estás? ¿Estás en el hotel? A lo mejor vas mal de tiempo. O estás dentro de un ascensor.
– Estoy en el hotel -Erlendur cogió bien el teléfono, le pidió a Valgerdur que esperase un momento y volvió al comedor, de donde pasó al vestíbulo. Al teléfono estaba Marion Briem.
– ¿Duermes en el hotel? -preguntó Marión-. ¿Te pasa algo? ¿Por qué no vas a casa?
Marión Briem había trabajado en la brigada de la policía criminal cuando esta aún existía, y había coincidido allí con Erlendur. Era su superior cuando él empezó a trabajar allí, y le enseñó el oficio de policía de investigación criminal. Erlendur nunca había sentido especial apego hacia Marión Briem, y no experimentó necesidad alguna de visitarle tras su jubilación. Quizá porque los dos eran muy semejantes. Quizá porque veía en Marión su propio futuro y prefería rehuir la visión. Marión llevaba una vida solitaria y aburrida en su vejez.
– ¿Por qué llamas? -preguntó Erlendur.
– Por allí aún quedan algunos que me dejan estar al corriente de lo que se hace, aunque tú no seas uno de ellos -dijo Marión.
Erlendur estuvo a punto de colgar el teléfono de mala manera, pero vaciló. Marión ya le había sido de ayuda antes, sin necesidad de pedírselo. Así que mejor no mostrarse demasiado descortés.
– ¿Puedo hacer algo por ti? -preguntó Erlendur.
– Dime cómo se llamaba el difunto. Podría encontrar algo que se os hubiera pasado por alto.
– Nunca pararás.
– Me aburro. No puedes ni imaginarte cómo me aburro. Hace ya casi diez años que me jubilé y puedo asegurarte que cada día de este infierno parece una eternidad. Cada día es como mil días.
– Hay muchas ofertas para la gente de la tercera edad -dijo Erlendur-. ¿Qué te parece el bingo?
– ¡Bingo! -le espetó Marión.
Erlendur le dio el nombre completo de Gudlaugur. Puso a Marión en antecedentes del caso y luego se despidió lo más educadamente que pudo. El teléfono volvió a sonar casi en el mismo instante.